Cuando en Nuquí los pescadores les temían a las ballenas

En octubre finaliza el paso de estos gigantescos cetáceos por las aguas del Pacífico colombiano.

Joseph Casañas y Oscar Güesguan
18 de octubre de 2017 - 01:34 a. m.
Foto: El Espectador
Foto: El Espectador

Por estos tiempos Nuquí vive su propia fiesta. Hasta los últimos días de octubre nadan por estas aguas del Pacífico colombiano numerosos grupos de ballenas que después de recorrer cerca de 16 mil kilómetros desde el Polo Sur, eligen estas aguas cálidas como su sala de parto.

El avistamiento de las ballenas jorobadas es el principal atractivo turístico de la región. Para verlas hay que tener solo una cosa: PA – CIEN – CIA, una actitud que por estos tiempos en los que las redes sociales mandan, muchos han perdido. Son tiempos en el que todo el mundo exige resultados y la paciencia es poco valorada, pero aquí, en el mar, la paciencia es la reina. Si usted quiere tener la experiencia de ver a esos animales gigantes, tendrá que tenerla. 

Ya en alta mar, los lancheros esperan pacientemente la señal: un vapor de agua en el horizonte. Para verlo, hay que ir de a un lado a otro y esperar.  Una vez lo divisan, llevan sus lanchas hasta ese punto, ponen el motor en neutro y esperan que la ballena salga a tomar oxígeno. El ejercicio puede repetirse varias veces y tardar varios minutos, pues las ballenas tienen la capacidad para hacer inmersiones de hasta 300 metros y en su regreso a la superficie aparecer en cualquier parte.

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Ver ballenas no es como ir a ver leones o jirafas a un zoológico en donde la vista está dirigida, ellas (las ballenas) gozan de libertad y la infinidad del Pacífico hace que el avistamiento se convierta en un ejercicio de convicción, de fe. Ver ballenas es también un ejercicio de suerte.

El sol pegaba fuerte y habían pasado más de 30 minutos sin tener éxito. Cuando la tarde caía y los turistas perdían las esperanzas de verlas, los fotógrafos de regístralas y los camarógrafos de grabarlas, sin previo aviso y a menos de 15 metros de la lancha, una gigantesca ballena apareció. El sonido que emitió cuando expulsó el vapor de agua generó sorpresa, pero también algo de susto.

Al lado de la lancha en la que viajó El Espectador, nadaron ballenatos que al nacer pueden medir hasta cinco metros, nadaron también ballenas adultas, que pueden alcanzar longitudes de hasta 18 metros y pesar 40 toneladas.

Melvys y Pirry, los lancheros y anfitriones de aquella tarde, como viejos lobos de mar y con la experiencia de haber visto durante más de 30 años ballenas en el Pacífico, advirtieron que iban a saltar.

Según un estudio publicado en la revista Marine Mammal Science, las ballenas saltan por una razón básica: comunicación. El golpe de su cuerpo contra las aguas, genera una señal acústica que le indica a otro grupo de ballenas la distancia que los separa.

Por su parte, el Instituto de Conservación de Ballenas indica que los estudios realizados revelan que el salto de las ballenas tiene otras funciones, además de la comunicación. “Demostrar fuerza y dominancia ante otras ballenas; liberarse de parásitos de la piel e incluso para jugar (…) para saltar la ballena nada horizontalmente hasta que ha conseguido suficiente velocidad, después inclina la cabeza hacia arriba y levanta su aleta caudal o cola. Estas acciones convierten el impulso horizontal en impulso vertical y la ballena emerge del agua”.

Dos situaciones han convertido al Pacífico colombiano en un misterio, en una especie de leyenda que no ha podido ser desmentida. La guerra y la distancia. La primera, aunque no se ha acabado, ha disminuido y, de paso, ha permitido que los kilómetros se transformen en una suerte de atadura mental.

El tiempo, el dinero, los hijos, el trabajo, el miedo. Todo se puede echar por tierra solo si se quiere descubrir un cuadro pintado en un espacio que es tan hostil como mágico.  

En Nuquí, danzar es el verbo que más y mejor se conjuga. Danzan los colores; el verde de la selva y el azul del océano. Danzan las aguas; las bravas del mar y las calmas del río. Danzan las comunidades; los indígenas embera, los negros, los colonos y los turistas. Danzan las ballenas que llegan en busca de aguas cálidas. Danzan las energías, danzan los demonios.

Mientras un grupo de turistas se seca el sudor de la frente y hace esfuerzos para ventilarse, la voz fuerte y clara de una mujer rompe el silencio. Habla con todo su cuerpo. Mueve las manos, los ojos, la cara, su pelo crespo, muestra una sonrisa contagiosa y hace una advertencia amistosa.  “Aquí solo llegan los espíritus que están preparados. El humano que fue capaz de desarticular sus miedos y romper sus paradigmas”, dice Josefina Klinger, directora de la Corporación Mano Cambiada, organización que busca fortalecer el ecoturismo en la zona y desarrollar proyectos sociales, culturales y ambientales en los que la población local participa activamente.

Como nada de lo que vale la pena en la vida es fácil, llegar a Nuquí tampoco lo es. Hay dos vías de acceso. Solo se puede llegar allí por aire o por agua.  Este municipio chocoano cuenta con una terminal aérea en la que solo pueden aterrizar aeronaves pequeñas con capacidad de hasta 14 pasajeros.

Si va desde Bogotá, por ejemplo, hay que hacer escala en Medellín y desde allí, un vuelo tarda hasta 45 minutos. Desde Quibdó el vuelo tarda 15.

Aterrizar en Nuquí es un espectáculo visual. Desde arriba se evidencia una danza de colores. El verde de la selva baila con los verdes de los bosques andinos, el azul se ve en todos sus tonos; desde el más claro en el mar, hasta el más oscuro en el cielo que parece que se perdiera en un beso con las montañas. En el vuelo las nubes funcionan como un telón que se va abriendo para presentar a los protagonistas de una obra teatral de la naturaleza que pone a prueba todos los sentidos.

A este lugar se puede llegar también vía marítima desde Buenaventura, en un trayecto que tarda 8 horas o desde Bahía Solano, de 2 horas.  

Por Joseph Casañas y Oscar Güesguan

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