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Apología de la relectura

Leer no es suficiente. Hay obras que exigen relecturas. Hay páginas que exigen volver a pasarse por ellas. Hay libros que se escriben con la condición de ser leídos varias veces.

Jaír Villano / @VillanoJair
27 de julio de 2020 - 09:13 p. m.
Releer no es repetir la lectura: es darle otro sentido. Ahí, se forja un diálogo entre ese que leyó antes esos mismos párrafos, esas mismas escenas, esos mismos versos, esa misma historia.
Releer no es repetir la lectura: es darle otro sentido. Ahí, se forja un diálogo entre ese que leyó antes esos mismos párrafos, esas mismas escenas, esos mismos versos, esa misma historia.
Foto: Archivo Particular

Releer no es repetir la lectura: es darle otro sentido. No hay vacío, hay presentimiento. Esa pulsión entre el pasado y el presente es exquisita: se forja un diálogo entre ese que leyó antes esos mismos párrafos, esas mismas escenas, esos mismos versos, esa misma historia.

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Si hay cierta distancia, se reconocen ciertos cambios, ciertas inclinaciones; emergen preguntas internas: ¿por qué me llamó la atención esto y no esto otro? ¿Por qué me parecía más agudo este personaje y no aquel? ¿Por qué me identifiqué con el antagonista? ¿Por qué pasé por alto la fuerza de este acápite? ¿Y esa mancha de café cómo llegó ahí? ¿Y esas cenizas?

Si la mirada es melancólica la evocación penetra intimidades ajenas a la obra. Ya no es uno dialogando con el libro, sino el libro dialogando con uno, porque me pertenece, porque lo he conquistado, porque lo conozco, de modo que me hallo en él.

Releer es regresar sin prisa, sin inmediatez, sin otra expectativa distinta a darse placer estético. Y no solo hablo de la literatura, pasa lo mismo con la filosofía: ciertos aforismos, ciertos diálogos, ciertos argumentos, como Heidegger hablando de Hölderlin, como Foucault revisando el hombre temperante de los griegos, como Vattimo y su explicación del nihilismo.

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Y no solo es con lo escrito: también con la música, el cine, el teatro. No se vuelve a escuchar o a ver. Se trata de los sentimientos. Es posible que algunos se repitan, pero siempre de manera distinta, porque el ser humano es voluble y susceptible, y eso lo hace dubitativo y errante y cambiante.

Esta circunstancia de encierro forzado, de melancolía insustituible, permite vencer la necesidad de hurgar lo nuevo, ese autor del que hablan tan bien, ese libro tan celebrado; releer es encontrarse con sí mismo, y por salud sensorial todos deberíamos encontrarnos consigo mismos, con ese que ya no somos, o con ese que creemos que hemos olvidado. O mejor: con ese que todavía no definimos.

Releer es descubrir por efecto de lo otro: un libro; y por efecto de sí mismo: uno con uno mismo. Releer, algo que no enseñan en los colegios y mucho menos en las universidades, es situarse en la frontera que separa el antes y el ahora.

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Releer es crear un nuevo estado, uno que se redescubre, que se reinterpreta. Releer es retribución afectiva y estética. Es ganar otro tiempo, otras experiencias, otras sensaciones.

Entiendo que están los otros casos: los libros que es mejor no releer. Porque son mejores en el recuerdo, porque en unas pocas páginas uno ya entendió que eso que parecía tan bueno carece de otro tipo de facultades antes soslayadas por ausencia de referencias. Esos títulos, que estoy seguro que muchos lectores tienen -una lista personal, supongo-, es mejor prevenirlos, pero no relegarlos: ¿qué tal si hacemos un repaso mental? Y sonreímos, y no estimulamos, y lloramos con nosotros mismos. De suerte que ya no es libro lo que me genera, sino lo que yo genero con esa lectura, así sea en reminiscencia.

A veces hablo de novelas que ya no recuerdo, y me parece que estoy cometiendo un fraude: pues arrojo comentarios desde el olvido. La más reciente fue una charla a propósito de Pureza, de Jonathan Franzen. No retenía nada. Pero en cambio sí de una que leí más atrás: Libertad.

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Esa charla -con ese amigo con el que paso horas enteras hablando de literatura, y me ha salvado de este confinamiento tan estrecho- me llevó a dos reflexiones: que no recordar lo que se leyó es como no haberlo leído, de modo que se puede decir que no leí Pureza, salvo porque tengo un diario donde guardo apuntes; y dos, que la memoria es tan selectiva, que recuerda lo que más impacto genera: y a mí el monólogo de Patty y la transformación de Walter, en Libertad, me parecieron muy bien logrados.

Pero esa falta de retentiva puede ser un punto a favor. Porque hace poco volví a María Luisa Bombal y Felisberto Hernández, y me sorprendí por lo poco que me acordaba, y me agradó en grado sumo conocer esos autores con cualidades tan puntuales. Y haber olvidado, y haber recordado, y luego haber reiniciado.

Releer puede ser un comienzo. Si es una obra portentosa, uno que asegura nuevas posibilidades. Porque las obras maestras no se agotan. No están labradas para eso: su misión es perdurar en el tiempo, y provocar nuevas exégesis y elementos de análisis.

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Hay escritores que releen para adquirir tono, para arrancar, para darse empuje. Hay poemas que están escritos para no fenecer: versos e imágenes tan potentes, que la memoria inserta, y que cuando se replican suenan y saben distinto.

Releer es un privilegio. Releer es un goce. Releer no nos hace más inteligentes, pero sí mejores lectores.

Por Jaír Villano / @VillanoJair

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