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La historia de El Espectador ha sido de persecución, de cierres y multas: Fidel Cano

El mensaje que quisiera dejar aquí, y por eso terminé dando el sí a esta invitación, es uno de esperanza, no de lamento, dijo.

El Espectador
08 de febrero de 2013 - 11:05 p. m.

Palabras del director de El Espectador, Fidel Cano Correa, en el evento “Periodistas, daño, memoria y reparación”, donde se rindió un sentido homenaje a los periodistas que han sufrido y sufren los efectos por la búsqueda de la verdad.

Apreciados colegas,

Debo confesarles que tuve muchas dudas de aceptar esta invitación a estar hoy aquí. O más que a estar, a tener semejante exposición.  Y no es solo por mi proverbial timidez que convierte en tortura cualquier presentación en público.

Tampoco porque tenga algunas duda de la importancia de este evento, que lo entiendo, por supuesto, apenas como un primer paso de un largo camino, muy largo, hacia la reparación de tantos colegas víctimas de la violencia en este país.

Pero los largos caminos se comienzan a recorrer con pequeñas pisadas, y si no nos cansamos dando este primer paso ni tampoco, claro, nos conformamos con haberlo dado, esta mañana de memoria y, sí, también de reparación al menos simbólica con algo tan sencillo como el reconocimiento pero tan potente como que provenga del propio Presidente de la República, tiene para mí una enorme trascendencia. No era, pues, por desgano ante el evento que dudaba en estar acá.

Tampoco porque no crea que El Espectador, o la familia Cano, o las muchas mentes brillantes y valientes que empujaron este barco por entre las tormentas de la persecución violenta merezcan un justo reconocimiento por ese legado de independencia y de defensa de ideales nobles que dejaron como herencia a un costo demasiado alto. No tengo la menor duda de que lo merecen.

Lo que me incomodaba, más bien, era que en un acto amplio e incluyente como por su misma naturaleza tiene que ser este al que hoy asistimos, El Espectador tuviera el protagonismo que no es solo suyo sino que comparte con una enorme cantidad de periodistas y de medios, cuyas historias quizás sean igual o peor de dramáticas que la suya y que sin embargo carecen de la visibilidad que un periódico de circulación nacional basado en Bogotá pueda tener. Porque si en algo hay que ser prudente y precavido en el momento de la reparación es en caer en injusticias.

Claro, la historia de El Espectador en sus 126 años de existencia ha sido en buena parte de ella una historia de persecución, de cierres y multas y de encarcelamiento y de exilios y de incendio y de censura directa y de asfixia económica…

Para ubicarnos en este evento, de 1985 en adelante El Espectador y la familia Cano vivieron la etapa más violenta y dolorosa por acallarlos, con el asesinato de su director, Guillermo Cano Isaza. Y poco después de su amigo y parte civil en el caso por su asesinato, Héctor Giraldo Gálvez, y antes de Roberto Camacho, corresponsal en Leticia que sin otra arma que su pluma se enfrentó a las mafias locales y cayó abatido. Y de Julio Daniel Chaparro y Jorge Torres, quienes partieron a completar una serie por las regiones del país, vaya paradoja, sobre la paz posible, y fueron acribillados en una calle empinada y oscura de Segovia, Antioquia. Y de Marta Luz López y Miguel Soler, gerentes comercial y de circulación en Medellín, que en una misma mañana cuando salían de sus casas hacia el trabajo cayeron baleados por el simple hecho de trabajar para El Espectador. Y de Héctor Tavera que en medio de la emergencia viajó a reemplazarlos temporalmente y no se le perdonó la vida por tamaña osadía, lo cual provocó que El Espectador abandonara la circulación en Medellín, la cuna donde nació, y en toda Antioquia.

Luego vendría el bombazo que pudo haber sido el acta final de defunción del periódico de no ser por la solidaridad de los principales periódicos del mundo que reunieron un millón de dólares para la reconstrucción a través de un préstamo sin intereses que todavía hoy se está pagando. Y otra vez el exilio de sus directores y la persecución a sus periodistas en los años posteriores, algunos de ellos aquí presentes, Jineth, Nacho, Hollman, Mariluz Avendaño hace apenas un año…

Pero no he venido aquí a repetirles la historia de El Espectador. La memoria es fundamental, sin duda, pero no conviene quedarse dando vueltas sobre ella. Las páginas hay que empezar a pasarlas para ir encontrando el camino de la reparación. Eso no significa olvidar, nunca olvidaremos, pero sí es abrirle la puerta a la oportunidad de no condenarse a ser para siempre víctima, de encontrar en cosas sencillas grandes reparaciones, o pequeñas, pero reparaciones de todos modos.

En esto, ciertamente, no se puede generalizar. No se debe generalizar. Cada proceso de reparación es absolutamente íntimo y responde a los más diversos estímulos. Y lo que funciona para uno quizás no funcione para otro. Y nunca se podrá saber si la reparación ha sido suficiente o no. Nunca será suficiente, eso es claro, pero sí es muy necesaria.

Por eso el mensaje que quisiera dejar aquí, y por eso terminé dando el sí a esta invitación, es uno de esperanza, no de lamento.

Soy injusto, quizás, al hacerlo. Más si pienso en mi caso personal, porque he sido un tipo con suerte que al final lo he tenido todo para tener un suave proceso de reparación. Tuve suerte en haber estado por fuera estudiando cuando se dio todo el proceso de pérdida de la propiedad del periódico por la familia Cano, alcancé por ello mismo a evadir el proceso de “descanización” al que procedieron los nuevos dueños en esos primeros años, tuve suerte después de contar con la valentía y la confianza de la familia Santos, de Francisco, de Enrique, y entonces también de los viejos, de Don Enrique, de Don Hernando, que con generosidad admirable me permitieron seguir haciendo y aprendiendo más de periodismo desde El Tiempo. Tuve suerte en que muchas vueltas de la vida me permitieran llegar de regreso a El Espectador y que otras más vueltas de la vida, impensables, me llevaran un día a dirigirlo. La fortuna ha sido mucha después de sentirlo todo perdido, de haber llegado a pensar tantas nochesen que nada había valido la pena.

Pero más que en la mía, pienso en la reparación que ha recibido en estos últimos años El Espectador. Recuerdo en lo que estaba el periódico y la empresa hace unos 10, 12 años, abatido después de estas batallas y luego de muchos giros y cambios de directores y de estrategias. El periódico había perdido influencia, nadaba en pérdidas, carecía de norte. Su supervivencia estaba en duda y, sólo por asuntos financieros, se decidía abandonar la circulación diaria para dejarlo como un semanario de fin de semana.

Pero entonces ocurrió algo que lo cambió todo. Vino el reconocimiento que para mí es el primer paso hacia la reparación. Sí, vino el reconocimiento de la historia de ese periódico, de lo que significaba ese nombre, de la falta que hacía esa manera de hacer periodismo para esta sociedad. Llegó el reconocimiento, también, del grupo económico que hoy es dueño de El Espectador de la necesidad que el país donde hacían sus negocios mantuviera esa voz libre y transparente y que era una buena inversión subsidiarlo y mantenerlo libre. Y desde entonces, desde que apareció el reconocimiento de esa historia valiente y comprometida, de nuevo hubo un norte y unas ganas de arremangarse para conseguirlo, para que El Espectador fuera el de antes, para que recuperara lo que la violencia le había arrebatado.

Y hoy, cuando miro a El Espectador como diario nuevamente, influyente nuevamente, sólido en su desarrollo digital, parado sobre piso firme mirando hacia un futuro promisorio, siento que él también ha logrado su reparación integral. Y todo, insisto, a partir de ese sencillo acto que es el reconocimiento.

Me da pena con ustedes haberme extendido tanto y, finalmente, haber terminado cayendo en lo que quería evitar: concentrar en El Espectador, y menos en mí o en la familia Cano, el dolor de tantas víctimas de la violencia que algunos han utilizado como arma para impedir que cumplamos a cabalidad con esta profesión. Si lo he hecho ha sido solamente para ilustrar el caso de una gran tragedia –que, insisto, quizás sea igual o incluso menor que la de cientos de periodistas víctimas de la violencia en este país-- que sin embargo ha logrado recuperar buena parte de lo perdido. Y todo a partir del reconocimiento.

Los invito entonces a recordar, por supuesto, porque nada ni nadie nos podrá devolver nuestros muertos, ni nuestros sueños frustrados, ni nuestras batallas perdidas, ni nuestros años desperdiciados; pero a la vez los invito a no negarse la oportunidad de encontrar símbolos –como este de hoy y los que vendrán-- que nos permitan creer que es posible, que por mucho que hayamos sufrido y mucho que nos haya sido arrebatado, hay que dar estos primeros pasos si no queremos quedarnos encerrados en la lógica de la victimización.

Es en ese sentido que siento que esta historia de El Espectador, de sus penas y de su levantamiento, puede ser para todos nosotros un símbolo de lo que es posible.
Muchas gracias.
 

Por El Espectador

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