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Barack Obama: a cambiar la historia

Este martes, Obama tomará posesión como el 44º presidente de Estados Unidos. El nuevo mandatario tiene un peso metahistórico sobre sus hombros. Nunca antes una elección en ese país ha avivado en el resto del mundo una esperanza tan loca y a la vez tan razonable.

Bernard-Henri Levy * / Especial para El EspectadorThe New York Times Syndicate
19 de enero de 2009 - 11:00 p. m.

Es claro que Barack Obama no es ni un ángel ni un hombre enviado del cielo. Tampoco es el europeo honorífico que flota por las fantasías de franceses izquierdistas. Eso tiene que quedar claro si queremos evitar desagradables avisos para despertar el día después.

El hecho es que la elección  de Obama nos afecta a todos en al menos tres maneras concretas. Su victoria fue uno de esos momentos incomparables que marcan un quiebre total con la historia. Su llegada a la Casa Blanca es, sin lugar a ninguna duda, un evento icónico.

Primero, la presidencia de Obama será un momento decisivo para lidiar con la “cuestión racial” en Estados Unidos. Claramente, pocos piensan que el racismo realmente va a desaparecer de la imaginación colectiva nacional.

Con apenas viajar alrededor del país se puede observar que el ascenso al poder del candidato negro ha tenido, como corolario, un incremento proporcional en actividades de elementos radicales nostálgicos por la supremacía blanca y los viejos tiempos de la segregación.

Pero debemos escuchar lo que dice Obama sobre la división y la dramática manera en que se ha, en el curso de tres siglos, estructurado la sociedad estadounidense. Debemos escucharlo cuando, en cada uno de sus discursos, cita el lema original del país, “E pluribus unum”, que primero hizo famoso Virgilio y que significa “De muchos, uno”, o más específicamente, “Nuestra nación es más que sus partes”.

Barack Obama rompe un tabú al hablarle directamente a las personas negras y llamarlos a dejar de culpar al racismo como la raíz de todos sus problemas. Esto no es un pensamiento nuevo, fue el mensaje del reverendo Martin Luther King Jr. en 1967 y 1968. Pero también es una nueva manera de pensar en una época en la que tantos discursos convirtieron a la raza en el elemento máximo de la identidad de una persona.

Segundo, la presidencia de Obama les dará esperanza a unos Estados Unidos que, durante los ocho años de la presidencia de Bush, comenzaron a dudar de sí mismos y de su famosa “misión”. Últimamente los estadounidenses parecen haber olvidado lo esencial que era esa misión para el resto del mundo.

No obstante, Obama no va a hacer milagros y pocos esperan que en sólo algunos días logre borrar el daño causado por esos años de ultraliberalismo económico. Pero la mayoría cree que es el hombre que puede empujar el péndulo político de vuelta hacia el rooseveltismo que sea más atento con los olvidados y los ignorados.

Y no podemos dudar de su sinceridad cuando repite incansablemente que él no será un presidente de un Estados Unidos (azul, progresivo) por encima de otro (rojo, conservador), sino que tratará de darle sentido a la extraña belleza de esa nación sin un nombre —pero no sin una vocación—, estos Estados Unidos de América.

El tiquete de McCain-Palin veía el “sueño americano” como una edad de oro que de alguna manera debemos reencontrar. Obama la ve como una nueva era para ser inventada, una obra siempre en progreso, un proyecto; no uno “pastoral” como el de Phillip Roth sino una invención política y social, una frontera que se mueve y siempre debe ser trazada de nuevo. En esto es claramente más fiel al espíritu pionero que genera la grandeza de su país.

Tercero, en cuanto a sus relaciones con el resto del mundo, los escépticos pueden repetir hasta la saciedad que una presidencia de Obama no va a cambiar el estatus de hiperpoder de E.U. y la desaprobación que ese poder evoca. Pero piensen cómo la imagen de Estados Unidos va a cambiar con Obama asumiendo la Presidencia, el representante de una minoría que hasta hace poco no podía votar.

Traten de imaginar su presidencia desde los ojos de alguien en el Congo que alguna vez estuvo convencido de que había no una sino dos humanidades; por los ojos de un hombre sudanés quien, cuando E.U. le pidió a su gobierno detener la masacre en Darfur, vio en esa petición la manifestación de un neocolonialismo de los blancos de poca monta. Imaginen a Obama dar un discurso en Kabul. O dar una alocución a la nación de Irak, que se ha convencido, con o sin razón, de que la Casa Blanca ha estado en las manos de una camarilla tejana que vino a robarles el petróleo. Traten de imaginar cómo será visto en países con diversidad racial como Brasil, Bolivia y Venezuela.

El antiamericanismo no va a desaparecer mágicamente. Pero sí le va a ser más difícil sobrevivir y se verá forzado a reforzar su rollo publicitario. ¿Habrá una onda de choque planetaria? ¿Otro Nuevo Trato, uno geopolítico? Algo es seguro: el nuevo presidente tiene un peso metahistórico sobre sus hombros. Nunca antes una elección estadounidense ha avivado en el resto del mundo una esperanza tan loca y a la vez tan razonable.

 * Bernard-Henri Levy es filósofo y  escritor francés. Publicó su más reciente libro en septiembre, titulado ‘La izquierda en los tiempos oscuros: un tratado contra el nuevo barbarismo’.

Por Bernard-Henri Levy * / Especial para El EspectadorThe New York Times Syndicate

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