El Magazín Cultural

Alex Turner fue a la luna y volvió

A poco menos de un mes de lo que debería ser su triunfal regreso como headliners de la décima edición del Festival Estéreo Picnic, la euforia que uno esperaría suscitarían los Arctic Monkeys parece estar relativamente ausente.

Daniel Carreño
12 de marzo de 2019 - 06:02 p. m.
Alex Turner y los Arctic Monkeys,  quienes volvieron a sus raices con su más reciente disco: Tranquility Base Hotel + Casino.   / Cortesía
Alex Turner y los Arctic Monkeys, quienes volvieron a sus raices con su más reciente disco: Tranquility Base Hotel + Casino. / Cortesía

Desde que en 2006 su anticipado primer álbum se convirtió en el debut que más rápido se ha vendido en la historia del Reino Unido, la agrupación inglesa se encontró en un imparable y vertiginoso ascenso a la cima que los ha establecido como una de las bandas de rock más importantes de la última década. A pesar de una prodigiosa trayectoria, su más reciente entrega, Tranquility Base Hotel + Casino, ha puesto todo esto a prueba, siendo de lejos el más controversial y divisivo de sus álbumes hasta la fecha.

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Con cada uno de sus primeros cinco elepés, la banda liderada por Alex Turner logró encantar tanto a audiencias como a críticos. Desde el principio, sus ingeniosas letras se destacaron entre un sonido que lograba ser único y distintivo sin ocultar sus influencias, y a medida que los Arctic Monkeys se fueron desarrollando y desmarcando de estas para encontrar un sonido propio, su evolución se evidenció con cada vez mayor intensidad. Aunque muchos fans protestan que la esencia de la banda se ha alejado demasiado de aquella que marcó su debut, la verdad es que, si algo ha definido la carrera de estos jóvenes oriundos de Sheffield, es el mantra que profesan en el título de este: Whatever People Say I Am, That’s What I’m Not (lo que sea que digan que soy, es lo que no soy).

Este año se cumple una década de la primera gran metamórfosis que vivieron los Arctic Monkeys. En 2009 se adentraron en el desierto californiano guiados por Josh Homme, el estrafalario líder de Queens of the Stone Age, para emerger meses después con un sonido completamente distinto al de sus primeros dos releases. Humbug sorprendió a los fans con un aura cargada de una misteriosa aspereza: acompañadas de una gran variedad de nuevos instrumentos, las guitarras cambiaron velocidad por robustez mientras que la estructura y producción de sus canciones se tornó más matizada. Los antiguos relatos de noches inglesas del primer álbum, que luego acompañaron íntimas vislumbres de dificultades románticas y evidentes críticas sociales en Favourite Worst Nightmare, se vieron reemplazadas por reverberaciones de un liricismo enigmático que le dio nueva cara al grupo.

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La evolución continuó en 2011 con el sonido brillante y temáticas jocosas de Suck It and See, un álbum que ha sido relegado, a pesar de su ingenio, a ser el menos relevante del catálogo de la banda. Esto ocurrió porque en 2013 los Arctic Monkeys se dispararon al estrellato global con su colosalmente exitoso quinto álbum: AM, el cual, incorporando elementos de R&B en su producción, adaptó el sonido rockero para generar un ambiente de seducción trasnochada. Las veloces guitarras y baterías redujeron aún más su afán para hallarse en un fluir etéreo que cautivó a las masas y los posicionó en la cima que dominaron desde entonces.

El aplastante éxito crítico y comercial de AM convirtió a Arctic Monkeys en los reyes del rock y, aunque atrajo nuevos fans por montones, alienó aún más a los detractores que añoraban el sonido de antaño que los primeros dos álbumes representaban. Mientras que publicaciones como NME afirmaron que se trataba de la entrega que finalmente los cimentaría como artistas, muchos otros acusaron a la banda de haberse vendido a un sonido comercial. Para una agrupación que venía renovando su estilo con cada nuevo disco, AM probó ser el más polémico de todos.

Hasta mayo de 2018.

Culminando una ausencia de casi cinco años, el cuarteto respondió a la anticipada espera por nueva música con un sonido aún más excéntrico y peculiar; una evolución mucho más ambiciosa y radical que aquella que se vio hace diez años con Humbug… y una muchísimo más genial. Alex Turner siempre ha sido todo un personaje: reservado, misterioso, y terriblemente ambiguo en su forma de hablar. En cada aparición pública parece ausente y elevado, como si su mente se hallara a kilómetros de distancia, en otro mundo, o en otro plano del pensamiento humano, y es a ese extraño cosmos que habita donde decidió llevarnos en un viaje interestelar.

Un piano Steinway & Sons que recibió de regalo para sus 30 años fue lo que desencadenó la cataclísmica transformación musical; “mis dedos caían en distintos lugares a los que habrían caído en la guitarra”, dijo Turner sobre el giro que este instrumento dio a su proceso creativo. Inspirado por temáticas que le apasionan de sobremanera, infundió en su composición una estética musical derivada de dos grandes musas. Su amor por el cine clásico —en particular por el surrealismo italiano de Federico Fellini y la nouvelle-vague de Jean-Pierre Melville— creó una suave ambientación evocativa de los tempranos años setenta, mientras que su obsesión por la ciencia ficción le dio forma a la poesía abstracta que encarnan sus relatos. Esta herramienta narrativa, según él, permite construir mundos que reflejan el nuestro de manera encubierta, razón por la cual emplear su vernáculo le pareció el medio ideal para transmitir tanto íntimos sentimientos como análisis y críticas sobre el estado de la sociedad actual, preservando siempre ese intrincado velo que caracteriza su genialidad. La temática del álbum se resume en torno al concepto de un resort de lujo con casino incluido en la superficie lunar. Innegablemente se trata de un disco raro.

Pero más allá de los profundos matices o su densidad conceptual, lo que ha distanciado a las audiencias de este álbum es una evidente consecuencia del actual estado de la industria musical. En una era en que los servicios de streaming ponen a disposición de la gente literalmente millones de canciones por muy bajos precios, los artistas se han visto obligados a doblegarse ante las demandas de un enorme público cada vez más disperso y desinteresado. Una exitosa carrera como músico hoy en día requiere contar con canciones simples y repetitivas que ‘peguen’ con facilidad y así generen mayores aforos en sus conciertos. Los álbumes se han convertido entonces en una arcaica formalidad; un relleno de temas desconectados destinados a formar parte de listas de reproducción donde se escucharán en aleatorio.

Los Arctic Monkeys, en cambio, se lanzaron en contra-corriente de esta tendencia. No solamente rompieron con la convención de lanzar sencillos en anticipación de un disco y dejaron su contenido ser un misterio hasta el momento en que salió, sino que crearon un álbum profundo y complejo que no se puede escuchar, entender y digerir en una sola sentada. Las canciones se distancian de una estructura tradicional y emplean una instrumentación variada y volátil que hace de cada una una intrigante e impredecible experiencia. Se trata de una obra introspectiva que requiere un delicado análisis, que se escuche con detenimiento y que sea revisitada múltiples veces antes de poderse empezar a apreciar de verdad. No es un álbum que se compuso para estadios, sino, en palabras del mismo Turner, “para una habitación callada”.

Tranquility Base Hotel + Casino es simultáneamente la respuesta perfecta a las acusaciones de haberse entregado a un sonido pop, y el álbum que genuinamente prueba que los Arctic Monkeys son artistas orientados por su propia vena creativa y nada más. Jamie Cook, Nick O’Malley, Matt Helders y Alex Turner han sabido mantener viva una promesa que hicieron bien temprano en su carrera, oculta entre las letras de Who the Fuck Are Arctic Monkeys?, canción perteneciente a un EP del mismo nombre que salió poco después del primer álbum. Entre explícitos ataques a la industria musical y la forma en que esta altera el sonido de los artistas con un fin comercial, la banda en coro canta “we’ll stick to the guns, don’t care if it’s marketing suicide, we won’t crack or compromise”, jurando así mantenerse fieles a su propio estilo y sonido sin importar las consecuencias que esto pueda implicar.

Con esta última entrega, los Arctic Monkeys le dieron al mundo un álbum para pensar, una obra de arte que trasciende los límites convencionales que una banda de rock suele siquiera aproximar. Si se logra escapar del abrumador afán por una satisfacción inmediata para darle una genuina oportunidad a este disco, más allá de disfrutarlo o no, lo que se garantiza es una experiencia única entre lo que hoy puede llegar a ser un mar de mediocridad. A pesar de que la conspicua genialidad detrás de este esfuerzo parezca —lastimosamente—, como lo presiente Turner en la brutal Science Fiction, “demasiado ingeniosa para su propio bien”, dudo que esto sea algo que a él le quite el sueño, la verdad.

Por Daniel Carreño

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