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¿Indiferencia ante los indígenas?

“LA SITUACIÓN DE LOS DERECHOS HUmanos de los indígenas de Colombia es grave, crítica y profundamente preocupante” sostuvo en su informe el relator especial de las Naciones Unidas para los derechos de los pueblos indígenas, Rodolfo Stavenhagen, tras su visita a Colombia en marzo de 2004.

El Espectador
23 de julio de 2009 - 11:00 p. m.

Ya en ese entonces el relator, encargado de velar por las libertades fundamentales de los indígenas en los países en los que sus derechos humanos se ven gravemente amenazados, alertó frente a la brecha existente entre los adelantos establecidos en la Constitución de 1991 y la efectiva aplicación de las normas. Reconoció igualmente la importancia de temas no atendidos como el del desplazamiento interno forzado de muchos indígenas, la explotación de los recursos naturales en sus territorios, las fumigaciones de tierras en el contexto de la lucha contra el narcotráfico y la consulta previa a la que tienen derecho en temas usualmente ligados al desarrollo económico.

El conflicto que vive el país, escribió, ha ocasionado asesinatos, torturas, desapariciones forzadas, reclutamiento involuntario de jóvenes, violaciones de mujeres y ocupación de los territorios indígenas por parte de actores armados. Más de una comunidad, concluyó, está en riesgo de exterminio y desaparición.

Cinco años después nos visita el nuevo relator, James Anaya, quien con seguridad habrá de escandalizarse ante los pocos avances que ofrece el panorama actual de los cerca de un millón de indígenas que habitan el territorio, distribuidos en unos 80 grupos. Rehenes del conflicto, obligados en más de una ocasión por el Gobierno a no permanecer neutrales ante los grupos armados, tildados a la ligera de terroristas con ocasión de sus protestas, víctimas del desplazamiento forzado y las minas antipersona, sus líderes son asesinados y sus menores mueren de desnutrición. La violación al derecho de consulta previa de la que alertaba Rodolfo Stavenhagen, por lo demás, le ha dado paso a posteriores enfrentamientos con quienes se precian de llevar el desarrollo a sus regiones, por lo general con la intención de introducir proyectos agroindustriales, viales, portuarios, forestales y de extracción minera.

A diferencia de otros países de América Latina, en donde las guerras civiles tuvieron un claro trasfondo étnico, en Colombia se considera que el conflicto tiene otros móviles y matices. Sin embargo, frente a los estragos ocasionados por fenómenos como el desplazamiento forzado y las masacres en las poblaciones indígenas y afrocolombianas, cabe inquirirse por el posible elemento racista en la problemática nacional. Todos los actores implicados tienen su parte de responsabilidad en el dramático exterminio de estos pueblos, tanto la guerrilla de las Farc, que diariamente los constriñe y aísla, como los paramilitares que les arrebataron sus tierras y tranquilidad, y lo cierto es que el Estado, como lo demuestran los hechos recientes en el Cauca, no ha hecho lo suficiente por protegerlos.

En el Perú posconflicto, la sociedad civil mestiza de Lima se cuestionó, con angustia, por qué no reaccionó a tiempo ante la masacre de miles de indígenas en las provincias. Se dijo entonces que un cierto desdén hacia el “otro”, que no era visto como un “compatriota”, había contribuido a la indiferencia. Tal vez la visita del relator especial para los derechos de los pueblos indígenas, bienvenida por lo demás, sea el momento para preguntarnos si acaso no ocurre lo mismo en el país. De no lograr un cambio radical, pronto llegará un tercer relator a informarnos que para algunas comunidades ya es demasiado tarde.

Por El Espectador

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