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Un secuestro de las Farc y los versos salvadores de Miguel Hernández

A propósito de la acusación de la Jurisdicción Especial para la Paz sobre los secuestros que cometió esa guerrilla, republicamos el testimonio del excongresista Óscar Tulio Lizcano, que estuvo cautivo e incomunicado más de ocho años. Su caso fue similar al del poeta español, privado de la libertad en la época franquista.

Nelson Fredy Padilla * / @NelsonFredyPadi o npadilla@elespectador.com
28 de enero de 2021 - 03:57 p. m.
El congresista Óscar Tulio Lizcano fue secuestrado por las Farc el 5 de agosto del año 2000, en Riosucio, Caldas. La mayoría de su cautiverio lo pasó en las selvas de Chocó.
El congresista Óscar Tulio Lizcano fue secuestrado por las Farc el 5 de agosto del año 2000, en Riosucio, Caldas. La mayoría de su cautiverio lo pasó en las selvas de Chocó.
Foto: Archivo

Cuando cumplió ocho años secuestrado por la guerrilla de las Farc, el ex congresista Óscar Tulio Lizcano se sentía condenado a morir prisionero como el poeta español Miguel Hernández. Su mirada se refunde en el trauma de los recuerdos mientras le atribuye en buena medida a esos “benditos versos” haber mantenido la lucidez en la selva, a pesar de estar encadenado, siempre incomunicado, recitando para sí o para tres palos que convirtió en sus escuchas un recital que cada vez le sonaba más coherente: la poesía concebida por un campesino de Orihuela (España) encarnada en otro de Riosucio (Colombia).

“En esos años me identifiqué aún más con ‘El Cebollero’ porque él también había perdido su libertad. Al comienzo, en medio de guerrilleros casi analfabetas a los que les prohibieron hablar conmigo, me fortalecía esa expresión que representaba la rebeldía del pueblo español frente a la tiranía de Franco mientras yo luchaba por sobrevivir a la de las Farc. Después comprendí en carne propia lo que debió sentir enfermo –Lizcano con paludismo, Hernández con tifo–. Admirable cómo se preparó para recibir la muerte con dignidad y resignación”: Si me muero que me muera / con la cabeza muy alta. / Muerto y veinte veces muerto, la boca contra la grama, / tendré apretados los dientes / y decidida la barba. / Cantando espero la muerte / que hay ruiseñores que cantan, / encima de los fusiles / y en medio de las batallas. (Le puede interesar: Los 8 comandantes de las Farc acusados por la JEP).

En actitud declamatoria, Lizcano se acomoda en un sofá al que todavía no logra acoplarse porque el piso y los árboles de la selva maceraron sus huesos. Cuenta que tras el cautiverio acude a Hernández en un ejercicio espiritual que le ayuda a sobrellevar los temores del delirio de persecución y las molestias de la úlcera crónica que le dejó la zozobra de la muerte inminente y el hábito de aguantar hambre o de engañarla masticando bejucos mientras evadían a diario los operativos militares. “Esta lírica fue mi pan”: En la cuna del hambre… / Con sangre de cebolla se alimentaba.

En los primeros meses de calvario le consiguieron unos 40 libros. Fue El rayo que no cesa y otros poemas –el homenaje de Rafael Alberti a Hernández– el que removió su memoria poética. Se entregó a los sonetos hernandianos y a los que le escribió a su esposa Marta Arango para soportar el presidio. Después lo obligaron a abandonar la “biblioteca” porque el peso y su salud no daban para trastearla de campamento en campamento. (Recomendamos: Farc pidió perdón por secuestros: “Les arrebatamos lo más preciado: su libertad y dignidad”).

Decidió memorizarlos línea por línea, con acentos y puntuación. Los deshojó para ocultar sus citas preferidas entre los pantalones hasta que la humedad de la jungla y el roce de sus dedos las desintegraron. El último despojo de los versos de Hernández aún lo carga como amuleto. Es un fragmento de El rayo que no cesa, que repitió mil veces para darse ánimo durante su escape el pasado 26 de octubre: Un carnívoro cuchillo / de ala dulce y homicida / sostiene un vuelo y un brillo / alrededor de mi vida. / (…) Sigue, pues, sigue cuchillo, / volando, hiriendo. Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía.

Lizcano reconoce que, además de su familia y su último carcelero, quien lo ayudó a huir –el indígena Wilson Bueno Largo, alias ‘Isaza’–, le debe agradecimiento “al extraordinario poeta del pueblo que quiero seguir releyendo hasta el último de mis días”. Asegura que lo salvó de volverse loco, quiere recopilar toda su obra, estudiar su métrica y dictarle a quien lo desee, ojalá de vuelta a sus labores como profesor universitario, la cátedra Miguel Hernández y, por extensión, la de su amigo Neruda, que también lo trasnocha –los dos autores, miembros de la tertulia madridista de Cruz y Raya–.

Se vale entonces de Benedetti para decir: “Más que nunca la poesía es parte fundamental de mi vida, comprobé que la poesía es el único medio para no temerle a la muerte”.

“La poesía de Hernández salva a cualquiera en el peor de los instantes”, ratifica el escritor colombiano Antonio Montaña, tal vez el más ferviente promotor de la obra del vate español en Latinoamérica. El mexicano Fernando del Paso contó hace un año en Guadalajara que en los años 50 fue Montaña quien le reveló los sonetos de Hernández y que se convirtieron en el punto de inflexión de su carrera como escritor.

“Yo induje a Fernando a la poesía española, le presté libros y quedó absolutamente fascinado con Hernández. Por eso es fácil entender que Óscar Tulio Lizcano esté tan agradecido con el hombre que escribió los más bellos poemas sobre la guerra”. “Basta recordar Elegía”, me advierte desde su casa en las afueras de Bogotá, y recita: No hay extensión más grande que mi herida, / lloro mi desventura y sus conjuntos / y siento más tu muerte que mi vida. / Ando sobre rastrojos de difuntos, / y sin calor de nadie y sin consuelo / voy de mi corazón a mis asuntos. / Temprano levantó la muerte el vuelo, / temprano madrugó la madrugada, / temprano estás rodando por el suelo.

“Los poemas que todavía no me sé los consulto en internet”, destaca Lizcano. Con ellos mitiga el fantasma de las torturas que sufrió, se deshace de la vanidad y de los pecados de la política de los que dice también haber escapado. Se inspira, escribe sus propios poemas o sigue en la reconstrucción de algunos de los 80 que devoró la selva, la mayoría dedicados a su esposa Marta, “mi Barquerita”. Se emociona. Luego de un suspiro decide mantenerlos inéditos, disfrutarlos en privado, pero por lo que me cuenta se identifican con las 316 cartas que Hernández le escribió desde el encierro a su esposa Josefina Manresa, a quien llamaba “mi carcelera”. “Veo pasar un día y otro día, esperanzado y deseoso de correr a vuestro lado y meterme en nuestra casa y no saber en mucho tiempo nada del mundo, porque el mundo mejor está entre tus brazos... ¡Ay, Josefina mía! No nos queda otro remedio que aguantar todo lo malo que nos viene y nos puede venir, para el día que nos toque aguantar lo bueno. ¿Verdad que llegará ese día? Yo nunca he dudado de que llegará y de que seremos más felices que hasta aquí hemos sido”.

Amor y muerte eran los sentimientos que atormentaban al secuestrado. Como en la Canción primera: Hoy el amor es muerte, / y el hombre acecha al hombre. El primero era la única justificación para mantenerse vivo cada vez que oía por la radio a su esposa enviándole besos. El otro era su sombra, las amenazas de fusilamiento de niños en armas que parecieran conocer la Canción del esposo soldado y su sentencia: Es preciso matar para seguir viviendo. Le surgía la tentación de doblegarse con tal de no sufrir más: Mi cuerpo pide el hoyo que promete la tierra / el hoyo desde el cual daré mis privilegios de león y nitrato / a todas las raíces que me tiendan sus trenzas. Un aparte de La Boca le resulta perfecto para describir lo que sentía: Muerte reducida a besos, / a sed de morir despacio, / das a la grama sangrante / dos fúlgidos aletazos. / El labio de arriba el cielo / y la tierra el otro labio.

El Poema antes del odio también lo conmueve hasta el llanto. Amor, tu bóveda arriba / y yo abajo siempre, amor, / sin otra luz que estas ansias, / sin otra iluminación. / Mírame aquí encadenado, / escupido, sin calor / a los pies de la tiniebla / más súbita, más feroz, / comiendo pan y cuchillo / como buen trabajador / y a veces cuchillo sólo, / sólo por amor. Dos tragedias en una, como en Sentado sobre los muertos: … Aquí estoy para vivir / mientras el alma me suene, / y aquí estoy para morir, / cuando la hora me llegue,…

El amor se impuso y lo sobrepuso ante lo que parecía imposible en su estado: la fuga. Porque dentro de la triste / guirnalda del eslabón, / del sabor a carcelero / constante y a paredón, / y a precipicio en acecho, / alto, alegre, libre soy. / Alto, alegre, libre, libre, / sólo por amor. ¿Qué pensaba en esos tres días de huida? No, no hay cárcel para el hombre. / No podrán atarme. No. / Este mundo de cadenas / me es pequeño y exterior. “–¡Y lo logré!”, anuncia, y recobra la sonrisa–. Libre soy, siénteme libre. / Sólo por amor. ¿Cómo no interesarse por la poesía?, se preguntan entonces su esposa y sus dos hijos.

Ha pasado casi un mes desde su proeza. A Óscar Tulio Lizcano todavía se le ve débil del cuerpo aunque blindado de espíritu. En un estado comparable al que Miguel Hernández describió en El herido: Para la libertad sangro, lucho, pervivo. / Para la libertad, mis ojos y mis manos, / como un árbol carnal, generoso y cautivo, doy a los cirujanos /. (...) Retoñarán aladas de savia sin otoño, / reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida. / Porque soy como el árbol talado, / que retoño: porque aún tengo la vida.

* Este texto fue originalmente publicado en la revista Cromos y ganó en 2009, en España, el Premio Iberoamericano de Periodismo Literario Miguel Hernández.

Por Nelson Fredy Padilla * / @NelsonFredyPadi o npadilla@elespectador.com

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Berta(2263)28 de enero de 2021 - 04:57 p. m.
El secuestro es un crimen de lesa humanidad. Ni perdón ni olvido para los cabecillas de las FARC, del ELN, paras, y para todos los actores de la guerra. El reo de las 1500 ha, 200 baldíos de la nación, tiene muchas respuestas que dar sobre su posible participación en la guerra y en el genocidio colombiano. Y decir esto no me hace enemiga de la Paz.
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