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Nocaut a la desesperanza

Se crió en una casa de latas al sur de la capital y el boxeo le dio una mejor vida. Participará en los Juegos Olímpicos.

Juan Diego Ramírez Carvajal
19 de mayo de 2012 - 09:02 p. m.

Jeison Monroy se retiró del boxeo cuando tenía 14 años, por un nocaut callejero. Había dejado las canicas en el suelo, se había puesto en guardia como le habían enseñado para enfrentar a un niño mayor y pendenciero. Pero su desafío fue en vano: le rompieron la cara, maldijo contra el viento y colgó los guantes.

“Eso no sirve para nada, pa. Me cascaron”, le dijo a su padre Jaime Monroy, un seguidor confeso de Kid Pambelé que lo inscribió en clases de boxeo en el barrio Olaya de Bogotá. La vida de este bogotano clasificado a los Juegos Olímpicos de Londres ha sido precisamente eso: recibir los golpes de la vida, caer y levantarse en un mundo rodeado de pobreza y suerte adversa.

Con una acepción particular, Jeison dice incisivamente que su padre fue ‘desplazado’: “Él era publicista, un aerógrafo que ayudaba a poner esas vallas grandes de la ciudad. Pero lo desplazó la tecnología y quebramos. Y pasó a vender repuestos de carros en La Playa, en el centro de Bogotá”. La familia, integrada también por la mamá, Nora, y el hermano menor, Daniel, tomó la determinación de irse a vivir a un lote baldío en el barrio Diana Turbay, al sur de la capital.

“Armamos un rancho de latas y palos... un chalet humilde (risas). Mi papá la construyó con sus propias manos y yo le ayudaba a poner unas puntillitas y un par de tejas. Estaba muy pequeño, como de 7 años”, recuerda Jeison. Se trató por muchos años de una casa sin divisiones: una sola pieza con una cama, una cocina y un baño por fuera. Entonces empezaron las peripecias por salir adelante y evitar aguantar hambre.

“Mi hijo se convirtió en mi mano derecha desde muy niño”, dice don Jaime, parado en una de las calles en donde aún ofrece polarizados, repuestos y avisos para vehículos, entre otras cosas. “Yo le quité la infancia porque siempre trabajó conmigo. Lo llevaba a La Playa a vender, y además salíamos por las calles a ofrecerles avisos a los restaurantes”.

Si no vendían, también debían caminar de regreso. Eran cuadras eternas. “Al que mejor le iba en las negociaciones era a Jeison. Siempre tuvo una cara muy bonita y enternecía al comprador. Pero a veces nos devolvíamos sin nada”, añade Jaime, quien tuvo que empeñar radios y un televisor.

El boxeo, del que se había retirado, volvió a cruzarse en su camino cuando tenía 18 años, recién graduado del colegio Clemencia Caicedo, en su horario nocturno. Un día acompañó a un primo a entrenar béisbol en el complejo deportivo de El Salitre y pasó por casualidad por la Liga de Boxeo. Decidió probar suerte de nuevo. “Me inscribí, pero ya se me había olvidado qué era un jab, un corto. Sólo había recibido tres clases en el Olaya a los 14. Además, era un flaquito de 60 kilos, por el que nadie daba un peso”, afirma Jeison.

En su primer combate, luego del regreso, le volvieron a romper la cara. Esa vez decidió perseverar y se acostumbró al dolor. También al dolor en su alma, porque a pesar de que iba mejorando sus movimientos, su familia seguía sin dinero.

Boxeador y modelo

Un día lo llamó un amigo para proponerle que trabajara como modelo. Se trataba de teñirse el cabello de rubio y desfilar en la Feria de la Belleza. El pago: 50 mil pesos. Ronchas en la cabeza: el resultado (“parecía un albino”, bromea). Desde entonces ha trabajado en eventos de protocolo con las marcas Único, Calvin Klein, Nivea y Punto Blanco. Dice que aunque el modelaje es más lucrativo, el boxeo lo satisface más.

En 2004, cuando los contratos de modelaje aún eran esporádicos, dobló energías para entrenar con miras a los Juegos Nacionales en Bogotá. En principio no tenía mucha experiencia, pero los duelos se la fueron dando hasta llegar a la final. Enfrentó a un representante del Atlántico, en un combate disputado en Girardot, a principios de diciembre.

Lanzó más jabs que en toda su vida, decidió atacar y sintió que había sido superior: “Pero perdí por un punto, por decisión, que a mi parecer era injusto. Y fue muy duro, porque al otro día me tocó volver a la misma esquina de La Playa en Bogotá a seguir vendiendo repuestos de carros porque no me habían dado plata por la medalla de plata; sólo me dieron las gracias”.

Pero ya no había marcha atrás: el boxeo era la forma de supervivencia de su familia. Se dedicó días enteros a mejorar junto con el entrenador cubano Rafael Iznaga. Empezó a competir internacionalmente y se llenó de experiencia.

Decidió apostarle al ciclo olímpico de Londres 2012, en 81 kilogramos (“porque me metí en la mente que tenía oportunidad”). En el camino, pedregoso, le tocó sufrir el último lugar en el Mundial de Milán en 2009 (puesto 16).

No se rindió y en los Juegos Centroamericanos y del Caribe de 2010 obtuvo medalla de oro. Y en el Mundial de Bakú (Azerbaiyán), el año pasado, finalizó décimo y logró el cupo a sus primeros Juegos Olímpicos.

“Las experiencias en Centroamericanos y en Bakú fueron positivas. Son el fruto de mi trabajo y disciplina. Porque soy un colombiano echado para adelante, con corazón y empuje. Y siempre lo doy todo”, dice.

El boxeo le cambió la vida. Físicamente, sus ojos son más rasgados (le han roto la ceja izquierda siete veces: “Ya me la sé coser”), su nariz luce más chata y sus manos más robustas. Además, ese adolescente lánguido que volvió a los cuadriláteros a los 19 años, es ahora un adulto con cuerpo atlético y corazón de campeón.

Y su casa, en el barrio Diana Turbay, ya no es de chatarra. Gracias a sus logros, ahora es de ladrillos.

Por Juan Diego Ramírez Carvajal

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