Escritor Tomás Eloy Martínez habla del amarillismo tras liberaciones de las Farc

Entrevista con el periodista y escritor argentino, quien dice que los medios hicieron una "carnicería" con las liberaciones de las Farc. "Periodistas muy serios, con una larga trayectoria, añadieron leña al fuego". También habla del peligro de quienes comentan los foros de internet sin identificarse.

Juan Cruz / El País de España
10 de febrero de 2009 - 03:38 p. m.

Tomás Eloy Martínez (Tucumán, Argentina, 1934) sufrió una operación delicada, se sometió a curas prolongadas, y mientras tanto, escribió artículos, terminó una novela, Purgatorio, salió a cenar, viajó a México a cumplimentar a su amigo Carlos Fuentes por su cumpleaños, y además tuvo tiempo de salir a cenar con amigos, para discutir con ellos sobre todo lo que se mueve y para seguir siendo un miembro muy activo de la Fundación Nuevo Periodismo, que preside otro amigo suyo, Gabriel García Márquez. Es su carácter. Fue periodista de chico, siempre quiso contar historias, y el día en que no cuente historias (verdaderas o de ficción) dejará de ser Tomás Eloy Martínez, el periodista.

Nosotros le entrevistamos en su casa de Buenos Aires (tiene otra en Nueva Jersey, en cuya Universidad de Rutgers es profesor), en medio de uno de esos vaivenes de salud que afrontó y afronta como un jabato en la hora más alta de la fabricación de un periódico, o de una novela, antes de que viajara a España a hablar de su última novela. Si se pregunta en Argentina, en cualquier sitio, por el periodista que definiría hoy la pasión por este oficio, quién sería hoy un maestro, una mayoría dice este nombre. Aunque ha sido alentado por los premios que ha recibido por sus novelas a abandonar el oficio, ésta es su pasión; la ejerció en la revista Primera Plana, en el diario La Nación; en el exilio, que le salvó de las garras de la dictadura militar argentina, trabajó como periodista en Venezuela y en México; en este último país, en Guadalajara, puso en marcha un diario.

Aunque ha dirigido redacciones, su pasión ha sido el reportaje, y de esa dedicación es un ejemplo múltiple su recopilación Lugar común, la muerte. Después de hablar con él en Buenos Aires, les dijo a unos periodistas argentinos sobre la esencia de sus dos oficios solapados, el escritor de ficciones y el periodista: 'La literatura, si no es desobediencia, no es'. La literatura, como el periodismo, son centralmente actos de transgresión, maneras de mirar un poco más allá de tus límites, de tus narices. Todo lo que he escrito en la vida son actos de búsqueda de libertad. Nada me daba más placer -cuando publicaba mis primeros artículos en La Gaceta de Tucumán- que mi madre les dijera a mis hermanas: 'Tenemos que ir a misa a rezar por el alma de Tomás, que está totalmente perdida'. En su ideario, dijo una vez, está la verdad como periodista, la mentira como novelista. 'El periodista tiene la obligación de ser fiel a la verdad, a los lectores y a sí mismo. El escritor, en cambio, sólo tiene que ser fiel a sí mismo'. Fiel a su alma doble, de escritor y de periodista, Tomás Eloy Martínez dice que el periodismo le ha permitido ganarse la vida con dignidad. Con esta alma 'totalmente perdida' tratamos de juntar los pedazos del periodismo de ayer y de hoy.

¿De qué viene esta pasión?

Desde que tengo memoria he querido contar historias. Como no me pagan por hacerlo, me desvié hacia el periodismo, donde eso era posible. Escribí crónicas y, como tuve un éxito modesto en esos ejercicios, cuando me propuse escribir novelas no quise dejarme llevar por la facilidad del oficio que había adquirido. Quise componer novelas puras, de espaldas a toda brizna de realidad, y no existen las novelas puras. Yo quería negar todo lo que era (el periodista, el crítico de cine, el investigador de las crónicas de Indias), y de hecho lo negué en mi primera novela, que data de 1967.

¿Y cómo ve ahora este oficio?

Ante el periodismo, ante lo que vendrá, siento una cierta perplejidad; las formas de lectura están cambiando vertiginosamente, y el periodismo de papel se está convirtiendo en un vehículo incómodo para la lectura. Mucha gente prefiere las versiones online de los periódicos, y yo les encuentro un riesgo, sobre todo en los comentarios a las noticias o a las opiniones. Por un lado, hay una libertad necesaria para escribir y para expresarse con soltura. Por el otro, el anonimato de los posteos abre el camino a una peligrosa impunidad. No me preocupan tanto los descuidos y malos tratos a que se somete el lenguaje, que es nuestra herramienta esencial. Me preocupa más que se lea mal y que esa ligereza en la lectura derive en una ligereza en la acusación. El anonimato encubre una cierta infamia, encubre a veces sentimientos deleznables. Esto no es el periodismo, por supuesto; es una perversión del periodismo, pero es algo para lo cual el periodismo es un vehículo en este momento.

Pero había periodismo amarillo.

Lo había y lo hay. Lo que pasa es que esto potencia, multiplica, la fuerza del periodista amarillo. Todos los días vemos señales de este tipo de periodismo que se manifiesta en forma de acusación. Escribí una columna sobre la carnicería que se hizo con Ingrid Betancourt y con Clara Rojas cuando fueron liberadas por las Farc. Periodistas muy serios, con una larga trayectoria, añadieron leña al fuego de los chismes sobre su intimidad.

¿Cómo se establecen los límites?

Éste es un trabajo básico de los editores. Cuando se creó la Fundación Nuevo Periodismo, la intención era proporcionar a los jóvenes periodistas el tipo de educación sobre la edición de textos que habíamos tenido la gente de mi edad durante los tiempos de nuestra formación profesional. Esa educación ha sido arrasada ahora por la rapidez con que se trabaja.

¿Cómo fue esa educación suya?

Empecé en el periodismo por necesidad, porque mis padres y yo mismo desconfiábamos de que el trabajo universitario y la literatura fueran a permitirme vivir: Así que empecé trabajando en La Gaceta de Tucumán como corrector. Allí estaban todos los profesores desaprobados por el peronismo. Ésa fue mi primera forma de educación periodística. Si cuidas el lenguaje, la ética viene en consonancia, porque la responsabilidad empieza por la herramienta que manejas. Desde el principio yo supe que no había una sola verdad; sé que no hay una sola verdad y que si tú y yo narramos lo que estamos viendo en este momento, lo contaríamos de forma diferente.

Muchas verdades, y muchas mentiras. Recuerda cuando en Internet se anunció la muerte del Nobel Le Clèzio un minuto después de que le dieran el Nobel...

Bueno, eso pasó con Le Clèzio y eso pasa cientos de veces, con muertes, con divorcios, con separaciones, con amoríos... Y no sólo sucede en Internet, sucede también en el periodismo de papel. Hay ejemplos memorables. Recuerda lo que pasó en The Washington Post con Janet Cooke, la periodista que se inventó la historia de un niño que se inyectaba heroína con el permiso de su madre..., y que era una historia falsa. Y la de aquel periodista mitómano que hizo caer a toda la cúpula de editores de The New York Times porque no advirtieron que, por pereza, estaba creando una realidad completamente falsa. A ese tipo de tropiezos está expuesto también el periodismo que ahora consideramos verdadero. Pero yo a ese respecto tengo una anécdota personal.

Adelante.

En mi primer día en La Nación me encargaron el obituario de Sacha Guitry. La necrológica era un género muy cuidado en el diario; escribí ésa con los datos del archivo y con lo que yo recordaba. Me solté el lenguaje, no me fié sólo de los datos, y don Bartolomé Mitre, el director, vino a felicitarme. Sentí entonces que ese eco de un periodismo diferente podía tener una cierta repercusión en los lectores. Después me nombraron crítico de cine, y empecé a escribir críticas iconoclastas, disconformes. Un día nos quitaron la publicidad las grandes productoras; el periódico quiso que reformara mis criterios, y yo retiré mi firma. Me mandaron a ver muertos, a una sección que se llamaba Movimiento marítimo, sobre los ahogados en el Río de la Plata. Era un castigo. Me fui. Y malviví hasta que apareció


Primera Plana, la revista de Jacobo Timerman. Allí unos jóvenes dimos rienda suelta a nuestro apetito por narrar, y descubrimos otro país. Timerman se fue al año y medio. Nos quedamos al frente de la Redacción tres jóvenes rebeldes.

¿Qué se siente al poner un periódico nuevo en marcha?

Un delirio. Con Timerman, la revista era más conservadora; en 1963 se preguntó cuál era el hecho cultural del año, y yo dije: Los Beatles. No salieron, pero pusimos en la portada a Borges, a Cortázar, a García Márquez, a Cabrera Infante. Antes de eso habían tratado muy mal en Primera Plana los cuentos de Cortázar y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. Descubrimos que había una literatura latinoamericana, y gracias a eso fuimos abriendo paso a la literatura...

Entonces se estaba inventando el nuevo periodismo en Estados Unidos, pero ustedes ya lo hacían en América Latina.

Y creo que además entre nosotros nació por instinto, por pura necesidad de narrar, por el vicio de leer novelas y por estar disconformes con el modo que se tenía de narrar la realidad. ¿Por qué no podemos narrar en periodismo como en las novelas? En dos de mis primeras novelas trabajo el nuevo periodismo: en La novela de Perón narro de modo novelesco una investigación muy seria, y en Santa Evita decido invertir los términos del nuevo periodismo. Si en la primera había contado, con los recursos de la novela, lo que me parecía periodísticamente cierto, en Santa Evita narro, con los recursos del periodismo, una ficción absoluta.

Se mezclan las aguas.

Y eso te obliga a tener un cuidado ético muy severo. El lector no se debe sentir confundido: la ficción es ficción, y el periodismo es periodismo, porque corres el riesgo de pervertir ambos géneros.

Y el periodismo es materia delicada.

Yo parto del hecho de que el periodismo es ante todo un acto de servicio, un servicio al lector. Con el periodismo, tú le sirves a un lector; le presentas una realidad con la mayor honestidad posible, con los mejores recursos narrativos y verbales de que dispones. Pero en todo momento tienes que dejar bien claro que ésa es la realidad que tú has visto, en cuya veracidad confías... En la ficción, en cambio, tienes que dejar en evidencia que esos datos que das no son confiables.

Y la obsesión de Gabriel García Márquez por el dato es equivalente a la que siente Truman Capote por que no se le escapen detalles en A sangre fría...

En el caso de García Márquez es porque a él le importa mucho la creación de un universo verosímil, aun en las novelas. El lector se identifica más con lo que narras si esto le parece verdadero... García Márquez es un obsesivo de la información; yo le he visto trabajar en Noticia de un secuestro con una obsesión por la información precisa que va más allá de todo cálculo. Ya era en ese momento un escritor de primera línea, había ganado el Premio Nobel y estaba trabajando en ese libro-reportaje como en cualquiera de sus novelas de otro registro. No hay que descreer de un solo dato. En cambio, no le creas ni un solo dato de El general en su laberinto: es todo imaginación.

Se retroalimentan el periodismo y la ficción. ¿Qué le dio el uno a la otra?

Un mayor y mejor acercamiento del lector al hecho tal como es. Porque proporciona una identificación entre el lector y los personajes a los cuales estás aludiendo. El viejo periodismo decía: 'En el tsunami habido ayer en el sureste asiático murieron equis personas; una gran ola avanzó kilómetros y alcanzó aldeas y ciudades...', mientras que el nuevo periodismo empezaría así una noticia como ésa: 'La señora Tapa Raspatundra estaba en la orilla de su pueblo


en Java cuando un enorme nubarrón en el horizonte le hizo prever la catástrofe...'. Cuentas el horror de la ola e identificas al lector con un personaje que vive en primer plano la tragedia. El relato introduce al lector en la historia.

Usted sufrió la dictadura militar. En épocas así, el periodismo no se reconoce a sí mismo.

La dictadura tuvo un efecto muy venenoso en mi país y cercenó muchas de las dignidades periodísticas de ese tiempo. Y yo pasé ese tiempo en Venezuela, en el exilio. En la distancia se veía que aquel proceso que se vivía en Argentina era dictatorial, y atrozmente dictatorial. Recuerdo que a los pocos días de estar en El Nacional de Caracas me pidieron una crónica sobre Argentina. La titulé Una larga marcha entre los escombros; recogía ahí los nueve puntos de la Junta Militar, que condenaba a la ciudadanía a la obediencia ciega. Me decían: 'Te equivocas, Videla es el bueno; ha triunfado la línea más civilizada del Ejército, hay una línea más perversa...'. La había, pero Videla había preparado arteramente la matanza completa de toda conciencia de la sociedad.

Brecht decía que había que cantar también en tiempos sombríos. ¿Y hacer periodismo?

En Brasil hubo momentos memorables bajo la dictadura; cuando la censura oficial prohibía la publicación de ciertas noticias, los periódicos salían con espacios en blanco allí donde hubieran sido impresas tales informaciones. En Argentina, eso no sucedió. Aquí o eras cómplice o no sabías a qué te exponías. La complicidad fue una exigencia para poder trabajar en el periodismo. Los periodistas chilenos han pedido disculpas por su obediencia a la dictadura de Pinochet. Los periodistas de mi país no han pedido disculpas. Muchos de ellos se enorgullecen de lo que hicieron: creen que hicieron lo correcto y estaban de acuerdo con lo que se hacía.

Con todo lo que hay encima de la mesa sobre lo que es el periodismo hoy, ¿cuál sería su diagnóstico acerca del porvenir del oficio?

Periodistas habrá siempre, como narradores. Defoe es anterior al periodismo, como Homero o Herodoto; eran todos narradores de hechos que daban como ciertos, y la historia sigue en pie gracias a que el hombre siempre tuvo vocación de narrar sus hechos. No narraba las ausencias: narraba aquello que le parecía narrable o contable. Sólo lo escrito permanece; aquello que no ha sido narrado no existe, y lo que ha sido escrito se convierte en verdad. Y eso seguirá siendo así. ¿El periodismo? Las transformaciones son muy vertiginosas. Cuando yo era un niño no había televisión, había radio y era una radio mucho más precaria que la de ahora: en mi primer trabajo en el periódico, las grabaciones de las noticias se hacían en cilindros de cera. La primera vez que fui a Madrid a entrevistar a Perón, en 1966, las noticias se transmitían por télex o por telegrama. Y ahora mira los adelantos que hay. A este ritmo, ¿cómo quieres que prediga el futuro?

¿Y el pasado? ¿Qué le ha dado este oficio?

Un buen modo de ganarme el pan. Un modo decoroso, esforzado y muy laborioso. El periodismo generalmente no está bien pagado, pero sea cual fuese el salario yo he procurado dar lo mejor de mí, porque lo que siempre me pareció es que estaba en juego mi persona, mi ser, mi naturaleza humana, y no lo que recibiese a cambio. Eso es lo que me ha dado el oficio.

Por Juan Cruz / El País de España

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