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Federer, el clásico eterno

Entre viñedos de champaña descubrimos el lado más humano de un hombre familiar con “cero presión” por llegar a ser perfecto.

Quino Petit /EL PAÍS DE ESPAÑA
10 de agosto de 2014 - 02:12 p. m.
Roger Federer compite esta semana en  Toronto.  / AFP
Roger Federer compite esta semana en Toronto. / AFP

La tarde del 6 de julio, tras un vibrante duelo en la hierba del All England Club, el tenista serbio Novak Djokovic levantó entre sollozos el refulgente trofeo de ganador de Wimbledon con el que ha reconquistado el puesto número uno del mundo y se acercó al micrófono de la pista central para decir, medio en broma, medio en serio: “Gracias por dejarme ganar hoy”.

El destinatario del mensaje, un sonriente Roger Federer, permanecía a escasos metros sosteniendo en sus brazos el galardón de finalista. Vestido de inmaculado blanco-Wimbledon, apenas parecía mostrar rastro alguno de sudor ni en su rostro, ni en su cabello castaño, ni en el resto de su cuerpo, tras casi cuatro horas extenuantes de partido en las que había entonado un recital de clasicismo técnico cargado de ecos de otra época que obligaron a su adversario a disputar un ajustadísimo quinto set en la última final del torneo de tenis más antiguo y prestigioso del mundo.

“Por eso ostenta 17 Grand Slams y por eso ha sido el mejor jugador de todos los tiempos”, prosiguió Djokovic honrando a su oponente, siete veces ganador de Wimbledon. “En los momentos difíciles siempre saca sus mejores disparos. Es un ejemplo de gran atleta, un modelo a seguir para muchos niños, y respeto mucho su trayectoria”. Federer asintió manteniendo la sonrisa. Acababa de demostrar al mundo con una derrota por la mínima en la última manga por qué, a los 33 años, que cumplió el viernes, y tras 16 como profesional, sigue siendo uno de los reyes. Y probablemente el último exponente de la elegancia en el tenis.

Esta última cualidad es algo que el icónico suizo despliega tanto dentro como fuera de la pista. Una buena forma de comprobarlo en persona fue viajar semanas antes de esta final de Wimbledon hasta la localidad francesa de Épernay, en el corazón de la Côte des Blancs, donde alberga sus bodegas la maison más universal del champaña de la que Federer es embajador. El genio de Basilea se presentó ante este periodista tras abrir él mismo las puertas correderas con espejos de aire versallesco que cierran una majestuosa estancia de la primera planta de la residencia de Trianon, el palacete que ordenó construir Jean-Remy Moët, talentoso nieto del fundador de la casa Moët & Chandon, para albergar las visitas de los mismísimos Napoleón y Josefina. El tenista entró en una sala decorada con sillones Luis XVI luciendo sus esbeltos 1,86 metros de estatura embutidos en un traje de Dior azul oscuro y una camisa de Louis Vuitton de color blanco y lunares burdeos. Sus modales de príncipe y la bonhomía sincera parecían ratificar la calificación a quien fue considerado hace tres años, en una encuesta del Reputation Institute, como el hombre que despertaba más confianza en el planeta después de Mandela.

¿No se cansa de parecer tan perfecto?

Siento cero presión al respecto. Soy lo que soy. Puede que la gente piense que soy el chico perfecto, pero no lo soy en absoluto. Tengo mis problemas, meto muchas veces la pata y aprendo de ello. Estoy orgulloso de representar bien el tenis y de ser la imagen de grandes marcas. Y disfruto haciéndolo. Si no tuviera esta sensación, te aseguro que lo dejaría todo. Llegado a este punto de mi vida, necesito hacer cosas que realmente me gusten. No intento pulir una imagen perfecta, mejor de la que la prensa y la gente creen que tengo. Es cierto que soy educado y respetuoso y trato de ser un ejemplo para los niños. Pero si eso te hace pensar que parezco el chico perfecto, la verdad es que no lo soy en absoluto.

Bronceado y sin perder la sonrisa en ningún momento, Federer había venido hasta la región de Champaña una semana antes del arranque del Grand Slam parisiense para dar rienda suelta a su nada oculto espíritu gourmand. Su papel en el torneo francés fue digno de olvido. Capituló en octavos de final ante el letón Ernest Gulbis. El nacimiento de sus gemelos Leo y Lenny en mayo le hacía tener el foco en otro sitio. Pero llegó Wimbledon para reivindicar su figura ante el avance de un nuevo estereotipo que viene reclamando un relevo en el ranquin mundial.

Frente a este cambio de paradigma y empuje de juventud sigue brillando la veteranía de Federer, actual número tres del mundo y el tenista que ha permanecido más semanas (302) como número uno. El secreto de su éxito sigue residiendo en la apuesta por mantener la fuerza de su saque y dosificar sus pasos para subir como una gacela a la red, demostrando quién manda en la pista e imponiendo su juego de alta precisión que busca al adversario a contrapié con golpes ganadores y ángulos imposibles de una belleza extrema, ya sean ejecutados por su derecha implacable o por su eterno revés a una mano de proporción áurea.

¿Se siente como el último exponente de la elegancia en el tenis mundial?

Yo no diría eso. Pero es cierto que mirando atrás, hacia cómo era este deporte hace 50 o 25 años, cuando llegué a competir contra Sampras, quien empezó en los ochenta, me siento más cerca de aquellos tipos que jugaban de manera muy clásica, muy tradicional. Hoy todos son igualmente fuertes. En el saque, en la red, en el fondo, en los movimientos. El tenis se ha convertido más en un deporte de movimiento que de disparos y talento.

Además de ser el tenista que más dinero se ha embolsado en títulos (60 millones de euros), Forbes calcula que sus patrocinadores le reportan anualmente más de 30 millones de euros. Entre ellos, Rolex, Nike, Credit Suisse y Moët & Chandon, la maison con la que firmó un acuerdo por cinco años. A pesar de la tentación de poder seguir viviendo muy bien exclusivamente de su cotizada imagen, Federer se muestra convencido de tener aún mucho que decir en la pista.

“¿Empezar a vislumbrar el final de mi carrera? La respuesta es no. Para mí, todo continúa. Entiendo que tengo hijos y que son la prioridad en la vida, pero el tenis es algo que realmente disfruto. Además, a mi mujer le gusta viajar conmigo y a los niños tampoco les importa. Y creo que es bueno para su educación. Espero seguir en esto muchos años. Pero, bueno, ¿quién sabe lo que va a pasar en un año, en tres o en cinco? No puedo responder a eso”.

Por Quino Petit /EL PAÍS DE ESPAÑA

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