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El ganador silencioso

Óscar Muñoz ganó la medalla de bronce en los Olímpicos de Londres, en la categoría de los 58 kilogramos. La historia comenzó hace 10 años en un colegio de Valledupar. Un niño callado que quería ser peleador.

Diego Alarcón Rozo
16 de diciembre de 2012 - 11:44 p. m.
El ganador silencioso

Lo primero es ser positivo: “Si entras a la pelea pensando que te pueden causar daño —dice Óscar Muñoz—, estás acabado”. En adelante depende de cada pelador en qué pensar. Pueden observar a su contrincante y creer que ellos son más fuertes, que si el otro es más alto entonces sería indicado golpearlo al frente, que es bueno con las piernas, pero los brazos son su punto débil. Pueden analizar incluso que son luchadores regulares, que una patada en el lugar indicado acabará el combate de una buena vez y hasta que quisieran darle una lección a ese peleadorcito que con tanta arrogancia anda entre los camerinos.

Pueden pensar todo, si quieren en insultos, pero no pueden decir nada. En el taekwondo se entrena mucho, se dan y se reciben golpes, se pierde y se gana, pero todo es en silencio. Al rival sólo se le saluda, se le respeta y se le golpea, nada más. ¿Hablar? Si quieren podrían esperar a que se acabe el combate para felicitar o ser felicitados. Si quieren conversar más largo quizá se pongan una cita en la cafetería. Al frente del juez, sólo acciones. Ni siquiera los entrenadores pueden hablar. Óscar Muñoz sólo recibe indicaciones en los descansos de las peleas y su entrenador, Álvaro Vidal, puede hablarle al árbitro sólo cuando el combate está parado, como sucedió en Londres este año.

El tailandés Pen-Ek Karaket rompió el silencio para celebrar que acababa de conectar una patada en la cabeza del colombiano en el último segundo del combate. Óscar Muñoz decía a su entrenador que el pie no lo había tocado y Álvaro Vidal pedía al juez que revisara el video. Luego regresó el silencio, mientras en el monitor se veía que Muñoz estaba en lo cierto, y se volvió a romper cuando gritaron y se abrazaron para festejar la medalla de bronce. Por lo general la victoria viene acompañada de ruido, ese sonido característico del festejo.

La idea de no hablar parece agradarle a Muñoz, un joven de pocas palabras y patadas fuertes. Tiene 1,78 metros de estatura y la flexibilidad suficiente para pasar su pie por encima de la cabeza de una persona como él, sin siquiera rozarla. También podría pasarlo justo enfrente de la nariz y entonces esa persona podría sentir el “fresco” que él sintió cuando la patada de Karaket estuvo apenas milímetros al frente, esa noche de Londres en la que —dice— Dios lo rodeó. El pequeño viento que pasó por su rostro era el anuncio de la quinta medalla que un deportista colombiano conseguía en los Olímpicos de 2012.

Las pocas palabras de Óscar Muñoz no alcanzan para explicar lo que pasó esa noche. No puede afirmar que vio venir la patada desde el suelo, sólo que corrió la cabeza para atrás porque así tenía que ser, porque él debía ganar. Fue un reflejo primario que le quitó tres puntos a su rival y la ilusión, de paso.

Él tiene que estar pendiente de los movimientos de su contrincante, a veces lo mira a los ojos, a veces a las piernas y a veces a un punto medio que le dé margen para reaccionar a cualquier ataque. Patada con patada se responde, el rival la lanza y él da un paso para atrás y desenfunda su pie para contraatacar.

Así ha pasado los días desde los nueve años, cuando en el colegio Francisco Molina Sánchez de Valledupar se matriculó en las clases de taekwondo bajo órdenes de la profesora Irma Gómez. Allí aprendió a golpear y a defenderse, a imitar al Jean Claude Van Damme que veía en las películas. Del ombligo para arriba todo podía ser golpeado, con el puño cerrado, el empeine y la planta del pie. Con el talón igual, girando el cuerpo con un movimiento que se llama Mon Dollyo, como Van Damme en Deporte sangriento.

Óscar Muñoz ha sido golpeado, claro, aunque por lo general él siempre ha sido el verdugo de los otros. Sólo una vez lo conectaron con el empeine entre la nuca y el costado lateral del cuello. Sólo esa vez lo han tumbado al suelo y aunque se levantó al instante, el golpe todavía lo recuerda como si lo hubiera recibido hace un momento y pone su mano como para calmar el dolor. “He perdido, pero nunca he perdido feo”. Aquí feo significa paliza.

En cambio, no tiene claro cuántas veces él ha hecho caer a los otros, porque han sido varias, aunque el taekwondo no es como el boxeo, el K1 o el ‘ultimate fighting’, aquí no es necesario dejar al contendor moribundo para tener una excelente pelea: “un buen golpe no necesariamente tiene que ser fuerte”.

Hay veces en las que él se enfurece y grita o grita para darse ánimo o al conectar un golpe. Las reglas sí lo dejan gritar, no pronuncia ninguna palabra, simplemente grita y sigue peleando. Después, cuando todo termina, él regresa a su silencio habitual.

Por Diego Alarcón Rozo

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