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Retrato de un Mundial

Sensaciones de una experiencia única: ¿Qué es estar en una Copa Mundo, verla desde la tribuna para discapacitados y meterse en la camiseta de otra cultura?

Nelson Fredy Padilla desde la tierra del fútbol
13 de julio de 2014 - 12:43 p. m.
Miles de hinchas colombianos acompañaron a la selección en el Mundial de Brasil.  / EFE
Miles de hinchas colombianos acompañaron a la selección en el Mundial de Brasil. / EFE

Venir a un Mundial es uno de esos propósitos que se deben cumplir en la vida. Mi destino principal fue Brasilia, la capital del país del fútbol, porque aquí está radicado hace seis años mi hermano Fabio, porque fue sede de uno de los partidos de Colombia y porque fue sede de siete partidos de la Copa, incluido el de ayer entre Brasil y Holanda por el tercero y cuarto lugares, el último al que asistí.

Como el plan era gozármelo como hincha más que como periodista, no me acredité ante la Fifa, sino que me apunté con mi hermano discapacitado en los sorteos de entradas. Esperamos cuatro meses hasta que nos las asignaron. En ese momento apenas pude conseguir un vuelo con tres escalas por tres millones cien mil pesos. Dicen que lo que se sufre, más se goza. Así fue. Hice Bogotá-Lima-São Paulo-Goiãnia-Brasilia en 24 horas en aviones de Avianca, LAN y TAM, ocho de ellas una noche y una madrugada de espera en el helado aeropuerto peruano Jorge Chávez. Coincidí con hinchas vestidos con la camiseta de sus selecciones repasando cánticos. Saqué la bandera nacional y me puse la tricolor. Unos con máscaras de luchadores y sombreros de mariachi gritaban vivas a México. Los argentinos practicaban el “Brasil, decime qué se siente tener en casa a tu papá”. Preguntaron qué iba a gritar por Colombia y lo primero que me vino a la mente fue la letra de un comercial cervecero que decía: “Amarillo, azul y rojo, se me sale el corazón. Amarillo, azul y rojo, Colombia es mi selección”. Al lado coreaban “Chi-chi-chi Le-le-le. Vamos, Chile”.

El sueño me venció mientras los mexicanos tarareaban Cielito lindo y Las mañanitas. Dormí lo que pude sobre las incómodas sillas del aeropuerto envuelto en mi bandera, como los demás. La placidez del orgullo nacional me duró hasta las cinco de la mañana, cuando fui a confirmar la conexión a São Paulo: la maleta se había perdido con la ropita para el mes, básicamente utensilios de aseo, calzoncillos, camisetas, bermudas y medias, y el mecato que mi mamá le mandó a mi hermano: ponqué casero que dejó oliendo todo a vino, bocadillos veleños, caramelos de leche, chocorramos, café Juan Valdez, gaseosa marca Colombiana y pastillas para el chocolate espeso que nadie vende en Brasilia. Apareció faltando 15 minutos para abordar, porque ni Avianca ni LAN respondían por el equipaje. No hubiera aparecido si no me pego una calentada mundialista tipo barra brava.

Los mexicanos se despidieron en São Paulo: “¿A qué vas a Brasilia? Qué aburrido. Vamos a Río. El Mundial está con las chicas de Ipanema, güey”. Un par de alemanes me miraron con cierta compasión y más que gritar dijeron: “Deutschland, Deutschland”. Toda una premonición que no advertí. Después aparecieron hinchas de todos los equipos por montones. En el aeropuerto de Guarulhos empezaba el carnaval. Los brasileños estaban preparados. La inmigración fue rápida y la recepción cálida, con vallas de Neymar, David Luiz, Marcelo, Oscar, Thiago. La publicidad monopolizada por la selección. Otro signo que después explicaría una parte de lo presionados y desconcentrados que estuvieron los jugadores locales.

Cuando entré al estadio Mané Garrincha de Brasilia, me di cuenta de que una de las mejores perspectivas la tenía la tribuna para hinchas en silla de ruedas y no la altísima tribuna de prensa. Además, acababa de enterarme de que por ley el acompañante del discapacitado no paga. Primera celebración doble. Luego vino la de los dos golazos con que le ganamos a Costa de Marfil. Inolvidable cantar el Himno Nacional a todo pulmón y hasta las lágrimas junto con 50 mil colombianos más. Ni en un partido de eliminatoria al Mundial sentí eso en Colombia. Tampoco hacer parte de la alegría amarilla que se adueñó de los estadios donde jugó la tricolor con el “Oe, oe; oe, oa, mi Colombia va a ganar” y de la vibración de las tribunas por el zapateo, desde niños hasta ancianos, antes de levantarse con los brazos en alto para hacer la ola.

Uno puede haber ido a muchos partidos de fútbol. Sin embargo, vivir uno de Colombia en Brasil fue la sensación más emocionante que haya sentido en un estadio. Espasmos propios, durante el Himno, los goles, los cánticos, como parte de una convulsión colectiva. Antes y después, celebrar en pasillos y túneles con seguidores de muchas nacionalidades que aplaudieron a James Rodríguez y sus compañeros. Recibir abrazos de desconocidos. Hay quienes aseguran que la máxima manifestación de multiplicidad racial es ver caras en Nueva York. No. Un mundial es eso a la n. La palabra en portugués es perfecta: “miscigenación”. Brindar y gritar con medio mundo hasta que le voz se apaga. Entregarse al éxtasis del fútbol, al desenfreno del hincha.

Eso tiene un precio. Y es carísimo. No menos de diez millones de pesos por cabeza, gastando lo necesario, había que invertir para un mes de Mundial. Hoteles, restaurantes, bares, taxistas, aprovecharon la bonanza cobrando lo que les dio la gana. Igual dentro de los estadios; una cerveza, el equivalente a diez mil pesos; un pan con dos salchichas, 20 mil; un helado diez mil, una botella de agua, ocho mil. Antonio Carlos Kfouri, analista social, dijo: “el fútbol es el único espectáculo donde el cliente puede ser maltratado y aún así volverá siempre”. Lo tiene claro el suizo Joseph Blatter, presidente de la Fifa, a quien le pidieron que al menos dejara el diez por ciento de las ganancias a Brasil y no quiso. En Brasilia encontré un documento titulado “Fútbol y desarrollo socioeconómico”, en el que el zar del fútbol describe el Mundial. “Por un mes, personas de diferentes países dejan de lado sus diferencias y se unen para celebrar un bello juego… los mejores jugadores del mundo se reúnen para mostrar lo mejor del fútbol y para inspirar a una nueva generación de talento… la nación sede experimenta un festival deportivo que solo se ve una vez en la vida”.

Sí, pero la otra cara del evento es la de los marginados. En el mismo cuaderno el ministro brasileño del Deporte, Aldo Rebelo, advierte: “es preciso considerar la representación de la población más pobre. Cuando terminen la Copa Mundo y las Olimpiadas, São Paulo tendrá bellos estadios, Río de Janeiro quedará con un Parque Olímpico y una villa olímpica. Pero Roraima, Acre, Amazonas, Amapá y Tocantis ¿quedarán con qué? Tenemos que pensar en eso”. Yo diría no solo pensar sino actuar, superando la corrupción rampante y la desigualdad que denuncia el exfutbolista local Romario de Souza Faría, ahora diputado.

Recuerdo un cartel de protesta campesina e indígena acallada por la policía con gases lacrimógenos en Taguatinga, a media hora de esta capital federal: “¿La Copa para quién?”. Blatter se disculpa en el documento que autografió con Pelé diciendo que “nunca deberíamos intentar exagerar esas implicaciones… porque la Copa del Mundo no puede tratar problemas subyacentes, ni debe ser vista como una cura milagrosa para alguna economía”. Sí y no. La Fifa exige cada vez más condiciones para garantizar utilidades y los países anfitriones saltan matones para cumplirlas con costos sociales incalculables. Los parámetros que exige el órgano rector del fútbol mundial parecen hechos para multimillonarios como Catar. ¿Cuándo la región andina, incluida Colombia, podrá organizar uno y con sentido social? Suena utópico. ¿Llegaremos a odiar el fútbol por excluyente? ¿Es otra burbuja financiera camino a explotar?

 Mundial desde una silla de ruedas

Tuve la valiosa oportunidad de asistir a varios partidos con mi hermano en silla de ruedas. La última vez que Fabio jugó fútbol, fue hace 14 años. Lo hizo como arquero para que su hijo Samuel, que tenía dos años, aprendiera a patear un balón. Luego ocurrió el accidente: el cuarto piso de un edificio en construcción, las fotos para un plano, un mal paso hacia atrás y la caída al vacío. Sobrevivió porque se agarró de las bandas de caucho para que el ascensor todavía no instalado subiera y bajara. De milagro cayó sentado. Fractura de vértebras T12 y L1 y explosión de la médula espinal. El hasta entonces ingeniero mecánico, practicante de deportes extremos, perdió la movilidad de las piernas.

Una placa de titanio sostiene su columna y encontró en el tenis de campo la mejor rehabilitación hasta convertirse en el primer campeón nacional paralímpico de Colombia y el primero en ganar torneos internacionales. A través de él pude acercarme a una cultura desconocida con atmósfera mágica y un potencial infinito, como la describe el escritor austriaco Stefan Zweig en su clásico de los años 40 Brasil, país de futuro (reeditado ahora por Capitan Swing Libros).
Ese desarrollo no se consolidó según brasileños como Ely Takasaki. “Desde niña siempre oí eso, pero el futuro no ha llegado y no sabemos si llegará”. En 2014, la novena economía del planeta no despega y se hace memoria de la dictadura que marcó a todos hace 50 años. El Mundial, más que soluciones, dejará grandes e inoficiosos estadios como este de Brasilia, ciudad sin equipo de primera división, y la evidencia de las carencias de grandes segmentos de los 200 millones de habitantes del país del fútbol. Al menos los discapacitados fueron incluidos.

 Otra cultura

Bendición adicional fue compartir con los brasileños tanto su cultura futbolística como la ancestral. Estuve en fiestas juninas y julinas, bazares donde las familias se reúnen para recordar sus raíces con bailes y comidas típicas. También acercarme a su vida campesina, porque conseguí boletas para el juego Colombia-Japón en Cuiabá, la puerta de entrada al gigantesco ecosistema amazónico de Brasil. Hice una travesía en carro de 2.500 kilómetros en tres días para ver ganar a Colombia 4-1, para comprobar, en medio de japoneses que pedían traducción del portuñol, que el millón de habitantes de esa lejanísima y calientísima ciudad recibió ingresos por turismo y promoción, pero sus necesidades urgentes no fueron atendidas: mejores vías de comunicación y mejores servicios públicos. “Nos queda la Arena Pantanal para lo que los políticos quieran”.

Cómo puede decir Blatter: “la Fifa está trabajando para que la Copa deje un legado duradero de desarrollo social y sustentabilidad ambiental”. En esa pobreza cualquiera se solidariza con los ninguneados, bloqueados, acallados y recogidos como habitantes de la calle para que los zares del fútbol y de la televisión, cuyas millonarias cuentas producto del marketing crecen en Zúrich, se sintieran a gusto.

Lo bueno de ir hasta Cuiabá: el jogo bonito del que se apropió la selección colombiana, premiado con reverencias por los orientales. Lo malo: el tortuoso viaje por pésimas carreteras repletas de camiones me revivió una hernia discal, a la altura de la tercera vértebra lumbar, la misma que Neymar. Pasó un mes. Luego de repetir 24 horas de vuelos con escalas, vuelvo de la aventura de mi primer Mundial adolorido, endeudado, camino al neurólogo y a las terapias; mis hijas cumplieron años mientras estuve fuera y mi esposa no está tan feliz como yo.

Por Nelson Fredy Padilla desde la tierra del fútbol

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