El modelo Federer

El suizo arrancó 2013 con el reto de sumar otro récord: ganar su quinto Abierto de Australia. Ya en la recta final de su carrera, afronta el futuro ejerciendo como hombre anuncio.

Jesús Ruiz Mantilla / Especial de El País
14 de enero de 2013 - 11:12 p. m.
El suizo Roger Federer, número dos del escalafón mundial.  / AFP
El suizo Roger Federer, número dos del escalafón mundial. / AFP

En el deporte de élite, lo normal es que a los grandes campeones les asista el esfuerzo, el sacrificio, la lucha, la moral, la entrega. Pero hay unos pocos elegidos que alcanzan la gloria, además de con todo eso, por otros medios. Es el caso de Roger Federer, de largo el mejor tenista de todos los tiempos. El fenómeno suizo, el que parece que cae y vuelve a levantarse por el mero hecho de pulverizar marcas, le saca también jugo a sus gustos por la moda y los placeres, algo en lo que invierte su tiempo para ganarse un dinero extra en la recta final de su carrera con 31 años cumplidos.

Federer cerró el 2012 habiendo ganado seis torneos y arranca 2013 con otra marca a superar: ganar el Abierto de Australia por quinta vez, algo que aún no ha logrado nadie. No se consiguen 17 títulos de Grand Slam —siete Wimbledon entre ellos— sin sudar. Pero pareciera que a él no se le notan las gotas con la elegancia que gasta. Su filosofía de bon vivant (buena vida) no está reñida con su tenis exquisito, basado en un estilo clásico. La elegancia, el gusto por la vida, su afición al queso, al chocolate y a los buenos restaurantes cuadran con su drive mortífero y su revés a una mano, lo mismo que ser propietario de una marca de cosméticos homónima, tener buen ojo para la moda, un cierto aire de artista de cine y su confeso enganche a la PlayStation.

Tipo raro este Federer. “Los récords están para batirlos”, dice como un mantra quien sabe de eso y se lo aplica más allá de lo que pueda parecer un lugar común. Las cifras le contemplan: 17 grandes —más que nadie en la historia— y 302 semanas como número uno del mundo, unas cuantas más que su admirado Pete Sampras, que estuvo 286 y a quien se ocupó de destronar en 2001, también en Wimbledon, su verdadero reino, sin que por ello haya supuesto una mancha en su sincera amistad presente.

Pero en la publicidad está a punto de batir otros récords. Los 240 millones de euros que tiene en el banco salen entre otros ingresos de los 34 que le reportan Nike, Gillette y Rolex, más 12 que le ha ofrecido Moët & Chandon, que acaba de sustituir como imagen de marca a Scarlett Johansson por él. ¿Champán para un tenista? Por qué no, siempre que se haga, como dice él, con moderación. Federer ganaría torneos hasta borracho.

Ejerce el liderazgo a conciencia, pero a contracorriente. Quiere destacar también en el mundo de la moda, donde cuenta con una asesora de lujo: la editora Anna Wintour, gurú de la revista Vogue. En recientes declaraciones a The Sunday Times, Federer presumía de esa amistad y de que es ella quien le recomienda los fotógrafos que deben airear su imagen y los diseñadores que mejor le visten.

Pero ante todo, Federer es un tipo de fiar. De hecho, las marcas confían tanto en él porque, según una encuesta reciente del Reputation Institute, detrás de Nelson Mandela, es el personaje que más confianza despierta. Ahí está su gracia. En el club de los grandes campeones, se podría decir que, salvo la disciplina del deporte, deben de tener pocas preocupaciones. Por eso asombra que un padre de gemelas de cuatro años —Myla Rose y Charlene Riva, que le aplauden con sus tirabuzones a rabiar junto a su madre, la extenista checa Mirka Vavrinec— haya regresado más de una vez sin despeinarse a la cima.

La clave de su éxito y de la fascinación que ejerce también la lleva Federer en la esencia de su juego. Cuando el tenis se había convertido en una carrera basta de machacadores con reveses a dos manos y fuerza física bruta, apareció él, con su izquierda armónica del brazo estirado, con su naturalismo y sin músculos, a dar una clase de tenis global. Resucitó el clasicismo al tiempo que encargaba trajes blancos con chaqueta y pantalones para recoger sus copas en Londres.

Su resurrección de un tenis que parecía enterrado le benefició. Ha sido fanático y coherente en defenderlo hasta hoy. Y ha demostrado que frente a la fuerza bruta caben otros caminos. Pero es que al ritmo de sus golpes de derecha, contundentes, en apariencia fáciles pero mortales, sus subidas a la red, su infinito repertorio de tácticas, muestra en su vida el mismo sentido de la marca que aplica en las pistas.

Nunca se le escuchará una declaración altisonante. Cultiva la amistad con sus rivales, lo que provoca admiración. El camino así marcado por él le llevó a disputar lo que muchos expertos consideran hoy el mejor partido de tenis de la historia: aquella final de Wimbledon disputada contra Rafa Nadal en 2007, que el suizo perdió. Muchas veces, ambos han declarado que enfrentarse entre sí les hace mejores. Le hemos visto reír y llorar —tan fieramente humano— cuando gana y pierde. En Australia, también al caer en un Abierto, tuvo la enorme elegancia y sensibilidad de reconocer: “Me está matando”. Se refería a Nadal. Su obsesión en tiempos.

Sin embargo, su ansia extrema de superación —incluso entrenando a 50 grados en Dubái, donde tiene una casa para afrontar aclimatado el Abierto de EE.UU., donde juega después a 40º y fresquito—, sin renunciar a los placeres de la vida, ha sido tal que hoy Federer contempla la recta final de su carrera sabiéndose el mejor de todos los tiempos, con marcas difíciles de superar. Quizás por eso se haya animado a brindar con una copa de champán francés, aunque le caigan críticas por eso.

Relajado, maduro, consciente de que hoy es cuando más que nunca disfruta de su vida y de su tenis, por placer, a placer, Federer, ese hedonista de la élite mundial, ha conseguido, añadiéndole gozo al sufrimiento, agrandar su leyenda y de paso su cuenta corriente.

Por Jesús Ruiz Mantilla / Especial de El País

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