Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Lo mencionábamos no hace mucho en este mismo espacio, en donde llamábamos la atención frente a lo que consideramos es uno de los grandes retos que tiene el país en 2010. Cifras oficiales plantean que más de la mitad de los 7.246 homicidios registrados en 2009 ocurrieron en las grandes ciudades.
Ahora la atención se centra en Medellín. Según datos de la Policía, mientras los homicidios a nivel nacional disminuyeron 2%, en Medellín se pasó de 871 a 1.432 homicidios. Un aumento, entonces, del 64%. Medicina Legal, que aparentemente emplea otra metodología, destaca que el alza es aun más alarmante: de 1.044 en 2008, la ciudad habría pasado a 2.178 asesinatos, para un aumento del 133%.
Tan apremiante es la situación que el presidente Uribe dio la orden de militarizar tres barrios de la comuna nororiental de Medellín. Un total de 200 soldados y 40 policías patrullan desde entonces los lugares en los que se cree se concentra el crimen. Una medida extrema que algunos pobladores celebran. No podría ser diferente, como en los peores momentos de los años 80, el peligro campea. De noche y de día.
No obstante, los más críticos insisten en que la respuesta del Gobierno ante el aumento de la violencia no es la indicada. Sostienen que estamos ante más de lo mismo: la receta del enfrentamiento abierto con las bandas de criminales que ya en otras ocasiones ha sido ensayada sin resultados definitivos.
Y no les falta razón. Algunos investigadores hablan de 12 focos de conflicto en nueve comunas, pese a que los esfuerzos militares por lo pronto se centren en una sola. Al final lo que parecen querer decir quienes abogan por otro tipo de solución es que los militares resuelven temporalmente lo que de cualquier manera seguirá siendo un problema a futuro. Por lo demás, la violencia no está tan focalizada como se cree: lejos de las comunas también puede el transeúnte perder la vida.
De parte de la alcaldía de Alonso Salazar también ha habido propuestas para paliar la espiral de violencia. Sensible a las extremas condiciones de vulnerabilidad y falta de oportunidades que atraviesan algunos sectores de la ciudad, Salazar promovió valiosos programas de inversión social incluyente y fortaleció su programa de desarme. Adicionalmente impuso un toque de queda, entre 10 de la noche y 5 de la mañana, para algunos menores de edad que habitan las comunas. Una política que generó críticas en quienes insisten en que lo mismo ocurren los asesinatos en la noche que en la tarde, y los que se oponen a una estigmatización que consideran injusta e innecesaria.
Con todo, los asesinatos no cesaron. Del lado del Gobierno se insiste en que el microtráfico de drogas explica en buena parte la gran cantidad de crímenes que cometen quienes desean las zonas en disputa. Una teoría probablemente cierta, pero que difícilmente explica la cantidad de muertos frente a los que poco han logrado las fuerzas del orden. Sus críticos responden que el paramilitarismo se ha reactivado, a partir de combatientes que nunca se desmovilizaron o que decidieron volver a las armas.
Entre tanto, son varias las voces de alerta ante la presunta corrupción que carcome a algunas unidades de la Policía y que explicaría, incluso, la decisión gubernamental de introducir militares en las comunas. También se exige que el aparato judicial, por tanto tiempo infiltrado por criminales, responda pronta y diligentemente ante la amenaza que se cierne sobre Medellín.
Cualquiera sea el diagnóstico, lo cierto es que la violencia es más compleja de lo que las autoridades nacionales creen.