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El fatídico tiro del penalti

El triunfo de Junior sobre Millonarios por las semifinales del campeonato colombiano, por la vía de los penaltis, fue un capítulo más de estas series que se juegan con el corazón en la garganta.

Fernando Araújo Vélez
12 de mayo de 2014 - 03:57 p. m.
Cristian Garavito / Cristian Garavito
Cristian Garavito / Cristian Garavito

Vida o muerte, gloria o infierno. Unos dicen que es asunto de suerte, otros, que son una ciencia. Cientos de investigaciones han arrojado sus respectivas conclusiones. Sin embargo, en el momento de le ejecución las tensiones y los miedos suelen borrar los estudios. Este domingo les tocó caer a Rafael Robayo, a Ganiza Ortiz y Harrison Otálvaro. Mañana, a cualquier triste hombre vestido de futbolista...
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La parte más cruda de su drama se inició pocas horas más tarde de que se hubiera salvado de caer abatido por la ira de miles de hinchas que invadieron la cancha de Cambaceres por una sanción arbitral. ¿Que si fue penal? ¿Que el juez, Alejandro Toia, se hubiera podido hacer el idiota? ¿Que él, más que nadie, sabía lo que podía desencadenar su pitazo porque le habían advertido que del 12 de octubre nadie salía ileso si ofendía al club Defensores? Preguntas, preguntas sin respuestas. Los eternos hubiera. Si hubiera hecho, si no hubiera ido, si hubiera pensado, si no hubiera salido…

Pero salió. Lucas Sebastián Ferreiro salió en la noche del 5 de abril del año 2003, luego de darle un beso a su mujer, porque quería tomarse un café en el café de siempre con los amigos de todos los domingos. Oír qué decían. Conversar. Desahogarse. Eso, desahogarse, pues al fin y al cabo el partido contra Defensores había sido duro, trabado, difícil, nada que ver con su estilo, nada que ver con el fútbol fóbal, como lo llamaban los viejos del barrio de Villa Crespo, donde nació y creció su Atlanta del alma. Le habían pegado, lo habían marcado, anulado.

Los periodistas de la radio seguro lo habían criticado. Una vez más lo habían criticado. No entendían, qué iban a saber ellos del viejo fóbal, qué sabían de nada, solía decir Ferreiro cuando discutía con sus amigos. Por fortuna, pensaba ahora mientras bajaba los escalones que lo llevarían a la calle, el penalti de Toia había distraído la atención de la gente, que si no… Apenas cerró la puerta de su casa, ya en la calle, un señor le preguntó si era cierto que él iba a patear el penal.
- Sí-, le respondió-.
- ¿Seguro?-.
- Totalmente -.
- ¿Y a qué lado le vas a patear?-.

A qué lado lo iba a patear. Ferreiro no respondió. Lo tenía claro cuando el árbitro pitó, pero después, ya con la batahola que se formó ni pensó en el asunto. No, no era un tema menor. Era el tema, El Tema, ahora lo comprendía, ahora que otro señor, un niño, un joven y un abuelo lo habían detenido en su andar para darle ánimos, para preguntarle “a qué lado, Ferreiro”. Ahora que sus viejos amigos volvían con la misma cantinela, a qué lado Lucas, “pero mirá que ese arquero, ¿cómo es que se llama?, se bota siempre para su mano izquierda, tené cuidado Lucas que está en juego el descenso”.

Siempre había algo importante en juego. En Villa Crespo, en Mendoza, en Buenos Aires, en Brasil, en Roma, en Inglaterra, en Colombia y Singapur. Hasta en Katmandú. Siempre. Recordó a Roberto Baggio en el 94, en la final de la Copa del Mundo. Marcado, humillado, agobiado por los siglos de los siglos. Baggio definía el título. Le pegó por encima. Estaba muerto. Tal vez se distrajo en el instante de pegarle a la pelota o se apresuró, sí, quizá se apresuró. Había una investigación según la cual el 60% de los penaltis se malograban porque el jugador se apresuraba.

Querían terminar en un segundo con la responsabilidad que les había caído encima. “Yo sólo deseaba que la pesadilla se acabara”, decía después de fallar su tiro penal ante Alemania en el Mundial del 90 Chris Waddle. Inglaterra había llegado a semifinales, y ahí, de nuevo, tenía que enfrentar a los alemanes. Y perdió en la serie de penales. Waddle se apresuró. Tenía miedo. Pánico. Ya había tenido que aguardar en el círculo central a que sus rivales y sus compañeros definieran sus disparos.

La angustia de esperar y esperar y de pensar y pensar lo mataba. Luego, cuando le llegó su turno, el árbitro se demoró en dar la orden. Cada segundo transcurrido fue una tonelada que le caía. El peso de “la patria”, de la historia, de la inmortalidad. Cuando Waddle llegó al punto fatídico quiso salir del problema rápido. Le pegó al ángulo derecho de Bodo Illgner, pero la pelota se fue muy arriba. Falló. Su error provocó la tristeza más triste del mundo en Inglaterra. Nunca más lo recordarían por su talento y su magia, sino por el penalti que erró en la Copa del 90.

Ferreiro recordó. Y si no, lo hicieron recordar. Que Zico y que Sócrates erraron contra Francia en el 86. Que Donadonni falló ante Argentina en el 90. Que mientras más importante es la definición, menos goles se convierten. Que los defensores aciertan un 20% menos que los delanteros. Que la presión por una derrota es mucho mayor que la tensión por un posible triunfo. Que el arquero no tiene nada que perder, que penal bien ejecutado es gol, como decía Pelé, que hasta Oswaldo Soriano había escrito un cuento que se titulaba “El Penal más largo del mundo”.

De buenas a primeras, Lucas Ferreiro dejó de dormir. La Asociación del Fútbol Argentino determinó que el partido contra Cambaceres se terminaría de jugar 24 días más tarde, es decir, el 29 de abril. Drama, insomnio, culpas, pesadillas. Un día corrió el rumor en el barrio de que los jugadores de Atlanta habían rifado la suerte de patear el penalti. Otro día dijeron que el entrenador, Salvador Pasini, le había preguntado a Ferreiro hacia dónde le iba a pegar a la pelota, y que él le había contestado “hacia adentro”. Una amiga le sugirió el nombre de un psicólogo. Otra, el de un brujo.

Él contó los minutos y las horas hasta el día de su suerte. Imaginó de mil formas cómo le iba a pegar al balón, lo que iba a hacer el portero, la reacción del público, su celebración. En Villa Crespo recogieron firmas y le entregaron una carta en un sobre sellado en la que le “proponían” que cobrara hacia su izquierda. Su historia y lo que ocurrió sería relatada millones de veces después de su ejecución. Cada vez que había un penalti volvían a evocar aquella tarde en el 12 de octubre. Cuando Zidane anotó en el 2006 contra Italia, cuando Trezeguet se equivocó en la serie final, cuando el alemán Lehmann eliminó a Argentina con un papelito en el que tenía anotado hacia dónde pateaban los rivales, cuando Abreu ante Ghana la picó en octavos de final y silenció al mundo del fútbol, cuando volvió a picarla en el mismo partido 30 días atrás con su nuevo equipo, Botafogo, luego de haber fallado en su primer intento, cuando el domingo pasado Harrison Otálvaro levantó su remate y le dio la clasificación a Junior a las finales del torneo colombiano.

“Con razón le dicen loco”, decían en el barrio. Con razón le dijeron loco a Ferreiro cuando pateó, por fin, el penal más largo del mundo, y lo hizo como lo había advertido desde el principio, a la mano izquierda del portero. Fue gol. Sí. Gol, euforia, ansiedad desbordada, alegría, y también, un poco de locura.

 

Por Fernando Araújo Vélez

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