Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
“Yo he visto a unas cuantas personas morir”, dice Cami, quien todavía no cumple 15 años. Luego señala a su prima menor, Sofía, mientras asegura: “Ella también, y su hermana y muchas otras aquí. Creo que casi todas”.
Cami creció en Lleras Camargo, un barrio de invasión en Siloé, en el occidente de Cali. Entre la montaña se esconde su casa, donde viven 14 personas, entre primos, la abuela y dos tías, así como su papá, que por tener epilepsia rara vez trabaja, y su mamá, que se dedica a cuidar a su sobrina.
Le gusta salir a jugar fútbol en medio de las calles sin andenes, porque a medida que la invasión crecía, el espacio público se iba haciendo más pequeño. Por eso, cuando Cami ve que la puerta metálica de la casa está abierta, no duda en entrar. “¿Hoy hay Casa Azul?”, pregunta, pero a modo de saludo, porque igual entra caminando con sus chanclas negras y las trenzas despeinadas. Detrás de ella van Kimberly y Mariana, de 9 y 11 años, con la maleta del colegio en la espalda y un cuaderno entre las manos. Los miércoles en La Casa Azul hay refuerzo escolar.
Puede leer: Montes de María, una despensa de historias
El espacio funciona desde 2022, cuatro días por semana y de él ya se han beneficiado más de 60 niños. Es una iniciativa de Educambio, una empresa social comprometida con el cambio por medio de la educación; el Colegio La Fontaine, que busca fortalecer el acceso al conocimiento en la comuna, y la fundación Give Art and Give Back, que apoyó el financiamiento de la casa con una subasta.
La vivienda se reconoce a simple vista porque está en perfecto estado, pintada del azul del cielo y con un arcoíris en la entrada, frente a algunas casas de fachadas con grietas y colores cansados. En el interior, las paredes, construidas con partes de rieles del tren y piedras de río, coleccionan los dibujos de los niños, instrumentos musicales, libros, juguetes y hasta un jardín. Allí los “profes” esperan cambiar, poco a poco, las dinámicas violentas del barrio, al darle a los niños un espacio donde pueda ir a ser precisamente eso: niños.
“Todos nacemos iguales, son las oportunidades las que nos hacen diferentes. Eso es lo que pretendemos darles: una nueva perspectiva del mundo, un lugar que va más allá de todo lo que ven en la calle: el consumo, la violencia y el abandono. Queremos transformar a los niños con oportunidades de educación”, explica Victoria Reyes, coordinadora de relaciones públicas de Educambio.
Pese a su corta edad, los niños reconocen las nuevas oportunidades. “Antes yo no hacía nada, me quedaba aburrida todo el día porque entre semana mi abuela no me deja salir”, cuenta Cami mientras espera en un sillón, con asombro, que la casa se convierta en cine, galería, teatro, cocina, pista de baile o biblioteca.
Le podría interesar: Hija se reencontró con su mamá tras 40 años de ser dada en adopción
De esta realidad sabe muy bien Ricardo Sánchez, conocido en el barrio como Richi. Siendo niño tomó malas decisiones y tuvo que enfrentarse a la violencia. Por eso hoy, con 31 años y como profesor de la casa, reconoce la importancia del acompañamiento a los menores de edad.
“Los papás de esta comuna viven del día, deben salir a trabajar a las 7:00 a. m. y volver a las 11:00 p. m. Acá vos te criás con el vecino, la vecina y el amigo, pero muchos de ellos no quieren lo mejor para vos. La Capilla, por ejemplo, es el lugar de los niños, pero también del pandillero, el drogadicto, la vecina, el vendedor y la gente de cultura. Es el espacio de todo el mundo y los niños no están exentos de lo que pasa en el único lugar que tienen”, explica Richi.
“Todo el tiempo pensamos en formas de mejorar esta iniciativa, pero el solo hecho de que exista una oferta de espacio seguro para los niños ya es lo suficientemente transformador”, explica Sergio Bermúdez, politólogo y miembro del área de impacto social de Educambio.
Por eso, el profesor cree que es importante abrir espacios para la niñez, en especial en sectores como Siloé donde no hay instituciones educativas con secundaria, centros de salud de alta complejidad, ni espacios públicos, como parques o bibliotecas, donde no se normalice la violencia de las calles del sector. Según cuenta, cuando en el barrio hay un muerto, se lava la sangre y a los cinco minutos ya los niños están jugando en el mismo lugar.
En la casa hacen un gran esfuerzo por cambiar esas dinámicas. Kimberly y Mariana, con lápiz en mano, pescan palabras en una sopa de letras que planeó el profe para el refuerzo. Ambas hermanas aprendieron a leer en La Casa porque nunca habían ido al colegio. Antes hacían parte de las 8.298 personas del barrio sin acceso a la educación que fueron identificadas por el Sisben III. En Lleras Camargo solo uno de cada cinco habitantes ha podido estudiar.
Pero hay más, en La Casa Azul hacen clases de baile, gastronomía, teatro y pintura, pueden ver películas, inventar juegos, hornear galletas y dibujar sus sueños en papel. Allí aprenden jugando, sueñan riendo y tejen lazos que van cambiando las narrativas del barrio en el que viven. “La casa me ha ayudado a ocupar la mente, a que, en vez de estar por allá en la calle, probando drogas, el vicio o haciendo cosas malas, esté aquí, sin tener que estar pensando en lo que pasa afuera”, explica Cami.
Puede leer: La científica que metió la biodiversidad colombiana en un laboratorio
El cambio no se queda dentro de esas cuatro paredes, sino que pretende también transformar el exterior. Los “profes” les inculcan a los niños el respeto y la convivencia con otros, incluso en las zonas que son consideradas fronteras invisibles, que en el barrio no solo separa a los adultos sino también a la niñez. Tanto así, que hasta las pandillas reconocen el impacto social del espacio para la comunidad y cuando en la Casa hacen actividades tratan de alejarse para dejarle ese lugar a los niños, que también son sus hijos, primos y hermanos. “No solo se trata de aprender a convivir dentro de La Casa Azul, sino que esto ha mejorado la convivencia de los niños en el barrio”, cuenta Richi.
Afuera, siete niños, entre ellos Cami, juegan fútbol con una pelota de baloncesto. Sus chanclas saltan mientras pisan los desniveles de la calle, donde improvisaron con piedras una cancha pequeña. Los carros y motos se atraviesan durante el partido, hay zapatos colgando de los cables de energía, ropa secando en las ventanas y cometas que quedaron a medio volar. Hace calor, a 32 grados centígrados y con el sol del mediodía sacándoles las primeras gotas de sudor, los niños acaban el partido y entran a La Casa Azul corriendo como una estampida.