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Un toque de distinción

Bajo la dirección técnica de Alejandro Sabella y tras 24 años de espera, la selección de Argentina volvió a disputar una final en la Copa del Mundo.

Daniel Avellaneda, Río de Janeiro, Brasil
14 de julio de 2014 - 02:00 a. m.
 Alejandro Sabella se hizo cargo de la selección Argentina de mayores en 2011. / EFE
Alejandro Sabella se hizo cargo de la selección Argentina de mayores en 2011. / EFE
Foto: EFE - MARCUS BRANDT

Tenía que ser un técnico del riñón de Estudiantes de La Plata, de la escuela de Carlos Salvador Bilardo, el que llevara a la selección albiceleste a quedarse con el subcampeonato del Mundial, después de 24 años de no llegar a una final, y de seis copas que vieron pasar con el brillo que hoy encandila los ojos de 40 millones de argentinos a pesar de la derrota. Es Alejandro Sabella, ese que se emociona, que se abraza con sus colaboradores más inmediatos e íntimos, Julián Camino y Claudio Gugnali, con el profesor Pablo Blanco, con todos los jugadores que eligió y sostuvo a pesar de las críticas, de los técnicos que somos todos nosotros en un país bien futbolero, desde Ushuaia a La Quiaca, de Sur a Norte.

Pachorra, apodo que se ganó por sus movimientos cansinos cuando surcaba los campos de juego con la camiseta de River Plate, Estudiantes, Gremio, Sheffield United, entre otros clubes, entró en el Olimpo de los entrenadores, como Bilardo o César Luis Menotti. Con su manera de ser tan peculiar, tan ensimismado en su trabajo que parece andar siempre estresado, preocupado. Hasta ayer, claro. Y si había algún cuestionamiento, quedaron enterrados, sin ninguna duda.

¿Cuántos años envejeció Sabella en este período al frente de la selección? Es una pregunta que se impone al ver su rostro ahora y hace tres años, pero es difícil saberlo. A sus 59 años habrá que sumarle el desgaste que pesó sobre sus hombros durante un ciclo que tal vez soñó así, pero terminó de la mejor manera posible. Empezó a construirse el 6 de agosto de 2011, cuando reemplazó a Sergio Batista después de la frustración de la Copa América que se jugó en Argentina y tuvo el amargo sabor de una inesperada derrota en los penales —esos mismos que le dieron el pase a la final contra Holanda— frente a Uruguay.

Sabella estaba con un pie en el avión porque tenía todo acordado con Al Jazira Sporting, un club de Emiratos Arabes que le ponía un dineral, cuando recibió el llamado del presidente de la AFA, Julio Grondona, quien le propuso el nuevo desafío. En la elección del máximo dirigente del fútbol argentino tuvo mucho que ver Nélida, su esposa, que le dijo “andá a buscar a ese muchacho que sabe”. Y para don Julio, la palabra de su señora era sagrada. Hoy seguro que se acordó de ella, que falleció hace dos años, cuando el entrenador al que ella le echó el ojo alcanzó la cúspide de su carrera.

Pocos días después inició su proceso en silencio, con perfil bajo, en Calcuta, India. La primera medida que tomó fue darle el brazalete de capitán a Lionel Messi, desplazando a Javier Mascherano, que de todos modos es el líder que no lleva cinta. Fue una señal de que Sabella quería que el as de espadas de la Argentina fuera el emblema de la selección, el 10 que había sufrido en la Copa América pero estaba vigente. Con Messi rodeado de afecto todo iba a resultar más sencillo. Así y todo, hubo una etapa de turbulencia. Con algunos cimbronazos, pero el equipo “parió”, como a él le gusta decir, en las eliminatorias, frente a Colombia, en Barranquilla, cuando dio vuelta al resultado y se encauzó la historia que tenía reservado un final de película, un guión maravilloso.

Después no hubo grandes tropiezos. A partir de ese partido bautismal se pusieron las columnas de un equipo que giró en torno a los “cuatro fantásticos”, como si Lionel Messi, Gonzalo Higuaín, Ángel di María y Sergio Agüero fueran los personajes de Marvel. Era pretencioso contar con esos jugadores de primera línea, figuras de sus clubes. La selección, entonces, se transformó en la envidia de todo el planeta.

Por entonces, la selección era un equipo ambicioso, con el toque de distinción de esos cuatro grandes cuyas actuaciones disimulaban las deficiencias de una defensa insegura. Sabía el técnico que su principal misión era reforzar ese sector para que el equipo tuviera equilibrio. Sin embargo, no lo lograba. Pasaron uno y mil partidos en los que los atacantes eran la cara de la victoria y los de atrás quedaban envueltos en sombras. Así llegó al Mundial. Con un problema sin resolver. Quizá por eso pegó un volantazo en el debut con Bosnia Herzegovina. El famoso esquema de 4-3-3 ensayado hasta el cansancio se convirtió en un 5-3-2. El técnico puso un exagerado cordón defensivo para enfrentar a los europeos. El intento duró cuarenta y cinco minutos. Y volvió a las fuentes. A jugar como le gusta a Messi.

El primer gesto del entrenador fue haber reconocido el error. No disfrazó con nada su decisión equivocada. Pero Sabella sabía que ese equipo podía desequilibrarse. Y, pragmático como pocos, tal cual se definió a lo largo de su carrera, metió mano en el equipo a tiempo. Cambió para mejorar después de sufrir en los primeros cuatro partidos. Apostó a Martín Demichelis y Lucas Biglia. Y encontró el equipo. Superó a Holanda en los penales gracias a un Sergio Romero inspirado.

Por el ciclo cumplido, por el estrés, porque le dio todo a la Argentina, gracias. Y la verdad, más no se le podía pedir.

Por Daniel Avellaneda, Río de Janeiro, Brasil

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