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El último viaje

Esta semana se comenzaron a emitir en Estados Unidos los últimos capítulos de la popular serie del cocinero, episodios que llegarán pronto a la parrilla del canal Travel and Living en Latinoamérica.

Santiago La Rotta
08 de septiembre de 2012 - 04:23 a. m.
Anthony Bourdain en uno de sus múltiples viajes a Oriente.  / Cortesía
Anthony Bourdain en uno de sus múltiples viajes a Oriente. / Cortesía

“Razones por las que usted no quiere estar en televisión: (…) Yo con seguridad no tenía nada que añadirle al conocimiento mundial acerca de Marruecos. Apenas estaba encontrando unas pocas cosas acerca de mí mismo, pocas pero valiosas. ¿Quién soy yo, Dan Rather? ¿Se supone que debo mirar a la cámara y escupir un resumen fácil acerca de 1.200 años de sangre, sudor, ocupación colonial, fe, costumbres y etnología, todo en un cómodo segmento de 120 segundos de sonido?”.

La celebridad de televisión como el farsante total, el presentador como el más grande de los actores, la pantalla como el escenario de todas las mentiras. Audiencias en busca de la cara más abyecta del entretenimiento: sonrisas en cuerpos improbables, tipos impolutos que están demasiado interesados en usted, señor televidente. Síganos, únase, sintonice, crea en la ilusión, deséela incluso.

Para ser esta la era del auge de la televisión real (la no ficción llena de actuaciones y calculadas emociones) lo que más falta hace es realidad: algo plausible, con un poco más de mugre. Diversión, sí, pero desde el lado oscuro de la fuerza.

Anthony Bourdain, chef de profesión, exdrogadicto, anfitrión de televisión. Con 10 libros a cuestas (entre ficción y no ficción), Bourdain es ciertamente un narrador probado. El argumento no es la cantidad (cierto autor brasileño lleva con seguridad una marca más amplia y eso no lo convierte en un punto de referencia, al menos de gran literatura), sino más bien la habilidad para contar la fantástica historia de una lúgubre mesa de cocina llena, no de vegetales, carne y caldos improbables, sino de armas automáticas.

El estilo Bourdain es una mezcla de agilidad (sus escenas transcurren en una suerte de monólogo interno alimentado por éxtasis), sarcasmo (un don notable en el chef) y una serie de escenas excepcionales para una profesión que, claro, tiene presiones y problemas, pero que parece bordear permanentemente la ilegalidad y el sentido común.

Lo más resaltable de Bourdain es su honestidad, el placer derivado de oírlo (o leerlo) hablar de cómo apesta ser una celebridad de televisión, de cuánto de lo que tiene que hacer a diario es una actuación por pedido de una empresa, de las muchas inconveniencias de tener que decir algo lleno de ingenio durante una hora cada semana durante los últimos siete años al menos.

Sus libros, más que las razones por las cuales no se debe pedir pescado el lunes en un restaurante de Nueva York, son el testimonio de la vida de una persona plagada de defectos que ha hecho toda una carrera explotándolos.

Debajo del humor rápido y lacerante (una ganancia si se tiene en cuenta que todo sucede bajo la mirada atenta de un equipo de televisión), Bourdain logra conmover con su sumisión ante la experiencia dura y cruda de otras culturas que llegan a su espectáculo como temerosos invitados. Personas de aldeas remotas en Vietnam, vendedores callejeros en Hong Kong que se someten al escrutinio de un paladar exquisito que, para todo el glamour de una vida pública, suele venerar el trabajo y la voluntad de la gente que literalmente se gana la vida con las manos.

A pesar de la avalancha de referencias culturales (en sus relatos desfilan Sinatra, The Ramones, El padrino, y así), además del movimiento casi frenético de cada episodio, el chef logra unos raros momentos de introspección en los que aflora el asombro simple y poderoso del viajero que descubre su propia insignificancia. Estos asomos de luz interior pueden no llevar a las lágrimas, pero al menos sí al deseo de compartir la experiencia, la rápida ensoñación con lo descrito.

“‘Soy el desgraciado más afortunado del planeta’, pensé mientras admiraba todo ese silencio y calma (…). Estaba feliz sentado ahí, disfrutando de la cruda belleza de ese espacio. Me sentí cómodo en mi piel, reafirmado en la creencia de que el mundo era, en verdad, un lugar grande y maravilloso”.

Bien sea en el Líbano, mientras Israel bombardea la capital de ese país árabe, o un lugar remoto en el sudeste asiático, Bourdain suele conectarse con su mejor lado, su jugada más habilidosa: hablar con soltura, con una suerte de franqueza televisiva que resulta refrescante, casi agradecida. No es una verdad revelada. Puede que no cambie la vida de nadie. Es apenas buena televisión.

Por Santiago La Rotta

 

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