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¿El lado oscuro del amor?

Una de las obras más icónicas y transgresoras del compositor alemán, esta ópera trae al primer plano el deseo y el amor prohibido, la irreversibilidad de los afectos y la imposibilidad de seguir el curso trazado por la historia.

Teatropedia*
02 de octubre de 2016 - 02:00 a. m.
¿El lado oscuro del amor?

Hubo un momento en el que la historia del mundo se dividió en dos. Fue en el Medioevo.

Por un lado, esa idea que salta a la memoria y que el historiador francés Jacques Le Goff definió como “la Edad Media ‘fea’, intolerante, violenta y pobre”. Esa de la que hablamos como “oscurantista” y que tantas veces nos limitamos a calificar como tal, casi como un momento perdido de la historia.

Pero también está el otro lado. Es aquella “Edad Media ‘bonita’ —sigue explicando Le Goff—, la que los niños y jóvenes adoran. Es la de los caballeros y los torneos, los castillos y las catedrales, los juglares y los trovadores, las ferias y las peregrinaciones. Es también la búsqueda del Grial, la leyenda de los caballeros de la Mesa Redonda, la novela de Tristán e Isolda, la Virgen María, los ángeles, los santos, las hadas y los monstruos, el combate de Carnaval y Cuaresma...”.

Con todo, aunque el panorama se amplió, sigue siendo una historia sólo con dos caras, algo muy insuficiente para entender cualquier cosa. La Edad Media no fue sólo violenta, intolerante o pobre, como tampoco fue sólo grandiosa y mágica. Y así es como todo se vuelve más interesante. Porque, ¿qué más inquietante que un caballero que no es tan perfecto como los que nos pintan las leyendas cortesanas? Podríamos decir que Tristán es el anticaballero. Uno que en lugar de espada (recuerden que estamos en el mismo tiempo de Arturo y su Excálibur y los caballeros de la Mesa Redonda) usaba arco, lo que lo volvió, a los ojos de una iglesia que buscaba sacar a sus guerreros del terreno de lo salvaje (¡!), un hereje; por eso mismo se le veía como otro de esos seres excluidos del mundo medieval y que podían estar a la par con locos, leprosos e infieles (cualquier parecido con la actualidad es pura coincidencia).

Y si de infieles hablamos, Tristán califica para ese título. Se enamora impulsivamente de Isolda y traiciona a su tío, con quien ella debía casarse. Es algo que simplemente no puede controlar. Ni ella tampoco. Es la locura del amor y la evidencia plena del deseo. En el origen del mito, es por causa de una poción mágica que la madre de Isolda había preparado para asegurar el amor de su hija por su prometido y que, por cosas de la vida, cae en manos de Tristán, invirtiendo el orden de las cosas. En el caso de la versión de Wagner, la que tendremos la posibilidad de ver en los próximos días en Bogotá, ese flechazo es aún más irreversible: es por una mirada que se cruzan los amantes y que no podrá separarlos nunca, nunca más.

¿Que no debían alimentar su amor con la pasión que los encegueció? Puede ser.

¿Que no debían ocultarse en la noche para saciarse el uno al otro? Quizá.

¿Que debían frenar su impulso irrefrenable y pensar en su futuro con serenidad y cordura? Imposible.

Si hay algo que nos muestra esta obra del siglo XIII y que retomaría e inmortalizaría Wagner es que el amor no lo controla nadie. No lo puede hacer, pese a la voluntad de algunos de enmarcarlo todo, de ponerle reglas y límites a todo.

¿Esto hace de Tristán o de Isolda dos personajes reprochables? Para algunos seguramente sí. Porque estos amantes se saltaron la “norma”, “lo correcto”, “lo que debía ser”. Porque su amor representa cómo se salen de cauce las cosas (¿existe algo como un camino trazado? Eso ni en las familias que lo tienen todo calculado) por factores externos, como la propia humanidad. Porque su historia no tiene final perfecto, pues sus protagonistas mueren, y así es más fácil decir “¿sí ve?” y usar la leyenda como una lección moral. Sin embargo, quizá eso era lo que debían vivir. Y tomaron la decisión de hacerlo. Porque en cuestiones del amor, el tiempo se mide distinto y a muy pocos les toca el “hasta que la muerte los separe”.

Pero lo maravilloso de la obra es que justamente permite pensar la historia de amor “después de la boda”. Es decir, cuando se acabaron la fiesta y el brindis y arranca la vida (esto es el 3 de octubre…). Allí no todo es color de rosa, como las fotos que reposan en los álbumes. Esa supuesta perfección de la historia de amor deja de serlo para volverse real, tan llena de emoción e ilusión como de retos y expectativas, pero también de desencantos, de miedos, de prejuicios, de desconocimiento de lo que significa construir juntos viniendo de lugares distintos. Es una aventura de futuro y decidimos si tomarla o dejarla.

Un mundo nuevo

Sólo escuchar la música, frenética, extática, conflictuada, dramática, revela que el alma no está tranquila y que cada aria, cada acorde, son pura pasión, pero también un llanto, un grito por la irreversibilidad de los sentimientos. Es profundamente sensible. Y así lo quiso el compositor alemán: “Erigiré un monumento al más encantador de todos los sueños: desde el principio hasta el final, el amor, por una vez, encontrará una total realización”. Su reto fue crear la obra de arte total (Gesamtkunstwerk).

La total realización es tal que trasciende la vida. Porque se sella con la muerte de los amantes y porque la estamos escuchando aún hoy, tantos años después de su composición y estreno en 1865. Y si de vida y muerte se trata, de la intensidad que tiene la obra en sí misma, cabe recordar que varios cantantes y directores murieron o se enfermaron en su interpretación, por su demanda física y emocional.

Wagner quiso inventarse un mundo nuevo y lo logró. Uno en el cual la estructura fuera distinta, totalmente novedosa, y donde los coros no aparecían en un orden lógico, por lo menos para ese entonces. Además, para que la audiencia se situara dentro de la obra, ya que era tan, pero tan larga, creó 29 melodías específicas para que identificaran a personajes y situaciones (lo que se llama “Leitmotiv”, como el famoso “acorde Tristán”, uno de los más conocidos de la historia de la música).

Cómo será su magnitud que el propio Giacomo Puccini alguna vez dijo que la obra era tan grande que convertía al resto de los compositores en “meros tañedores de mandolina”. Y el director de orquesta argentino Daniel Barenboim aseguró que Tristán e Isolda empujaba a los límites la posibilidad de la música tonal, adelantándose casi sesenta años a la llegada de las vanguardias de inicios del siglo XX. Fue una obra rompedora, en todo el sentido de la palabra. La música compleja reflejaba lo complejo de la situación narrada.

Tristán e Isolda abrió la puerta para hablar de otra veta de amor, el deseo, de esa llama incontrolable y muchas veces peligrosa que nos lleva a perder el norte. O a encontrarlo. Y por eso resulta tan poderosa, tan permanente, tan actual, porque refleja ese sentimiento humano tan incontrolable como el amor prohibido. Uno al que la institución (y los padres) tienden a castigar muchas veces “matando” a sus propios hijos, como lo hizo la madre de Isolda al pretender que una pócima mágica sellaría el amor eterno de su hija por su futuro marido. Al intentar modificar, por puro narcisismo, el destino de sus hijos a su conveniencia. Su persecución asoma la tragedia.

Pero al final, la verdadera tragedia es que se acabó el tiempo. Para Wagner, era la noche la que resguardaba este secreto. En ella estos amantes inseparables se escondían y esquivaban maldiciones y traiciones, tramaban encuentros a escondidas y huían permanentemente de todo y todos para estar juntos.

Hasta que sale el sol. Y allí acaba la historia de amor. O comienza.

* Teatropedia es un proyecto educativo del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo en pro de la formación de públicos en temas culturales. Más información en www.teatromayor.org.

Por Teatropedia*

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