Publicidad

En Berlín, esperando la final

El tamaño de la derrota es siempre un poco más grande que la medida de la victoria. Es decir: la alegría de ganar 7-1 nunca es tan grande como la tristeza de perder 1-7. Para Brasil esta catástrofe deportiva durará años y decenios como una herida en la autoestima del país.

Héctor Abad Faciolince
13 de julio de 2014 - 02:00 a. m.
Desde Alemania, varios hinchas se reunirán a ver la gran final frente a Argentina en pantallas gigantes.  / EFE
Desde Alemania, varios hinchas se reunirán a ver la gran final frente a Argentina en pantallas gigantes. / EFE

 Para Alemania, una nación que se ha reconstruido sobre la culpa, y sobre la reflexión por las derrotas merecidas e históricas, la tentación de la arrogancia, por fortuna, está muy lejos de su manera de ser. Para decirlo en puro colombiano: ellos no van a chicanear con ese triunfo, como nosotros con el 5-0 a Argentina, que nos ha hecho sacar pecho durante decenios, quizás precisamente porque en nuestra memoria colectiva hay más derrotas que triunfos deportivos.

El mismo día de la victoria de Alemania contra Brasil, hace unos días, los berlineses celebraron alegres, pero no demasiado, casi con compasión y pesar por el equipo anfitrión y sobre todo por el pueblo brasileño, que los había acogido con tanta hospitalidad. El mismo Hummels, defensa central de Alemania, lo dijo: en el descanso el técnico, Löw (León), les recomendó que no exageraran más, que no humillaran a sus adversarios, que estaban sufriendo un ataque de pánico, un incomprensible derrumbe psicológico, y estaban extraviados y ausentes en la cancha. Yo creo incluso que les permitieron, apenas con disimulo, hacer el gol de la honrilla.

Alemania es un país que ha aprendido, a los golpes, a desconfiar profundamente del nacionalismo, del patriotismo desmedido. Nunca ningún pueblo fue tan nacionalista, y por eso mismo ellos saben el veneno maligno que se esconde en este sentimiento, que sin duda puede crear una gran unidad, pero esa unidad se puede usar de una forma salvaje, arrolladora, dañina. Mientras en Colombia se discute, en estos mismos días, si se debe multar a los ciudadanos que no izan la bandera tricolor, como obliga el Código de Policía, o solamente educarlos para que la icen, en Alemania la discusión es exactamente la contraria: muchos piensan que debería prohibirse el uso de la bandera, salvo en unos pocos actos y edificios públicos. A la mayoría de los alemanes les molesta que durante el Mundial de Fútbol reaparezcan esos oscuros impulsos sectarios envueltos en colores que indican algo que puede llegar a ser muy feo: nosotros contra los otros. Nosotros los buenos, contra ellos los malos. Del himno alemán, cuya música está tomada de una hermosa melodía de Haydn, hace mucho que se suprimió oficialmente la estrofa que decía “Deutschland, Deutschland über alles” (“Alemania, Alemania sobre todas las cosas”) y sólo se canta la tercera estrofa de la letra de Hoffman, que empieza con palabras mucho más sensatas y aceptables: “Einigkeit und Recht und Freiheit”, es decir, “Unidad y Justicia y Libertad”. En vez de Unidad yo habría puesto Igualdad, como los franceses, pero en fin, ya eso es mucho pedir.

Lo bonito de haber vivido este Mundial en Berlín, para mí, es que la felicidad por ver ganar al equipo alemán, tantas veces, no se traduce aquí en un nacionalismo vulgar, pedestre, chovinista. Les interesa más que el equipo juegue correctamente, y de hecho la alemana es quizá la selección menos sucia y más caballerosa de este Mundial. Para calmarse, practican yoga en los días de descanso. Les interesa que Miroslav Klose (un jugador y un caballero de 36 años, que nació en Polonia y aprendió alemán a los 8 años) marque goles para convertirse en el mayor goleador de la Copa Mundo, cosa que acaba de suceder en el partido contra Brasil, y que todo el país quiera y respete a grandes jugadores de distinto origen étnico: los padres de Jérôme Boateng son nativos de Ghana, y de hecho su hermano, Kevin, —curiosamente— es jugador de la selección ghanesa y no de la alemana; el padre de Khedira es tunecino, y su madre alemana; Özil es turco-germano de tercera generación, y Mustafi de familia albanesa y de religión musulmana. Si la familia Le Pen, en Francia, sufre por lo poco blanca y gala que es la selección francesa, no hay en Alemania un fenómeno análogo. Por supuesto que también hay racismo en Alemania, pero si un líder político se atreviera a expresarse contra una selección multiétnica, éste sería relegado al basurero intelectual de lo más despreciable e inaceptable.

Es bonito, en los barrios de Kreuzberg o de Neuköln en Berlín, que son muy variados étnicamente, de verdad multiculturales, notar los distintos orígenes alemanes que allí gozan, gritan y se regocijan con los triunfos de Alemania: mujeres veladas de Turquía, hombres con túnica africana, polacos, eslavos, y por supuesto teutones por los cuatro costados. En Colombia, por la fortuna del antiguo mestizaje, es muy normal que celebremos mestizos, blancos, negros e indios. En la vieja y blanca Europa este fenómeno es más reciente.

Es inevitable que el fútbol despierte pasiones políticas y nacionales. Para Santos fue una bendición —en las pasadas elecciones— el triunfo inicial de la selección Colombia en su debut en el Mundial. Para Dilma la derrota de Brasil es un traspié que pone incluso en entredicho su reelección, y para CFK (como conocen en Argentina a Cristina Fernández de Kirchner) la clasificación argentina a la final del torneo es una especie de respiración boca a boca para el mal aliento a corrupción que despide su ya muy largo gobierno peronista. Así los puristas no quieran mezclar el deporte con la situación política de los países, éste siempre ha sido usado (tanto por dictadores como por gobiernos democráticos) como una forma de ganar consenso social, o de hacer olvidar los sinsabores y angustias de la situación social.

Los cosmopolitas berlineses, gente de muchos orígenes nacionales, y venidos de muy distintas partes de Alemania también, esperan con emoción, pero tranquilos y alegres, este domingo de definición. Hacen chistes sobre los dos papas, uno argentino y otro alemán, y sobre los rezos que mejor entenderá el Señor (¿en latín, en castellano, en alemán?). La ciudad toda está llena de pantallas gigantes, y niños, viejos y jóvenes se preparan para ver el partido con tanta ansiedad como en cualquier otro país. Las previsiones meteorológicas son buenas y todos estaremos en la calle, al suave sol veraniego de las nueve de la noche, con una buena cerveza helada en la mano y las burbujas picando en la garganta.

No hay lugar común más tonto que pensar que Alemania y los alemanes no son más que máquinas racionales que funcionan como un mecanismo de relojería, carentes de emociones y fríos como el hielo recién sacado de la nevera. Por supuesto que aquí se controlan más las emociones, y no se brinca, baila y grita tanto como en Colombia. Si juegan bien pueden ser implacables e impecables, como lo fueron en el primer tiempo con Brasil. Pero no tienen que poner ley seca para que no se maten entre ellos con cualquier pretexto (el triunfo o la derrota), lo cual no quiere decir que no sientan, gocen y sufran como cualquier ser humano de otro país. La emoción la manifiestan a su manera, recatada y profunda. Una manera discreta, sin chovinismo: los alemanes, por fortuna para el mundo, ya están curados del terrible espanto de creerse superiores o mejores que los demás. Lo aprendieron perdiendo, y no sólo en el fútbol, sino en dos guerras mundiales desastrosas que les enseñaron a no confiar nunca más en esa insensatez que es la arrogancia por el pueblo, la raza o la nacionalidad. Si Alemania gana, será por la disciplina, el trabajo y el esfuerzo, nada más. No porque sean superiores a nadie, en los genes, en el origen o en el color. Nunca antes mejor dicho, para esta final: que gane el mejor, es decir, simplemente, el que mejor juegue hoy.

Por Héctor Abad Faciolince

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar