El Magazín Cultural
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Los cuatro alegres compadres

La cordialidad cinematrográfica de los rusos. "Tú primero, Ike". La democracia del whiski. Cómo llegar tarde sin provocar guerra.

Gabriel García Márquez, 1955/Ginebra, julio 20
23 de marzo de 2011 - 03:25 a. m.

Todo esto empezó el domingo pasado, muy temprano, cuando el señor Molotov decendió del avión y agitó su sombrero alegremente al pasar frente a la tribuna de los periodistas. Fue el primer relámpago en esta tempestad de sonrisas que se ha desatado en Ginebra. Pocas horas después llegó el señor Eden sonriendo a la inglesa: muy discretamente, por debajo de su pequeño bigote color de plomo. Al descender del avión, también el señor Eisenhower sonreía.

Su sonrisa -todo el mundo lo sabe- parece más la de un beisbolista saludando a la multitud después de un cuadrangular de fondo, que la de un presidente. El señor Eisenhower sonríe siempre como si lo estuviera haciendo para una multitud, aunque no haya más de cuatro personas. El señor Faure, parece sonreír por cortesía, como celebrando un mal chiste, nada más que por la buena educación.

¡Haberlo dicho antes!

Cuando el señor Bulganin llegó al aeródromo de Ginebra, probablemente el señor Molotov, que salió a recibirlo, no le había dicho aún que la cosa era con sonrisas.

El mariscal llegó más serio que un ladrillo y así apareció en las fotografías de prensa y de cine que se tomaron en el aeródromo. Pero en el Zim que los condujo del aeródromo a su residencia, el señor Molotov debió de contarle al señor Bulganin por dónde iba la cosa, porque cuando salieron del automóvil todos estaban sonriendo. Toda la delegación soviética en masa y muchos de sus miembros secundarios sonriendo al vacío, sonriéndole a la nada. Desde entonces, nadie ha dejado de sonreír en Ginebra.

 ¿Qué tal los niños?

De la sonrisa se pasó a los abrazos. Eso empezó después, cuando el señor Eisenhower y el señor Zhukov se encontraron por primera vez, el lunes. Aquello fue el encuentro entre dos viejos amigos.

-¿Cómo están los niños?- le preguntó al señor Eisenhower el señor Zhukov. Y el señor Eisenhower, hablando como todo un compadre, le dijo:

 “Muy bien. Los verás esta noche en la comida”.

Y en verdad, comieron juntos ese día, mientras en Moscú se casaba la hija del señor Zhukov, en una ceremonia en la cual no asistió el mariscal, solo por estar presente en Ginebra. Cuando el señor Eisenhower lo supo, dispuso que se mandara inmediatamente un regalo de bodas a Moscú.

 Como en Hollywood

Desde un principio, los observadores interpretaron esta tempestad de sonrisas como un buen síntoma. En Londres, los rusos no sonrieron ni por equivocación. El año pasado, aquí en Ginebra, salieron en todas las fotografías con una cara de palo, que hizo temer seriamente a los observadores por la suerte del mundo. Ahora, en cambio, cuando se preparaban en un soleado y florido patio del palacio de las Naciones para entrar a la primera reunión, los fotógrafos debieron creer que estaban retratando a Eva Gardner en vez del señor Molotov, pues les bastaba con acercársele por la espalda y decirle:

-Una sonrisa, por favor.

El señor Molotov dejaba de conversar. Volvía el rostro con una sonrisa mecánica y aparecía dichoso en las fotografías. Con su  carita de pequeño león amaestrado. Solo un hombre necesitó dos días para aprender a sonreir: el señor Dulles. Como todo el mundo ha podido apreciarlo en todas sus fotografías, el señor Dulles tiene cara de tigre. A primera vista es asombrosamente igual a don Daniel Lemaitre en la cara, en la estatura y en el modo de caminar, como un plantigrado. Pero don Daniel Lemaitre es una de las personas que mejor saben sonreír en Colombia y es por eso por lo que a los pocos minutos de estar viendo al señor Dulles, el parecido ha desaparecido.

  El cuento del pavoreal

Es probable que los Grandes hubieran empezado sonriendo espontáneamente, por indicación de sus estados de ánimo. Pero desde el martes los periódicos empezaron a ocuparse más de la cuenta de las sonrisas. Y ahora parece que los Grandes están sonriendo para darles gusto a los fotógrafos, con unas sonrisas profesionales que ya se pasan de lo normal. Los rusos, que como he dicho, fueron quienes empezaron con la cosa, no se conformaron con reír ellos mismos, sino que han puesto a reír a sus automóviles.

    De los severos Zim con cara de coches fúnebres que usaron, pasaron a los automóviles convertibles, más convertibles que se han visto en Ginebra. Así no tienen necesidad de sacar la cabeza por la ventanilla para que los fotógrafos se den cuenta de que se van riendo, sino que sonríen al aire libre en un incontenible alborozo a la intemperie que tiene desconcertados a los profesionales del pesimismo. En las últimas horas la única vez en que los rusos se han movido en un carro que no sea convertible fue el miércoles, porque estaba lloviendo. y seis miembros de la delegación llegaron en su automóvil convertible, a pensar de que estaba lloviendo. En la puerta del palacio de las Naciones, ese día, tuvieron otra oportunidad de reír a carcajadas: sus automóviles tuvieron que detenerse, mientras la policía espantaba un pavorreal que obstaculizaba el tránsito. Ese pavorreal es único sobreviviente de quince que soltaron allí, cuando se inauguró el Palacio.

 ¡Qué manera de comer!

Todo este ambiente de cordialidad, ya un poco cinematográfico, al parecer más exhibicionista que real, ha estado complicado con la mayor cantidad de almuerzos que se recuerde en la historia de la diplomacia de los últimos tiempos. Ya se perdió la cuenta de cuántas veces ha almorzado quién con quién, y dónde. Cuando sale el sol -a las cuatro de la mañana- ya todos los minutos de los delegados están comprometidos, desde el martes, copado el cupo de los almuerzos y las comidas, a los jefes de gobierno concentrados en Ginebra, no les quedó más remedio que invitarse a desayunar. El único que no ha podido darse el gusto de almorzar fuera de su casa, en casa de sus compañeros de besos y de abrazos, es el señor Eisenhower,  a quien se lo impide el protocolo.

   El señor Faure no llegó

Y es que el protocolo se ha vuelto aquí tan elástico, que ya el señor Faure se dio el gusto de llegar tarde a una reunión de fondo, sin que estallara una guerra.

La cosa ocurrió nada menos que en la primera reunión de los cuatro Grandes, el lunes. 

El presidente de los Estados Unidos y los jefes de gobiernos de Francia, Inglaterra y la Unión Soviética, quedaron de encontrase afuera, en los prados del Palacio de las Naciones. El señor Eden salió el primero, a las seis menos cinco. En seguida salió el señor Eisenhower y un minuto después el señor Bulganin.  pero el señor Faure no salía. Por fin, cansados de esperarlo, los tres grandes puntuales subieron a sus respectivos automóviles y se fueron para la casa. El señor Faures salió a las ocho y treinta de la casa, cuando ya empezaba a oscurecer.

 La razón de esa demora es muy sencilla, el señor Faure y el señor Pinay estaban en el bar del Palacio, hablando de política y tomando vino.

 La democracia del whisky

El bar del Palacio de las Naciones no es ningún sitio secreto.

Es un establecimiento al cual pueden entrar, desde el martes, todos los periodistas acreditados, que hasta ese día estaban bloqueados en la Maison de la Presse, en el centro de la ciudad. Como ya son más de un millar, la presión del descontento estaba a punto de estallar. Al parecer, la policía suiza llegó a la conclusión de que era una tontería que los grandes estuvieran sonriendo y abrazándose y tomando vino en los bares, como cualquier peatón y que en cambio los periodistas estuvieran encerrados, como si ellos fueran los grandes. De manera que se suspendió la cuarentena, y cuando los periodistas entramos, el miércoles en la mañana, al bar de las Naciones Unidas,  encontramos la primera noticia: el señor Zhukov estaba allí,  sentados en una mesa con otros rusos, tomándose un whisky escocés.

    Los cuatro alegres compadres

La protocolización de las sonrisas quedó arreglada el martes en la tarde, cuando se tomó la fotografía oficial de la conferencia que fue publicada en todos los periódicos del mundo. Esa foto fue tomada por una muchedumbre de fotógrafos, a las tres de la tarde, antes de que se instalara la tercera sesión. El secretario general de la Conferencia quería esa foto para colgarla al lado de las ya famosas de Yalta, Teherán y Postdam. Muchos reporteros prefirieron perder la foto de la entrada, para instalarse en un buen lugar, antes de tomar la que ya empieza a considerarse como “la foto del año”.  En ella aparecen, de izquierda a derecha,  los señores Bulganin, Eisenhower, Faure y Eden.

    El hormigueo de los fotógrafos se trepó en las ventanas en busca de mejores puntos de vista. La colocación de los puestos no fue prevista por el protocolo. Y cuando el señor Eisenhower ofreció al señor Bulganin la primera silla de la derecha, el señor Bulganin hizo un gesto que en castellano podría traducirse:

-No mi viejo. Ni más faltaba.

Este puesto es para ti.

 El señor Eisenhower insistió. El señor Bulganin ofreció una cordial resistencia. Por último el señor Eisenhower le puso al señor Bulganin las manos en los hombros y casi lo obligó a sentarse en la primera silla. Allí quedó aplastado, mientras el señor Eisenhower ocupa la silla siguiente.

 Una vez sentados, el señor Bulganin vio un fotógrafo de la U.P. colgado con una brazo del marco de una ventana y tratando de sacar la fotografía con la otra mano. El señor Bulganin lo señaló con el índice, muriéndose de la risa, y el señor Eisenhower, riéndose también, se volvió a mirarlo.

En ese instante estalló un atronador relámpago de 200 bombillas.

La foto del año estaba tomada: la foto de los cuatro alegres compadres.

Por Gabriel García Márquez, 1955/Ginebra, julio 20

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