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Sin pueblo y sin tierra

La historia de los 400 desplazados del corregimiento de Las Palmas, en el departamento de Bolívar, que viven hace más de 10 años en Bogotá huyendo de la violencia. Ahora luchan por su reparación colectiva.

Viviana Londoño Calle
21 de mayo de 2011 - 09:00 p. m.

Todavía usan el sombrero vueltiao y ese ritmo en el acento que no se les borra de las palabras los delata: son palmeros, nacieron en los Montes de María y crecieron sembrando yuca, tabaco y ñame. Crecieron en el corregimiento de Las Palmas, a 15 kilómetros de San Jacinto, jugando fútbol bajo la lluvia del Caribe, cogiendo mangos en los árboles y escuchando gaitas y tambores.

Viven en la localidad de Suba, en Bogotá. Son cerca de 400 y algunos ya cumplen más de 15 años desde que salieron por primera vez del pueblo. A simple vista es fácil confundirse con esa alegría permanente que también se trajeron de Bolívar, porque, aunque los palmeros forman parte de la larga lista de desplazados que el conflicto ha elegido en Colombia, desde el principio se negaron a cargar con el peso de la lástima y la compasión. Era la única manera de que no les robaran también las ganas de luchar y los sueños.

A Bogotá llegaron huyendo con la impotencia de tener que dejar atrás la tierra a cambio de la vida. Su llegada fue silenciosa y digna. El éxodo empezó desde 1997 y se extendió hasta 1999, cuando los paramilitares del bloque Héroes de los Montes de María obligaron a 200 palmeros a marcharse. Algunos se quedaron en San Jacinto, otros se fueron a Cartagena y Barranquilla, y la mayoría de ellos llegaron a Suba, en Bogotá, buscando a Luis Gilberto Caro.

Lucho, como le dicen todos, fue el primer palmero en llegar a Suba en 1990. Salió de Las Palmas cuando las cosas todavía no se habían puesto oscuras, pero ya se olían los malos tiempos. Primero fue mesero y después abrió un negocio de comidas rápidas, el mismo que se convertiría en la escuela de todos los palmeros que iban llegando a Bogotá sin experiencia ni recomendaciones laborales. No es coincidencia que hoy la mayoría trabaje en restaurantes.

Nunca asumieron  el rol del desplazado tradicional, desde el principio se blindaron contra estereotipos. A los palmeros les arrebataron la tierra, pero no pudieron con su memoria, con la camaradería y la amistad que se habían tejido durante años. Ni siquiera dejan de bailar en los fandangos para celebrar el Día de Santa Lucía, cada 13 de diciembre.

“Hemos logrado salir adelante por las costumbres que nos dejaron nuestros antepasados”, dice Lucho y lo corrobora contando que en el año 2000 llegaron a juntarse 42 palmeros en la misma casa. En Semana Santa, muchos viajan al pueblo para encontrarse de nuevo y celebrar como cada año, es la tradición. Desde que salieron del pueblo nada ha sido fácil, pero siempre se han mantenido unidos.

“Le digo que los palmeros nos damos el lujo de decir que nunca hemos salido a la calle en ninguna parte de Colombia, con un letrero que diga ‘soy desplazado’”. No miente. Sin embargo, eso no significa que hoy, más de 11 años después del desplazamiento, el Estado no les deba una reparación. A veces se preguntan si es necesario revestirse de víctimas y salir a mendigar con cabeza baja para que sean candidatos a las ayudas.

Los primeros años del desplazamiento, muchos de los palmeros de Suba ni siquiera habían escuchado hablar de Justicia y Paz. Sólo hasta 2008 se organizaron para  formar parte del proceso con el apoyo del Centro de Atención a Víctimas de Violencia y Graves Violaciones a Derechos Humanos, de la Secretaría de Gobierno Distrital. Fundaron la Asociación Integral de las Palmas (Asipalmas) y ellos mismos buscaron a la Fiscalía. De los programas de Acción Social, nunca han recibido ningún apoyo.

En septiembre de 2010, cuando se cumplían 11 años de la tragedia, hicieron una marcha pacífica en Suba y entregaron los formularios a la Fiscalía para registrarse en el proceso. Tal vez sólo hasta entonces los vecinos se dieron cuenta de que en la localidad vivían 400 desplazados.

Su lucha continuó hasta finales de abril, cuando 140 palmeros declararon ante la Fiscalía los recuerdos de su desarraigo. Su intención es clara, buscan que su historia no quede en el olvido, que haya justicia por lo que ocurrió y una reparación colectiva, que no significa otra cosa que la reconstrucción del pueblo que dejaron y al que hoy se niegan a volver solos por los caminos de la memoria.

La historia del éxodo

Los reconocieron por la mirada inmune, por la risa descarada. Eran 17, venían armados y ese 28 de septiembre de 1999 llegaron a quedarse con el pueblo. Los reconocieron porque desde hacía dos años se movilizaban por la región. Eran las 11:30 a.m. cuando los citaron a todos, incluidos los más pequeños en la plaza.

Margarita Presto, La Presto de la tienda de la esquina, la que vendía la cerveza y a la que los muchachos le robaban las gallinas para pagárselas al otro día, sí que sabía quiénes eran. A la tienda ya habían llegado en otras ocasiones a intimidarla, a robarse lo que tenía, a acusarla por lo mismo de siempre, por venderles a los guerrilleros.

Ese día, en la plaza, un tiro en la cabeza fue suficiente para terminar con la vida de los campesinos Tomás Bustillo y Rafael Sierra, así como la de Celestino de Ávila y la de su madre Emma Caro, quien en el intento de salvarlo terminó acompañándolo en la muerte.

Desde 1985 los vientos que llegaban a la serranía empezaron a traer malos augurios. Dicen que primero vino el Epl a reclutar a sus jóvenes. Después el frente 37 de las Farc. En 1994, llegaría un grupo de paramilitares, conocidos por los lugareños como ‘Los Mochacabezas’. Y entonces en el pueblo, en el que dicen que la gente se moría de vieja, los asesinatos empezaron a ser comunes.

Los palmeros, acostumbrados a la vida tranquila, a las riñas pasajeras que se arreglaban con un apretón de manos, no pudieron quedarse después del 28 de septiembre de 1999. El mensaje era claro: de quedarse en el pueblo, todos correrían con la misma suerte. Al otro día, con el miedo pegado a los huesos, salieron caminando hacia San Jacinto.

Su único pecado fue nacer y crecer en un punto estratégico para hacer conexiones de narcotráfico en la zona. Eran un estorbo para que los grupos armados se apoderaran de ese corredor vial.

Los resistentes

Los niños que viven en Las Palmas no conocen el helado. Si no fuera por los recuerdos de los que hablan de un pasado diferente, creerían que el pueblo siempre fue así: desolado, polvoriento, sin luz eléctrica, sin médico y sin cura. Creerían que las más de 500 casas que hoy son devoradas por las ramas y las raíces de los árboles siempre estuvieron abandonadas.

Apenas viven hoy 60 familias que se debaten entre el olvido estatal y la nostalgia. Resistieron, porque no había otro lugar a donde pudieran llegar. Muchas volvieron prefiriendo morir en Las Palmas, que a cuenta del hambre en los pueblos de la costa. Otros, como Rafael Fontalvo, a quien todos le dicen El Caspa, nunca se fueron. Los resistentes viven en una sombra de Las Palmas, apenas en un trazo del pueblo que llegó a tener ocho barrios y cerca de 4 mil habitantes.

Hace años que el corregimiento no tiene luz eléctrica y el camino de acceso a éste sigue en condiciones lamentables. Las ayudas son pocas y, como una paradoja, hoy tienen la protección del Ejército que nunca recibieron antes.

Los de Suba siempre quisieron regresar. No era fácil abrirse camino en la ciudad, mientras las frutas se caían de los árboles en Las Palmas sin nadie que las recogiera. En 2004 intentaron organizarse y retornar por sus propios medios pero, antes de lograrlo el asesinato de dos lugareños fue el mensaje para entender que todavía no les devolverían su tierra.

Hoy muchos confiesan que no saben si quieren regresar. “No tenemos las garantías, en Las Palmas uno no se puede enfermar porque ni siquiera hay un centro médico”, dice Ricardo Reyes, uno de los líderes de la comunidad que viaja constantemente a Las Palmas para mantener la comunicación con los que permanecen allí. En lo que todos coinciden es en su interés porque el pueblo sea reconstruido y el Estado les brinde las garantías necesarias para  el retorno.

Por ahora, los palmeros de Bogotá se resisten al olvido. Siguen recordando el sonido de los morrocoyos y el aire húmedo, pero tranquilo de la serranía. Tampoco dejan atrás los dichos que aprendieron en el pueblo ni los sabores que preparaban las matronas mientras se abanicaban contra el calor y sazonaban una buena gallina campesina.

Esperan que al dar testimonio de sus dolores, que no desaparecen después de 11 años, por fin se haga justicia. Un día antes de que  fueran a declarar  se enteraron de que Juan Manuel Borré Barreto, uno de los paramilitares más implicados en la masacre y el  desplazamiento se fugó de la cárcel por segunda vez, todavía se desconoce su paradero.

Sueñan con que sus hijos puedan recorrer las calles de un pueblo que estuvo a punto de ser derrotado, pero que una comunidad mantuvo con vida desde la distancia.

Se dice que el conflicto en Colombia deja hoy más de 1.200 comunidades afectadas por el desplazamiento. La de Las Palmas es apenas una de esas historias.

Centro de Atención de Víctimas

Desde 2008 el Centro de Atención a Víctimas de la Violencia y Graves Violaciones de los Derechos Humanos (Cavidh), adscrito a la Secretaría de Gobierno, que hoy cuenta con 14 sedes en Bogotá, acompaña a la comunidad de Las Palmas, residente en Suba, con apoyo psicosocial y jurídico.

Para Álvaro Córdoba, gerente del centro, “la idea es que con un trabajo de recuperación integral los desplazados abandonen la condición de victimización sin renunciar a la lucha por la justicia”.

Desde su creación en 2008, el centro ha atendido 1.274 víctimas en el marco de la Ley de Justicia y Paz. La secretaria de Gobierno, Olga Lucía Velásquez, agregó que a través de Cavidh se busca que los desplazados de Las Palmas accedan a la salud y a la educación. “Es indispensable asegurar para los desplazados que llegan a Bogotá todas las condiciones de habitabilidad que les permitan retomar sus vidas”.

El fantasma de Borré Barreto

El 28 de abril, cuando preparaban los documentos para entregar al día siguiente a la Fiscalía, los palmeros recibieron una mala noticia: Juan Manuel Borré Barreto, exmiembro de las Auc, quien en el proceso de Justicia y Paz confesó su participación en el desplazamiento de Las Palmas y varios asesinatos, se había fugado por segunda vez de la cárcel . Su  nuevo escape se dio durante una exhumación en el municipio de El Guamo, Bolívar, a la que se le permitió asistir aun sabiendo que su primera fuga lo excluía de los beneficios de Justicia y Paz. El fiscal 11 Fare Armando Arregoces, justificó el hecho debido a que después de su primer escape el hombre habría manifestado buenas intenciones. “Confiamos en su buena fe”. Hoy sigue prófugo y al hecho se suma que después de cinco años de Justicia y Paz, no se ha hecho ninguna condena en firme.

Desconocidos en Acción Social

Aunque la Agencia Presidencial para la Acción Social ha adelantado algunos programas en los Montes de María y en el corregimiento de Las Palmas, como adecuación en las carreteras y planes de retorno, Diego Molano consejero de Acción Social, le dijo a El Espectador reconoció que no tiene conocimiento de los 400 palmeros que viven en Bogotá.

Por otro lado, la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación pudo constatar que hoy, a pesar de que el programa contempla una medida de reparación para la población en situación de desplazamiento, de cerca de 800 personas desplazadas de Las Palmas, sólo 31 tienen registro en lista de espera para recibir la reparación administrativa.

Sin embargo, Molano señala que tienen un registro de 398 desplazados y que en Las Palmas se adelantan procesos de seguridad alimentaria, y se brinda apoyo a todos los que quieran retornar.

“Por ahora hay que esperar que salga la Ley de Víctimas. Si es aprobada, sería para la reparación efectiva de todas las víctimas”, agrega el funcionario Molano.

 

 

Por Viviana Londoño Calle

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