Carlos Alberto Ramírez, el pequeño mago que no tiene trucos

Por su capacidad para remontar con gran rapidez, lo que le valió un bronce en Río 2016, se ganó en el mundo deportivo el apodo del “Pequeño Mago”. Los próximos Olímpicos en Tokio son su sueño.

María Paula Rubiano
17 de diciembre de 2016 - 06:39 p. m.
El bicicrosista Carlos Alberto Ramírez fue uno de los premiados por El Espectador y Movistar. / Mauricio Alvarado
El bicicrosista Carlos Alberto Ramírez fue uno de los premiados por El Espectador y Movistar. / Mauricio Alvarado
Foto: MAURICIO ALVARADO

En la carrera más importante que hasta entonces había corrido en su vida, Carlos Ramírez iba de séptimo en la última curva. Antes de salir, solo pensó: “Ya estamos aquí, he trabajado mucho para esto y sé que puedo hacerlo. Gocémonos el momento”. De repente, faltando segundos para el final, hizo un giro para cerrarse en la recta y empezó a acelerar a fondo para llegar a la meta. Pasaron tres minutos de agonía pura antes de que el photo finish lo convirtiera en el ganador de la medalla de bronce en BMX de los Juegos Olímpicos de Río 2016.

Lo que siguió, sus lágrimas y su cuerpo de 1,78 m de altura, arrodillado y besando la bandera tricolor, lo vieron todos los que seguían los Olímpicos desde sus pantallas. Luego vino el momento que aún hoy le eriza el cuerpo: “Fue impresionante cuando todos los colombianos presentes empezaron a cantar el himno a capella. Fue una locura. Nunca imaginé que pasaría, me sentí en casa. Sólo de pensarlo uno vuelve a sentir los pelos de punta. Un sentimiento encontrado de alegría, de nostalgia, de todo revuelto”, recuerda Ramírez.

Por su capacidad para remontar a sus integrantes —en Río, en cuestión de segundos, pasó del séptimo al tercer lugar— le dicen el “Pequeño mago”. Pero lo que hace, de magia tiene poco. Lo suyo es una disciplina que lleva 16 de sus 21 años de vida formando a punta de pedal. A los 5 años, cuando pasaba frente a la pista de BMX Antonio Roldán, en el barrio Belén de Medellín, siempre escuchaba y veía a los deportistas que allí se reunían. En esa época, finales de los años noventa, el BMX era un “tierrero en el que la gente iba a jugar”, dice Ramírez. Pero a él se le convirtió en una suerte de meditación en movimiento.

“A mí me encanta estar montado en una bicicleta. Siento que me salgo del mundo, de los problemas cotidianos, de todos los pensamientos, me relaja cuando estoy bravo, cuando estoy con problemas. Es como si sólo existiéramos los que estamos en la pista, la bicicleta y yo. Como si allá empezara y se acabara el mundo”, cuenta. Fue en 2002, cuando tenía 8 años, cuando consiguió su primer oro a nivel mundial, también en Brasil. En ese momento, lo que era un hobby que alternaba con el fútbol y la natación, se le convirtió en el centro de la vida.

Las jornadas escolares le seguían entrenamientos durante tardes enteras. Los viajes a campeonatos internacionales, en un principio financiados por sus papás, interrumpían la vida académica. Pero él insistió. Su adolescencia estuvo lejos de las fiestas de alguien de su edad. No le importaba. A medida que crecía se iba haciendo evidente que tenía talento.

Sus padres, una paisa y un médico barranquillero, si bien lo apoyaron desde el principio, esperaban que su carrera deportiva culminara en 2012, fecha en que se graduaría del colegio Cumbres, en Medellín, y participaría en el Campeonato Mundial de Birmingham (Inglaterra). Pero Carlos Ramírez ganó por primera vez en la historia del BMX colombiano el oro en la categoría Junior Rin 20. Ese año, además, Mariana Pajón y Carlos Oquendo ponían a Colombia en el podium olímpico de este deporte. Los planes cambiaron. Ser médico de repente pareció descabellado al lado de la posibilidad de meterse en la delegación colombiana para los Olímpicos de Río 2016.

Durante dos años, entre 2011 y 2013, se preparó en Suiza, en el centro de alto rendimiento para deportistas. Su estadía allí le dejó buenos resultados: Copa Mundo en 2012, y bronce en 2014 en esa misma competencia. Pero luego, en 2015, tuvo el primer año “malo” de su carrera: “A pesar de que me sentía en mi mejor momento —rápido, técnico, explosivo— no se me daba nada. Me lesioné el tobillo, aunque no influyó; tuve varias caídas, incluso en los Panamericanos de Toronto me descalificaron”, relata. Pero prefiere cambiar rápidamente el tema. Todo en él es rápido, explosivo, espontáneo. Está lleno de una energía que no admite la derrota.

Por eso, en 2016, llegó con otra mentalidad. Y dos meses antes de que empezaran los Olímpicos en Brasil le avisaron que era uno de los colombianos que representarían a Colombia en ese país. No entendió la magnitud de lo que estaba vivienda hasta que piso por primera vez la Villa Olímpica con sus dos bicicletas de 800 centímetros cúbicos. “Cuando vi a todas las delegaciones, a los deportistas y la entrada a la Villa supe que este era un sueño hecho realidad. Encontrarme con el evento deportivo más grande del mundo fue de verdad una cosa de locos”, dice. De hecho, en los Olímpicos conoció a quien es hoy su pareja sentimental: la también antioqueña Estefanía Álvarez, la primera colombiana en participar como nadadora sincronizada en la categoría de dueto en unos Olímpicos.

“Definitivamente, lo que pasó en Río me mostró que los años pares son lo mío”, dice entre risas. Por eso, además de la disciplina, tiene la fe en que Tokio 2020 será su año para hacerse con el máximo galardón al que un deportista puede aspirar. Si llega a ganarse ese oro, lo guardará en una caja similar a la que acoge su bronce olímpico. Admite que no la saca mucho, pues tiene miedo de que, en un descuido, se le pierda.

En las paredes de su cuarto en La Estrella (Antioquia) tiene el resto de sus triunfos. “Es bonito poder admirar esos recuerdos en mi pieza, ver ese pedazo de historia deportiva que he hecho, tratando de dejar un legado para quienes vienen atrás de que los sueños sí se pueden hacer realidad”.

Por María Paula Rubiano

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