La vida de “El Pecoso” Castro en el fútbol

Es el mayor de una familia de siete hermanos a quienes sacó adelante trabajando como mecánico. Fue futbolista profesional 17 años y lleva 31 como DT. Sus seis hijos y ocho nietos son su debilidad.

Luís Guillermo Montenegro
15 de abril de 2019 - 10:15 p. m.
Fernando “El Pecoso” Castro, técnico del América de Cali. / Luis Benavides
Fernando “El Pecoso” Castro, técnico del América de Cali. / Luis Benavides
Foto: LABP

Con siete años, Fernando Castro comenzó la primaria. Antes de saber leer, escribir, restar, multiplicar y dividir, en la vida aprendió a jugar fútbol. Se la pasaba en el patio de su casa con su hermano Agustín Eduardo, 14 meses menor, pateando una pelota de caucho vino tinto, de esas de letras y números. En su morral no podía faltar esa misma pelota, que servía para jugar en los recreos con sus compañeros de clases. Los fines de semana su plan predilecto era salir a jugar al frente de su casa con quien estuviera por ahí. “Mi vida ha sido dedicada un mil por ciento al fútbol. Nadie me enseñó a querer esto, simplemente era una pasión que venía dentro de mí”, le cuenta a El Espectador el que este lunes 15 de abrirl de 2019 dejó de ser el técnico del América de Cali. De sus 69 años, lleva 64 inmerso en el mundo de este deporte.

“Una de las navidades que más recuerdo fue cuando el niño Dios nos trajo un balón de fútbol de regalo. Al otro día, salimos muy temprano a jugar con mi hermano a la calle. Justo en el instante en que nos hacíamos pases, un señor, que era dueño de un equipo de fútbol llamado Casa Mata FC, nos vio. Se quedó un buen rato impresionado porque los dos éramos zurdos y teníamos muy buen control de balón. Se acercó a mí, que era el mayor, y me dijo que nos invitaba a un entrenamiento con su escuela. Nos aceptaron y ahí comenzamos a jugar en quinta categoría.

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Luego pasé a un equipo que se llamaba América. Estuve un año ahí, sin mi hermano, que se fue a otro lado. De ahí nos pasamos a vivir a un barrio nuevo, Fátima, en donde yo entré a jugar con el Atlético Botachín. Allí gané todo, comencé por cuarta, pasé a tercera, segunda y primera categoría. Todos los años salí campeón. Fue justo en un preliminar de un partido del Caldas, cuando disputamos la final del campeonato ante Trasmisora. En medio del juego vi que un señor en la tribuna señalaba para la cancha. En un saque de banda me acerqué lo más que pude y me di cuenta de que ese hombre era el técnico del Caldas.

Era 1971, en ese momento yo ya trabajaba en la Central Hidroeléctrica de Caldas. Al día siguiente del partido, entró una llamada a la empresa, contestó el celador y me dijo que estaba preguntando por mí un señor con un acento todo raro. Cogí el teléfono y quien hablaba era don Rodolfo Muñiz, dueño del Caldas. Me dijo que pasara por su casa porque necesitaba hablar conmigo. Cuando terminé mi trabajo, cogí un bus hacia su casa, que ya sabía en dónde era. Él mismo me abrió la puerta y casi de inmediato me dijo que me necesitaba para que comenzara a entrenar con su equipo. Yo le dije que justo estaba por cumplir el tiempo suficiente para poder pedir vacaciones en mi trabajo, así que lo haría.

Pasé la carta de las vacaciones un martes y el viernes me la aprobaron. Así que el lunes me fui a entrenar, pero no llegó nadie del equipo. Volví el martes y ahí sí me pude cruzar con todos los jugadores y el técnico. Ese día entrené un poco, el miércoles también. Sin esperármelo, el técnico me llamó a un costado de la cancha y me dijo: ‘Mañana usted va de titular para el partido ante el Tolima’. Yo quedé aterrado. Sentí nervios, emoción, ganas de llorar. Ganamos ese partido con dos goles míos y al otro día cerca a mi casa había una algarabía terrible porque la gente que me conocía estaba feliz. ‘¿Qué es lo que pasó, estaba peleando o qué?’, preguntó mi mamá cuando entré a la casa. Yo no le había dicho nada a nadie de mi familia. Antes de salir al partido sólo había sacado un maletín con mis guayitos y mis cosas, pero ni una sola palabra a nadie. Les expliqué: ‘Lo que pasó es que me invitaron a jugar con el Caldas, yo debuté y ganamos 2-0’. Eso fue una algarabía en la casa. Fui el ídolo de mi familia por llegar al fútbol profesional.

En el segundo partido fui a Santa Marta. Allá perdimos 2-1, pero el gol lo hice yo. El balance era impresionante: dos partidos y tres goles. En el tercer juego ya no hice gol. Al año siguiente, en 1972, venden a Pelé González a Millonarios. El paraguayo Ángel Chaves me dijo que iba a tener que jugar ahora como lateral izquierdo. ‘Ahí vas a estar toda la vida. Sos zurdo y vas a ser un gran marcador’, me dijo. Acepté y ahí me quedé. En el Caldas jugué hasta el 74 porque me prestaron al Quindío, en donde estuve los años 75 y 76.

En uno de mis últimos juegos con el Quindío fue a verme don Alex Gorayeb. Antes del partido me dijo que iba a ir a Manizales para negociar con el Caldas por mi pase. Yo le decía: ‘Qué va, don Alex, usted me está diciendo esto es porque quiere que en los partidos contra el Cali yo deje pasar al Ñato Suárez. No, no, no’. Él me confirmó que era en serio, que me quería en el Cali. Y allá terminé, en un club que se metió en mi corazón y en el que jugué mi mejor fútbol. Tuve un nivel tan alto que hasta me gané el derecho a ser convocado a la selección de Colombia. Luego pasé a Santa Fe. Jugué en 1982 y finalmente regresé a Manizales para retirarme en el 84 con el Once Caldas.

***

Cuando yo tenía nueve años mi padre se fue de la casa; nos abandonó por completo. Yo era el mayor de siete hermanos y sentía que tenía que ser la cabeza del hogar. Pero estaba pequeño; no era mucho lo que podía hacer, por más de que soñaba con ser futbolista y poder echarme al hombro las cosas de la casa. En un principio los hermanos de mi mamá nos acogieron y fuimos a vivir a la casa de la abuela. Mi mamá trabajaba lavando ropa en las casas, mientras que mis hermanos y yo estudiábamos en el colegio Camilo Torres.

Pasaron casi ocho años para que mi papá regresara. Yo, sin odio ni remordimiento, lo único que le digo es que necesito que me ayude a conseguir un trabajo porque no quiero ver sufriendo más a mi mamá. A ella le tocaba muy duro y no hay nada más frustrante para uno como hijo que ver a una madre mal. Mi padre me ayuda y con sus contactos va a hablar con Elías Arango Escobar, gerente de la Central Hidroeléctrica de Caldas. Me ofrecen trabajo y no lo dudo.

Acababa de cumplir 17 años y me gustaba la mecánica, así que me pusieron a trabajar en los talleres automotrices. Por las noches estudiaba en el SENA y me especialicé en armar cajas y transmisiones. A mí me decían los jefes de la empresa: ‘Ese carro viene por caja, está botando la tercera y la cuarta’. Yo la debía desbaratar, solucionaba el daño, la armaba y la montaba en el carro.

Entonces yo jugaba fútbol en el Once Caldas y trabajaba, porque tenía que asegurarme los ingresos suficientes para ayudar en mi casa. En la empresa también era operador de unas grúas muy grandes y yo era el único que las sabía usar, así que los fines de semana que tenía partido era complicado, porque yo regresaba el martes y desde el domingo por la noche ya había mercancía por acomodar. Así que me tocó enseñarles a un par de empleados.

Un día, el gerente de la empresa me dice que me vaya al Once Caldas y pregunte si me dan un contrato: ‘Yo te aconsejo que te dediques al fútbol, tienes mucho futuro ahí. Si te dan el contrato te vas, si no pues te quedas con nosotros, porque yo no te puedo echar. Sos un gran trabajador’. Eso hice y me dieron contrato. Yo estaba ganando $320 mensuales y con el Caldas firmé por $1.200. En 1972 me dediqué al fútbol de lleno, pero dejé las puertas abiertas ahí. Toda la vida estaré agradecido con el señor Elías Arango Escobar, porque él fue el primero en confiar en mí.

***

En 1984 jugué mi última temporada como futbolista con el Once Caldas. Don Alex Gorayeb me llamó y me hizo una gran propuesta. Me dijo que me retirara y que me dedicara a ser técnico, que yo tenía el perfil para ser entrenador. ‘Quiero que seas el asistente técnico de Vladimir Popovic en el Cali’. Ahí comencé mi camino en el banquillo técnico. Claro que en enero de 1987 me enteré de que varios jugadores del América iban a ir a Chile a hacer un curso de entrenador, así que le comenté a don Alex y él me dio para el tiquete. Estuve un mes allá y me formé de manera intensiva.

Luego de graduarme, llamé a mi amigo Carlos Salvador Bilardo y le pedí que me contactara con algún técnico argentino, para ir a ver cómo trabajaba y aprender. Me recomendó a César Luis Menotti, pero yo le dije que no me gustaba su estilo ni la manera de manejar los grupos, que me recomendara a alguien más. Entonces me mandó adonde Miguel Ángel Russo, que comenzaba su carrera como técnico en Vélez Sarsfield.

Russo había jugado en Estudiantes de La Plata, Bilardo había sido su técnico y él era uno de sus alumnos más avanzados. Fui allá, lo vi trabajar. Luego estuve un tiempo con el Bambino Veira. Fue más de un mes por allá y luego regresé a Colombia. Estando en Manizales, el periodista Esteban Jaramillo, que había jugado conmigo en Botafín, me llevó a Armenia y me presentó a don Genaro Cerquera, el dueño del Quindío. ‘Doctor, acabo de llegar de terminar mi curso de técnico, estoy a su disposición para cuando me pueda dar una oportunidad’.

Exactamente un mes después de esa reunión, el profesor José Vicente Grecco, DT del Quindío, murió de un infarto en medio de un partido. Así que por esos días me llamó don Genaro y me ofreció el cargo de entrenador. Era marzo de 1987, terminé clasificando al octogonal final. En el 88, Genaro vendió el equipo y quedé yo sin coloca. Me fui a Manizales, pero a comienzos del 89 me llamó a decir que no había llegado a un acuerdo con las personas que le habían comprado el equipo, así que asumí y volví a entrar a las finales. Luego se cerró el negocio de la venta, pero recuerdo que me encontré con él en Bogotá y me dio una platica con la que me fui al Mundial de 1990, en Italia.

Para el segundo partido de Argentina en ese Mundial, ante la Unión Soviética, en el estadio San Paolo de Nápoles, yo me hice cerca al banco de Argentina. Antes de que comenzara el juego le grité a Bilardo, él alzó la mano y me saludó. Ahí ganaron 2-0. Para el siguiente juego, ante Rumania, en ese mismo estadio, yo me hice en un puesto un poco más hacia la derecha. Él me comienza a buscar y a buscar, hasta que me ve y me saluda. Bilardo es muy cabalero, pero extremadamente cabalero, así que, por molestarlo, para el juego de octavos de final ante Brasil en Turín, me le escondí. Y yo me di cuenta de que él me buscaba y me buscaba, hasta que le levanté la mano, me vio y quedó tranquilo. Ganaron ante Brasil. Fui una cábala porque hasta la final en todos los juegos de Argentina se repitió lo mismo, aunque en el último perdieron ante Alemania.

Yo soy técnico de fútbol por Bilardo. Él le planteaba a uno los partidos claritos. Le describía a uno cómo jugaba el rival de una manera muy sencilla. Sabía todo, era fácil y práctico. Decía máximo tres cosas y con eso uno cogía la idea de lo que él quería. Yo veía eso tan fácil que desde la época de jugador me veía como entrenador. De él aprendí la importancia del trabajo. Recuerdo que desde que él me dirigió, comencé a escribir todo lo que me gustaba para luego aplicarlo el día que me tocara a mí ser entrenador.

Estoy desde el 87 en esto y al fútbol lo amo. Lo único que tengo es agradecimiento. He sido campeón dos veces con el Deportivo Cali y esos han sido momentos únicos. Pero para mí la mayor satisfacción es darles valores a las personas, a los muchachos que tengo en mis equipos. Lo único que me falta es ser dirigente, pero eso es algo complicado. Por ahora solo sueño con poder dirigir unos añitos más y luego dedicarme a cuidar a mis ocho nietos y terminar de sacar adelante a mi hijo Martín (el menor de los seis), que está estudiando en Estados Unidos”.

Por Luís Guillermo Montenegro

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