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El declive del Archivo General de la Nación

CUANDO SE CREÓ CON LA LEY 80 DE 1989, al Archivo General le correspondió no sólo la tarea de salvaguardar el patrimonio histórico y cultural del país, sino también la de fomentar la organización de los documentos públicos.

El Espectador
15 de diciembre de 2010 - 11:00 p. m.

Antes de su creación no existían normativas para los registros y mucho menos quien entendiera su importancia. Bajo la dirección de Jorge Palacios Preciado, filósofo e historiador, el Archivo llegó a tener una dotación de casi 60 millones de folios, los cuales fueron protegidos en el edificio diseñado, siguiendo todas las especificaciones de la época, por Rogelio Salmona, y construido con tanto cuidado que incluso sus ladrillos se hicieron a la medida técnica. Se comenzó, además, a publicar textos de archivística para enseñarle al país a clasificar sus registros, y poco a poco se fueron formando profesionales en el área. Tanto así que dos veces la Asociación Latinoamericana de Archivo de la Unesco estuvo a cargo de colombianos y, en general, el Archivo se consolidó como referencia en el exterior.

En el marco del escándalo de Foncolpuertos, y tras los millonarios desfalcos pensionales después de su liquidación en 1991, Jorge Palacios, como director, presionó la Ley General de Archivo de 2000, en la cual se reafirmaba la función administrativa de esta institución y, entre otras, su intervención en las entidades en liquidación, fusión y supresión con el propósito de que dejaran presupuesto disponible para conservar sus registros y evitar así otro episodio de corrupción. No obstante, después de la muerte del doctor Palacios en 2003, y a pesar de la gran institución que había creado, el Archivo comenzó a ser blanco de presiones políticas y poco a poco de cuotas burocráticas. No era para menos, después de casi 15 años de trabajo, ya no se trataba de un pequeño pero prometedor proyecto cultural creado por la administración Gaviria, y acompañado por la Primera Dama, sino de una institución sólida, cada día con más funciones y, por ello, con más presupuesto.

En 2004, después de un año bajo la dirección encargada de Sara González, socióloga que trabajó con Palacios desde el origen del Archivo, el gobierno de Álvaro Uribe organizó un concurso de méritos en el que ganó Lázaro Mejía, quien se alejó de la función de memoria cultural e histórica del archivo y volcó la institución hacia la parte administrativa. El giro disgustó a varios académicos. No obstante, a pesar de las críticas, la labor de Mejía fue transparente y meritoria hasta que murió en 2007. Al final de ese año el Gobierno nombró a Álvaro Arias y fue con él que el Archivo comenzó a frenar su progreso. Arias, quien era dueño de una empresa de registros que se dedicaba a hacer las labores que ordenaba el Archivo, tuvo que dejar el cargo un año y unos meses después, por unas aparentes irregularidades en unos contratos.

Desde que se pidió la renuncia de Arias, a finales de 2008, Sara González volvió a quedar encargada de la dirección del Archivo y antes de comenzar 2010 fue nombrado por el Gobierno, de nuevo sin concurso de méritos, Armando Entralgo Merchán. Su dirección ha tenido varios tropiezos y ha generado un disgusto generalizado en el Comité Directivo de expertos, al cual ha marginado. Además, el cierre arbitrario de las publicaciones sobre archivística y el seminario anual de académicos, al cual asistían importantes historiadores e investigadores, no han caído bien, como tampoco lo han hecho los múltiples rumores de corrupción y sus fiestas en las salas del Archivo que, por lo demás, no están diseñadas para ese propósito. Sería triste ver desaparecer tantos años de progreso. Ojalá la ministra de Cultura, Mariana Garcés, actúe y frene tal politización antes de que se requieran años para levantar de nuevo el Archivo.

 

Por El Espectador

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