Uribe el historiador

LA INTERVENCIÓN DEL PRESIDENTE Álvaro Uribe durante el Encuentro Internacional con la Historia, organizado por la Consejería para el Bicentenario y Colciencias, aunque generó poca discusión no debe pasar desapercibida.

El Espectador
25 de octubre de 2009 - 10:00 p. m.

Quienes le escucharon, un público nutrido de curtidos historiadores interesados en el tema de la Independencia y la representación del Bicentenario, asistieron a una larga reflexión sobre la historia colombiana de los dos últimos siglos.

La interpretación de la historia política hecha por el Presidente, respetable y meritoria toda vez que se trató de un esfuerzo por integrar en un mismo relato lo que consideró rescatable de diversas administraciones, es discutible. Diversas lecturas hechas por la historiografía colombiana que se ocupa de la historia política no ceden tan fácilmente ante la supuesta omnipresencia de una violencia que no obedece a los designios humanos de los colombianos y que, casi podría decirse, nos es consustancial.

En su exposición el primer mandatario define el siglo XIX como “signado por inestabilidad y violencia”. Incluso, antes nos habla de la violencia “en el proceso de la conquista” y de la violencia en las guerras de la Patria Boba. De período en período cuela frases como que “la violencia no demora en aparecer”, este o aquel fue un Gobierno que realizó obras “pero también fue atacado permanentemente por la violencia”, “La violencia incidió muchísimo en esa frustración”, “Se afectó mucho el proceso con la violencia interna”, “el mayor obstáculo puede haber sido la violencia”, etc. Y afirma tajantemente: “el siglo XX no nos trajo más de 43 años de paz; el resto fueron años de violencia”.

Cualquiera diría que estamos ante una obsesión con la violencia. Obsesión que, por igual, han compartido las ciencias sociales y quienes le han dedicado años de investigación. La diferencia, sin embargo, está en el manejo reposado y distante que en más de un valioso trabajo académico se le ha dado al fenómeno. La violencia, en los términos en los que el Presidente la invoca, sólo puede tener por contrapartida el orden. Y hacia allá dirigió su mirada en el discurso para legitimar la seguridad como valor democrático. “En prospectiva —sostuvo—, para que este siglo que apenas empieza y que está próximo a consumir la primera década no sea un siglo de desperdicio de posibilidades nacionales, el país necesita la seguridad (…) como fuente de recursos”.

Todo lo cual puede ser muy útil para afianzar una política de Estado pero carece, en realidad, de sustento en el análisis histórico profesional. En su libro La nación soñada, el historiador Eduardo Posada Carbó arremete contra esa visión forzada y estereotipada que identifica la nación con la guerra y la violencia. En nuestra cultura política dominante, nos dice Carbó, hay tradiciones liberales y democráticas que precisan un debido reconocimiento. Colombia es más que violencia y criminalidad.

Gonzalo Sánchez, desde otra corriente del estudio de la historia colombiana, aunque otorga a la violencia (y sus relaciones con la política o la memoria) un papel primordial en sus obras, se esmera por explicar y diferenciar la una de las otras, de suerte tal que no hay lugar a una violencia genérica e independiente de los actores que la ejercen. Cada violencia a la que dedica un trabajo de largo aliento el profesor Sánchez, como en el caso de la violencia bandolera, está acompañada de un riguroso estudio de fuentes, una exposición lo suficientemente amplia del contexto y un andamiaje teórico que impiden las reducciones. Y lo mismo podríamos decir de Daniel Pécaut, Carlos Miguel Ortiz, Herbert Braun y todos los que se han interesado en la violencia como objeto de estudio.

Los historiadores y demás interesados en el mundo de las ciencias sociales deben acudir al debate. Los invitó el propio presidente Uribe, quien se lanzó al ruedo con lo que bien puede ser considerada la interpretación histórica de la que provienen sus principales políticas. Es hora de que la academia intervenga. Hoy más que nunca parece cierta la idea de que el presente se explica a partir de lo que ocurrió en el pasado.

Por El Espectador

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