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En 1864 un poeta condena el boxeo

"Ambos con las narices destrozadas, rotos los dientes, cortadas las mejillas y los ojos fuera de sus órbitas, presentaban un cuadro repugnante y horrible para el hombre civilizado...".

Ricardo Ávila Palacios
05 de abril de 2012 - 02:17 p. m.

Con esa descripción, mezcla de hechos y opiniones, el escritor y periodista boyacense José Joaquín Ortiz (1814-1892), relató para los lectores de su semanario un sangriento combate a puño desnudo que se prolongó 2 horas 15 minutos, algo usual en varios países europeos desde el siglo dieciocho.

Y es que en 1864, cuando ni siquiera estaba instituida la disputa por el campeonato mundial de boxeo en categoría alguna y las reglas de este deporte estaban en plena construcción, un colombiano -atraído por su curiosidad de cronista- presenció en Londres un desafío a 38 asaltos durante los cuales George Adams y John Robinson lucharon salvajemente para conseguir una victoria que ninguno de los dos conquistó, lo que obligó a los promotores a reanudar la pelea el día siguiente.

Al parecer, a tanto llegó la indignidad de Ortiz, por “esas monstruosidades que degradan a las naciones y embrutecen a los pueblos”, como él mismo lo dice en su crónica, que prefirió no asistir 24 después a la escena del combate, privando a sus lectores de conocer el nombre del vencedor.

Eran los tiempos en que el militar y político payanés Tomás Cipriano de Mosquera ejercía como Presidente de los Estados Unidos de Colombia, nombre dado por la Constitución Política liberal de 1863, después de que la nación afrontara tres guerras civiles. Para ese año, la población del país se estimaba en los 2 millones 300 mil habitantes.

Antecedentes

Setenta y cuatro años antes del encuentro al que asistió Ortiz, exactamente el lunes 30 de agosto de 1790, Ben Brian y Bill Hopper empataron después de tres horas y media de un combate que debió terminar porque se hizo de noche.

Los combates de boxeo que se celebraban en las trastiendas de las salas de diversiones o en medio de los prados no tuvieron ningún reglamento fijo antes de mediados de agosto de 1743, fecha en que algunos gentlemen se pusieron de acuerdo sobre diversos puntos, en casa del profesor y campeón Jack Broughton, inventor -en 1747- de los guantes de boxeo y considerado el pionero de este deporte.

De ese acuerdo, que no era reconocido en toda Inglaterra, se destaca, según nos enseña el historiador Jean Le Floc’hman en su obra La génesis de los deportes, que “ningún combatiente será derrotado si no queda en el suelo un tiempo convenido o si su cuidador no lo declara vencido(...). Con el fin de prevenir cualquier disputa, en cada combate los contrincantes al llegar al ring escogerán entre los espectadores dos árbitros que solucionarán todo conflicto (...). Nadie debe golpear al adversario cuando esté en el suelo, ni cogerle por las corvas, ni por las nalgas ni por cualquier otro sitio más debajo de la cintura (...)”.

Durante el siglo diecinueve el boxeo a puños desnudos conquistó América e hizo alguna incursión en Francia. Los combates fueron muy frecuentes y populares en Estados Unidos. Uno de sus últimos campeones fue John-Lawrence Sullivan, quien a sus 24 años de edad derrotó a Paddy Ryan, en Mississippi, el 7 de febrero de 1882.

Reglamento

En 1891 un periodista inglés apellidado Chamberlin, hizo una campaña a favor de los guantes. Inclusive, escribió un reglamento en el que se precisaba que cada asalto no duraría más de tres minutos, y que se concedería un minuto de descanso a los boxeadores en cada asalto.

Chamberlein logró que el influyente marqués de Queensberry respaldara con su firma el novedoso reglamento. Y muy pronto, a pesar de no haber ninguna organización internacional de boxeo, en todo contrato se estipuló que el combate se disputaría obedeciendo las nuevas reglas que rara vez limitaba el número de asaltos.

Las normas de boxeo contemporáneas, pese a los esfuerzos, no han podido evitar la muerte en el ring . Uno de los últimos colombianos en morir sobre el cuadrilátero fue Carlos Meza, de 26 años, el 7 de diciembre de 2004 en el hospital Santo Tomás de Ciudad de Panamá, cuatro días después de ser noqueado por el canalero Ricardo Córdoba.

Tan seductor, sin embargo, ha resultado este deporte, que el escritor norteamericano Norman Mailer dedicó lo mejor de su talento a la creación de ensayos dedicados a Mohammad Alí.

El escritor argentino Julio Cortázar publicó cuentos como Torito, inspirado en el boxeador Justo Suárez, conocido como el Torito de Mataderos; o La Vuelta al día, basado en el enfrentamiento de pesos pesados, por el título mundial, entre su compatriota Luis Angel Firpoy el estadounidense Jack Dempsey, en 1923, en el cual resultó injusto ganador este último.

La crónica

Así describió Ortiz la curiosa experiencia que en tono moralista, lastimero e inclusive ingenuo, apareció publicada el 28 de abril de 1865, correspondiente al número 31 de la revista La Caridad (ver facsímil), que él editaba en Bogotá.

“Todo está sentado, no encontramos un modo suficientemente digno para protestar con la suficiente energía contra esas monstruosidades que degradan a las naciones y embrutecen a los pueblos.

Pero en Inglaterra, en ese país del positivismo que cuenta con numerosas sociedades de protección para los animales, no comprendemos como sea posible todavía, a fines del siglo XIX, dos hombres, sin ninguna enemistad y sin otro móvil que la ganancia de una simple suma de dinero, se hallen en lucha de brutos, casi siempre mortal (...).

Un encuentro de esta especie, salvaje y atroz, puede decirse con toda propiedad que es el espectáculo más bestial y disgustante que puede presentarse a la presentación de nuestro siglo.

Dos hombres de talla hercúlea, arrojados el uno contra el otro y en presencia de una concurrencia mixta que aplaude la primera sangre vertida, palmotea la rotura de un miembro de aquellos cuerpos y rebosa de alegría cuando uno de los combatientes se incorpora completamente estropeado, y con frecuencia medio muerto.

Adams vs. Robinson

El combate al que asistió Ortiz enfrentaba a George Adams y John Robinson, el primero campeón inglés y el segundo norteamericano. El precio de la boleta oscilaba entre cuatro y cinco chelines en primera fila, hasta tres y media libras esterlinas en la última, más otro chelín que los asistentes debían cancelar para acceder a la silletería.

Un chelin representaba, en esa época, dos reales y medio de la moneda utilizada en nuestro país.

“Un fuerte pitazo anunció el momento de la presentación de los dos atletas, quienes una vez en el circo, dirigieron a la concurrencia un coqueto saludo, y colocándose convenientemente se dieron enseguida la primera embestida de la que salió Robinson con la nariz rota. La vista de la primera sangre fue frecuentemente aplaudida por los concurrentes (...).

En la segunda salida de Adams, recibió un violento golpe y apareció todo ensangrentado. En la tercera quedó este tendido, y los partidarios de Robinson aplaudían entusiastamente: el cuarto, quinto y sexto encuentros pasaron sin resultados notables. El séptimo produjo gran aceptación entre los concurrentes. En efecto, Robinson había recibido un puñetazo que le había cortado la mejilla derecha y destruído el uso de un ojo. En desquite, Robinson dejó caer su pesada mano sobre la cabeza de Adams y lo postró en tierra por tercera vez. Continuando con su sistema, Robinson obtuvo el mismo éxito en la octava y nona salidas. En la décima, Adams, obligado a pasar los tiros de su adversario, apareció con el brazo derecho cubierto de sangre y completamente roto. Sin embargo, continuó la lucha hasta el décimo sexto encuentro, obteniendo ventajas alternativamente.

En este momento hubo un incidente graciosísimo: Adams caía a cada instante, como si sus fuerzas quisieran abandonarlo ya, y el americano estaba ciego. En este estado hubo una especie de careo en que los testigos de la escena obligaban a los combatientes a encontrarse, empujando al uno y al otro. Los tiros que se hacían entonces eran terribles e iban acompañados de frenéticos aplausos para el vencedor y de injurias groseras para el vencido.

De esta manera se efectuaron todavía 22 encuentros, haciéndose por todos 38, y no habiéndose decidido el combate hubo un momento de adorable confusión entre los jugadores, del cual resultó el aplazamiento de la lucha para el día siguiente.

La escena duró dos horas y cuarto, después de las cuales las fisonomías de los dos campeones no tenían nada de humano. Ambos con las narices destrozadas, rotos los dientes, cortadas las mejillas, y los ojos fuera de sus órbitas, presentaban un cuadro repugnante y horrible para el hombre civilizado.

Ortiz remata su escrito citanto el siguiente epígrafedel periódico The Sporting Life: ‘El orgullo del hombre está en su fuerza’, afirmación respaldada por un exagerado ejemplo de valor supuestamente protagonizado por un cabo del Ejército y antiguo boxeador, quien “el mismo día de la batalla de Waterloo, mató‚ él solo, a diez franceses a puñetazos, sin haber sido tocado ni de las bayonetas, ni de las balas”.

Como colofón, Ortiz afirmó: “Por lo que toca a nosotros nos excusamos confesando que pagamos caramente nuestra curiosidad, pues la vista de tan monstruoso espectáculo nos produjo sensaciones que nunca podremos olvidar. Mas una vez agobiados por tanta indignidad, nos preguntamos: una escena semejante no debería tener lugar más bien entre los bárbaros que entre los ingleses del siglo XIX? Son estos los justos progresos de la civilización y de la fraternidad?”

Por Ricardo Ávila Palacios

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