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Un hombre culto y decente

Fue ejecutivo, economista hábil. Pero era un hombre curioso, inquieto, y resolvió cambiar de vida para dedicarse al periodismo.

Héctor Abad Faciolince / Especial para El Espectador
10 de junio de 2012 - 04:08 p. m.

No. Esta fue la palabra que todos dijeron al oír la noticia: “Se murió Camilo Durán”. No. No puede ser. Muchos lo queríamos, lo admirábamos, gozábamos con su compañía. Además era alegre, vital, vivaz, amable, inteligente. Lo contrario de la muerte. Tampoco tenía la edad ni el cuerpo para morirse tan pronto, a pesar de los muchos cigarrillos Pielroja y de su arraigada desconfianza en los médicos. No. Y sin embargo es cierto: ayer sábado 9 de junio se detuvo el generoso corazón de Camilo Durán.

Parecía destinado a pasarse la vida en un trabajo de cálculos y transacciones. Y a ser rico, simplemente rico, y nada más. Hay muchos que se conforman con eso, y durante algunos años también Camilo Durán fue solo eso: ejecutivo, economista hábil en el soso ejercicio de perder y ganar dinero en el mercado bursátil, aspirante a tener más plata cada vez y sobre todo a que sus clientes se forraran. Pero él era un hombre curioso, inquieto, y un día resolvió cambiar de vida por completo. El trasegar seguro y quieto del burgués no era lo suyo: había leído demasiado para conformarse con tan poca cosa. Buen marido, buen padre y corredor de bolsa no eran títulos suficientes para sus ganas de vivir intensamente.

 Cambió la Bolsa por pasiones más hondas y genuinas: la lectura, la música (tocaba bien el piano, la guitarra, la batería), y el periodismo. Hablaba bien, escribía bien, pensaba con complejidad. También era ojialegre, enamoradizo. Todo esto lo llevó a dejar la tibieza familiar por la aventura. Siguió trabajando, claro, pero solo en lo que de verdad le apasionaba. Pasó por Caracol, radio y TV, fue columnista de SoHo. Leyó, viajó, fumó, bebió, amó, gozó...

 Muchos ricos usan la cultura como un barniz, un adorno en su vida de empresarios, pero no dejarían nunca de dedicarse a ese oficio primordial de pasarse las horas ganando dinero. Me dice Mauricio Pombo: “Si Camilo abandonó ese mundo es porque no era el rico posando de intelectual; era un intelectual genuino. Con él se podía hablar de historia, de música, de filosofía. Tenía una biblioteca impresionante; era uno de los pocos en tener verdaderos incunables, las primeras ediciones colombianas más importantes, libros de arte con grabados del XVII, impresionantes por lo bellos, pues tenía muy buen gusto”.

Había tenido siempre amigos mayores que él; fue contertulio de Nicolás Gómez Dávila y de él heredó la pasión por los libros. La bibliofilia lo llevó a acercarse a la mejor librería que tuvo Bogotá durante muchos años: El Carnero. Allá se encontraba con amigos entrañables: Bernardo Ramírez, Alfredo Iriarte, el ya mencionado Mauricio Pombo… Los primeros, mucho mayores, tuvieron que despedirse antes que él. Queda Pombo, su primo, y uno de sus amigos más queridos.

 Le pido que me lo defina en una sola frase. Vacila. “Tendría que tratar de ser inteligente -refunfuña con su tono entre irónico y risueño aun en la tristeza- para no quedar mal con él. Y ahora no tengo ánimos; mejor me quedo callado”. Si no le pregunto nada, en cambio, me sigue contando cosas, muchas cosas. Los recuerdos, las noches, los viajes, las anécdotas. Eso: lo poco que nos queda cuando se nos muere un amigo. Ese triste consuelo.

De esas cosas que me cuentan, algunas son de las que se pueden contar y otras de las que no se pueden contar. Así es la vida de todos: lo público, lo privado, lo secreto. Lo que forma la base de nuestro carácter, lo que nos define. Pero en realidad de Camilo Durán todo podría contarse, porque fue un hombre bueno y un tipo decente. Su vida fue -me dice otro de sus amigos más íntimos- “la búsqueda de la decencia perfecta. Quería cultivar no solo su intelecto sino también su ética, su base humana y moral. Nunca perdía la gentileza ni la elegancia. Hasta borracho era fino”. Y fino en todos los sentidos; no perdía ni la compostura, ni el buen humor, ni la perspicacia.

Todos vamos a extrañar sus cuentos, sus anécdotas, sus chistes. Sobre todo sus ocurrencias, porque era un agudo repentista; siempre se le ocurría una frase brillante, una cita adecuada para cualquier ocasión, útil para entender lo que pasaba. Recuerdo cuando lo conocí, hace más de quince años, en una de esas tertulias de El Carnero. Pombo siempre hablaba de él como de un intelectual completo, renacentista, con el que podía aprenderse de arte, de economía, de música, de literatura. Compartíamos el gusto por Proust: la larga melodía de sus recuerdos, el tiempo perdido en la vida mundana que intenta recuperarse luego en la literatura. Al hablar de política también había identidad: liberales escépticos de toda ideología, y sobre todo sin ídolos: no existen redentores ni mesías. Nos veíamos esporádicamente y siempre nuestro viejo diálogo sobre libros, lecturas y política quedaba interrumpido.

 Ahora estoy tomándome un trago con Camilo Durán. El último. Él, como siempre, un whisky. Yo, cualquier porquería. Por supuesto su vaso ya no se va vaciando; queda ahí, lleno, intacto, frente al mío. Choco su vaso de todas maneras, y el hielo suyo suena en el cristal, como una campana que aviva el recuerdo. Así brindamos con los amigos muertos, a su salud perdida para siempre; tristes de ya no poder tomarnos otro trago con ellos. De no poder pasar el rato, ya sea en silencio, o hablando de los temas en común, que no siempre son Proust, sino algo más elemental y entrañable, e incluso más burgués: los hijos.

La última vez que nos vimos hablamos de los hijos. Él estaba orgulloso de los suyos. Los quería; le habían salido como él quería. “Tenía que ser así”, me dice Pombo para terminar, “son hijos encantadores, cultos, inteligentes; como educados por su padre”. Sí, de los amigos quedan los recuerdos y los hijos. Y la ausencia; la falta que ya siempre nos harán. Eso nos queda de Camilo Durán, y su recuerdo de persona buena y decente -con lo escasas que son- habrá que guardarlo como un tesoro, como un ejemplo, como un modelo que no se nos olvide. 

Por Héctor Abad Faciolince / Especial para El Espectador

 

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