Un casco amarillo le salvó la vida a Catalina Peláez

La bogotana de 25 años es sobreviviente del atentado al Club El Nogal en febrero de 2003. A pesar del duro golpe, siguió con su carrera y actualmente ocupa el puesto 69 del mundo.

Thomas Blanco Linares / @thomblalin
26 de julio de 2017 - 11:32 a. m.
Catalina Peláez juega squash desde que tenía 9 años. Ahora, con 25, es la mejor raqueta colombiana. / Gustavo Torrijos - El Espectador
Catalina Peláez juega squash desde que tenía 9 años. Ahora, con 25, es la mejor raqueta colombiana. / Gustavo Torrijos - El Espectador
Foto: GUSTAVO TORRIJOS

Comenzó a los nueve años en el Club Los Arrayanes. Ahí jugaba golf y hacía equitación. Un día, con su hermano y dos amigos, subieron a las canchas de squash y recibieron algunas indicaciones de uno de los entrenadores del club. Ahí empezó todo. Después, tomó clases tres veces por semana en el Club El Nogal y así se enredó por completo con el squash. Hoy, es la número 69 del mundo y la mejor en la rama femenina en Colombia. Este martes quedó eliminada en los cuartos de final del cuadro sencillos de squash en los Juegos Mundiales que se disputan en Polonia. Sin embargo, seguirá entrenando para su próximo gran objetivo: el Campeonato Mundial de Dobles, que se disputará en el National Squash Center de Manchester, en Inglaterra, del 1 al 5 de agosto. Hará dupla con Laura Tovar.

Sobrevivió para brillar

El viernes 7 de febrero de 2003, Catalina fue al club a entrenar luego de salir de estudiar del colegio Nueva Granada. Estaba comiendo con su madre, pero su hermano, que estaba en el Parque de la 93, le pidió que lo recogieran. Ella ya tenía 11 años, la edad suficiente para quedarse un rato sola.

—¿Te quedas o vienes conmigo?

—Me quedo, que no he terminado de comer.

Mientras firmaba la cuenta, justo antes de encontrarse en la carrera quinta con su madre, sintió un estallido que enseguida la dejó inconsciente. Todo se volvió negro. Cuando despertó, no sabía qué había ocurrido, estaba muy confundida y perdida. El quinto piso se había desplomado y ella se encontraba en el cuarto piso, tirada a su suerte en un parqueadero. Estaba rodeada de escombros, llamas y carros incendiados. Y humo, mucho humo. No se podía parar. Un fuerte dolor en un tobillo la dejó completamente inmóvil. Las lágrimas y los gritos eran inútiles.

Ella pensó que era una pesadilla. Uno de esos sueños que culminan en ese preciso momento cuando lo peor está a punto de comenzar. Pero los dolores eran tan vivos y los minutos tan lentos, que la realidad le pegó una fuerte cachetada. Acostada en el piso, veía como su maletín con su raqueta colgaba como un péndulo en una viga torcida que en cualquier momento le podía caer encima. Quince minutos después, en medio del desespero, escuchó una voz gruesa que se esparció lentamente con el eco. Recuperó por unos segundos el aliento.

—¡Tranquila que ya voy por ti!

Fue ahí cuando un señor con casco amarillo la encontró y la sacó por la entrada del hotel. Allí la metieron a una ambulancia con una enfermera.

—¿Cuál es tu nombre?

—Catalina.

—¿Cuántos años tienes?

—11.

—¿Cómo es el número de celular de tu madre?

Estaba cuerda. Igual, no sirvió de nada. La red estaba caída. La ambulancia trasladó a Catalina al Hospital Militar. Cuando le estaban tomando las radiografías, llegó su familia. Eran las 11:30 de la noche. Posteriormente entró a la sala de emergencias.

Al siguiente día, cuando despertó, no había entendido todo lo que había ocurrido. Fue su tía, instalada en Cali, pero que viajó apenas se enteró de la noticia, la que le dijo. “Hubo una bomba. Hay mucha gente muerta y desaparecida en los escombros. Gracias a Dios estás bien”.

“Por favor no. No te mires al espejo. Prométemelo”, dijo la doctora. Un yeso que empezaba en el dedo gordo del pie izquierdo y llegaba hasta el muslo, varios clavos en el hombro, una fractura en el brazo y otra en la tibia y el peroné eran el saldo más grave del siniestro que por poco le quita la vida. Catalina, con varios cortes en el cuerpo e innumerables quemaduras, sabía que su vida de ahora en adelante pasaba a ser un milagro.

Estuvo una semana hospitalizada, duró dos semanas sin caminar. Su abuela, que también había viajado de Cali, fue quien se encargó de que no le faltara nada. Día tras día recibía visitas de sus familiares y compañeros del colegio. Pero la visita que le tocó las fibras fue la del hombre de que le salvó la vida. El de casco amarillo.

Estaba enfermo, había aspirado mucho humo y polvo esa noche. Esas partículas de polvo contenían concreto, plomo de computadores y mercurio de bombillos. Una nube tóxica y mortal para sus pulmones. La vida de Catalina no era la única que había salvado esa noche. Irónicamente, la única que no pudo cuidar fue la propia. Unos meses después, falleció. Ese casco amarillo será el recuerdo más lúcido que cargará Catalina toda su vida. Que es un milagro.

Por Thomas Blanco Linares / @thomblalin

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar