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Aventura de dos mundos (Cuentos de sábado en la tarde)

Al salir de los túneles del metro, la lluvia es tormentosa y da la sensación óptica de estar observando a través de un caleidescopio.

Luis Felipe Arango
08 de julio de 2023 - 04:59 p. m.
Imagen de referencia.
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Foto: Pixabay

Personas y objetos se fracturan en siluetas geométricas mientras una niebla tupida flamea sobre los vagones del tren. Ya es septiembre y este clima insondable sugiere los últimos arrestos del verano. Ingresé por la parte trasera del tren. Me dirijo hacia el compartimento del comedor donde una mesa de mantel amarillo decorada con rosas me seduce por su aroma evocador de los jardínes de la infancia. En el parlante alcanzo a escuchar una retahíla tediosa anunciando el inicio del viaje desde la estación de Shantou con destino a la ciudad de Shenzhen, al sur de la provincia cantonesa. Antes de iniciar mi experiencia como histrión diletante quize aventurarme unos días para conocer las playas de esta bella joya antigua, famosa entre otras por los monzones dantescos que la azotan con frecuencia.

El diseño aeroespacial de los trenes bala me despiertan una atracción cautivadora y siempre he pensado que su inventor debió inspirarse en algún cómic de la ciencia ficción. Alcanzan unas velocidades inverosímiles que más parecen de proyectiles balísticos desde los que ojeas distraídamente por la ventana y de repente un paisaje idílico queda transformado en lienzo de la imaginación. Riscos majestuosos brotan pareciendo esperpentos vetustos que la implacable velocidad del tren va devorando sin dejar rastro de su presencia. Con meticulosa puntualidad asiática, la nave inicia itinerario a las 6:08 de la tarde. Despega flotando sobre rieles imanados mientras queda atrás la estación de arquitectura vanguardista sacada de los diseños distópicos de Blade Runner.

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Es tal el sigilo de la nave que me va adormeciendo, hipnotizado por la monotonía de la piel agrietada proyectándose en la ventana cual escena surrealista del cine mudo. El paisaje rural chino es una vasta superposición de remotos vestigios entreverados con estructuras insólitas del modernismo tecnológico. Al observar los bruscos contrastes me pregunto a donde irían a vagar los espíritus de la sabiduría taoista en medio de tanta abundancia materialista. Antiguos cementerios feudales y aldeas medievales de raíces empredradas son bruscamente cruzadas por filigranas interminables de ferrocarriles en los que gravitan cientos de naves fulminantes. Es una red enorme abarcando el territorio chino a velocidades oscilantes entre los 400 y 600 kilómetros por hora, algo impensable aún en los países más avanzados de Occidente. Semejante capacidad de movilizar a cientos de millones de personas a través de transportes masivos bordeando la velocidad del sonido, explica en parte la delantera de una cultura tan antigua. Este nivel de tecnología galáctica adaptada al transporte terrestre explica en parte los motivos para pensar en la hegemonía global China para mediados de este siglo si Occidente no lograse recuperar ese cacumen que eleve su influencia como pivote del progreso mundial.

Años atrás no imaginé lanzarme a conocer geografía tan legendaria. Más la sentía como una leyenda literaria alejada de mi experiencia vital. Eran días donde la rutina oscilaba entre los vacíos del vértigo y las incertidumbres de la existencia. No pensaba entonces en anclar la vida a ningún lugar específico del planeta. Pero las emociones de este viaje sí me recuerdan sensaciones exóticas con las que soñaba algún día acampar bajo el misterio de sus riesgos y encantos. Me parecía esta hazaña más propia de cierto explorador extraviado por las entrañas de civilizaciones náufragas. A veces reflexionaba que al estar ya hasta el último escondrijo del globo descubierto, resultaba poco probable encontrar un lugar con el hechizo suficiente para sacudir realmente el asombro. Cavilaba sobre el magnetismo desconocido de confines utópicos, el latido deslumbrado en algún inhóspito fiordo islandés o la respiración gélida en una isla de Tierra del Fuego. O vivir el embrujo místico desde lo alto de las dinizias excelsas abarcando la perpetuidad del Amazonas.

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Pensar en este andar por imponentes escarpaduras cubiertas de jade en Hunan o navegar por el delta del río de las Perlas al sur de Guandong era algo inesperado entre los anhelos mundanos. Parajes tan distantes no estaban siquiera referenciados en los límites de mi geografía mental. Tampoco tenía evidencia de que existieran semejantes ciudades robotizadas en la propia entraña de una dinastía comunista, entre antiguos templos budistas y montañas arañadas por millones de aldeanos sobreviviendo en desconcertante miseria. Además de invasoras colmenas de cemento al estilo soviético deterioradas por la paliza del tiempo y el olvido, en las que duermen hacinadas millones de personas en connivencia con animales extravagantes, advirtiendo el advenimiento de venideras pandemias.

La pantalla digital al frente del vagón indica que el tren va disminuyendo su velocidad a 300 kilómetros por hora en preparación para la próxima parada. En medio del marasmo me acuerdo de revisar el boleto del tren de la frontera al aeropuerto de Hong Kong. Allí me encontraré con Lorenzo, el compañero de viaje de regreso a Suramérica, a eso de las cuatro de la tarde. Ya vamos arribando a la estación de Shenzhen. Para cruzar la frontera entre Kowloon y la isla debo abrirme paso a empellones por una plataforma inacabable, entre la maraña de túneles, puentes, cámaras de vigilancia y cientos de guardias recelosos que imponen su feroz control en las distintas terminales de migración. Millones de chinos del archipiélago y del continente se cruzan en doble sentido cual enjambre humano bregando por llegar a su panal.

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Había escuchado rumores sobre Shenzhen de ser el arquetipo del futurismo, la prueba de una ciudad esencialmente automatizada. Bastaba con oprimir el ombligo de alguno de los androides rojos que ruedan por la estación y ellos te entregan o reciben los boletos del tren de miles de personas. Los androides azules atienden la información de horarios y rutas. En cuanto a los taxis, en su mayoría son vehículos sin piloto y más parecen cómodas salas rodantes, con chasis circular e interior forrado en en cuero de tonalidades elegantes. Para tomar el trayecto por la autopista exclusiva de taxis, un robot verde con lentes verdes me explica que debo activar el computador central del vehículo con la tarjeta del banco. En el centro del vehículo está instalada una consola que más parece un oráculo interplanetario. Desde allí se controlan las celdas para seleccionar entre miles de destinos que incluyen hoteles, restaurantes y los más cotizados cabarets, burdeles y espectáculos de temporada.

Había salido de la apartada bahía Tairona en la provincia de Magdalena hacía ya más de un mes. Nahuel, de la vecindad kogui, me había arrimado en canoa por la deriva del río Palomino hasta la orilla de la troncal del Caribe para tomar el bus rumbo al aeropuerto Simón Bolívar y allí abordar un avión de conexión a Panamá. Dejé solitaria a mi amada Nicolasa en lo profundo de nuestro fascinante paraíso rodeado de rocas prehistóricas y aves espectrales. Compartíamos una cabaña bucólica desde que decidimos huir de la ciudad para nunca más volver a padecer la cuarentena de una peste. La había abandonado con la promesa incierta de que este sería un viaje breve, cuyo único propósito era actuar por última vez como extra en alguna película policíaca o cualquier otro papel que me ganara. La generosa paga siempre lo ameritaba además de la insólita experiencia.

Necesitaba el dinero y con esos dólares convertidos a devaluados pesos me alcanzaría para pagar por fin el saldo de la poética manga que siempre habíamos soñado a la rivera del mar, en medio de los arroyos cristalinos de la rústica Dibulla.

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Aquella noche del regreso desde Hong Kong, hacía un calor tremendo y la humedad me azotaba. Aterrizamos en el Ernesto Cortissoz en un vuelo trans-pacífico proveniente del Chek Lap Kok, haciendo escala en ciudad de Panamá. Con el pago del papel secundario en el film “La explosión” había logrado ahorrar el botín para pagar la deuda que tenía con el bajo mundo. Afanado me dirigí a la estación de taxis, desvencijados abuelos de los autómatas asiáticos, y le dí un billete largo al conductor para que me llevara sin reparos al que quizás era uno de los tugurios más temidos de Barranquilla. Llegamos a uno de tantos callejones oscuros, pero este tenía un particular hedor a pescado descompuesto. En medio de la penumbra imploré para mis adentros que ojalá fuera esta una diligencia rápida. Tenía mis dudas de si estaba a punto de realizar una transacción indecorosa, aunque intuía que probablemente sí, porque no tenía certeza de que el individuo a quien pagaría y fungía como propietario del lote lo fuera en realidad. El tal señor barrigón y básico, con quién me tocaría lidiar para el pago de la deuda, era seguramente un testaferro, uno de tantos que abundan en esta tierra fértil para reproducir la fortuna de cafres superiores. A estas figuras aparecidas de la nada con pistola al cinto y ejército de matones a su disposición, se les ha conocido coloquialmente como ‘parracos’. No en vano tienen ese parecido con los pajarracos sinuosos y esquivos que asechan la carroña. Son generalmente matones al servicio de grandes terratenientes y cobran sus mandados con el pago de grandes extensiones de tierra. Han logrado convertirse en los nuevos hacendados de las mejores tierras del país. Ya no solo son los propietarios de vastas extensiones sino que camufladas entre sus propiedades han construido vastas extensiones de aeropuertos y laboratorios para la fabricación de todo tipo de alucinógenos y químicos que trafican por sumas exorbitantes en las más glamurosas capitales del poder político y financiero mundial. Es a un secuaz de esos pajarracos del hampa, a quien debo a pagarle el último fajo por la perla marina que siempre soñamos con Nicolasa en la costa del mar Caribe, a la ribera del arroyo plateado que baja de los glaciares de la Sierra Nevada.

Miraba a la productora singapurense con cierta frialdad y de pronto pensé que lo mejor sería atreverme a romper el hielo. Con un gesto amable le bromeé sobre la elegancia de sus tacones rojos de puntilla y sonriendo le dije que ‘definitivamente la mejor jugada para garantizar el éxito de esta gran producción era haberme incluido en el reparto’. Ella sonrió con una gracia cómplice porque también le convino para su comisión. Esta vez me bastaba cualquier papel que en algo exigiese mi esfuerzo por rescatar los olvidados atributos teatrales. Desde ya hace un tiempo notaba que de manera extraña, en esta región de Cantón, tienen la costumbre absurda de atribuirle la etiqueta de actor a cualquier caucásico con alguna cicatriz trasnochada de galán de comerciales de televisión. La verdad es que en mi caso, los papeles más populares en la televisión china eran bastante banales e inexplicables. He pasado de promotor de excusados electrónicos, a modelo de jabones de piedra volcánica, vendedor de cremas con huevos de calamar, de trajes con telas de Kashmir y baños turcos de madera siberiana hasta pijamas de Cambodia. Para esta película el guión se basaba en la historia de un terrorista beliceño, cuyo cerebro de científico criminal pone en jaque a los servicios de inteligencia de la Interpol. El suspenso de tramas criminales internacionales es uno de los más taquilleros ardides del cine digital chino, consumido obsesivamente por millones de jóvenes alelados, vayan por donde vayan, bien sea en el metro, caminando por la universidad o en la letárgica intimidad de sus hogares.

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El personaje en este thriller ha llegado a lo más encumbrado de las ligas del crimen organizado mundial. Mi impronta encaja con la maldad del vesánico por las callosidades que la vida va dejando en el rostro, pero especialmente por cierta facilidad para interpretar escenas delirantes y algo grotescas. Tenía las mejores referencias del director y había tenido oportunidad de conocerlo personalmente en una ocasión durante el estreno de la estupenda obra ‘Pingtan’ en el teatro de la Ópera de Cantón. Naturalmente el director Yang no recordaba aquel encuentro fugaz, pero aún así estaba satisfecho de haberme escogido para esta escena crucial porque el sincretismo racial armonizaba con el tipo demencial que él imaginó.

En la película, el personaje de alias ‘pitágoras’, sin saber nada distinto del griego a que fue el primer matemático helénico, se asocia con una táctica operativa de terror utilizada alrededor del área y la hipotenusa de un triángulo perimetral. En la fantasía del guión se asume que con la triangulación eléctrica entre campos magnéticos distantes se puede desencadenar un atentado en serie de explosiones químicas que abarquen una zona de varios kilómetros a la redonda. Los detectives expertos en terrorismo de la película concluyen que para desentrañar los complots de ‘pitágoras’, lo mejor es reclutar de alguna academia un versado maestro de la trigonometría de los triángulos. Un teorema resuelto con la sabiduría del matemático es para los detectives el método necesario para descifrar las pistas de las conjuras planeadas por este adicto a la gloria del terror.

Allí me encontraba, solitario entre mandarines, en los remotos estudios de Quingdao, uno de varios Hollywood chino, inmerso en mi rol de terrorista demente. La trama me recordó los años de adolescencia en la escuela cuando los números no eran más que los verdugos de la libertad. Me transporté al recuerdo del cura rector agitando una pesada campana de bronce para anunciar el reinicio de la vida, el comienzo de las plácidas y monótonas vacaciones en la normal provincial de Sahagún.

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Mientras todos mis compañeros y amigos se iban a disfrutar de la algarabía y los carnavales propios de la celebración del final del suplicio académico, él suscrito Asdrúbal debía permanecer otros dos largos meses encerrado en ese claustro bajo la guillotina de algoritmos y cosenos presagiadores de un tortuoso verano tropical. Unos pocos meses después de lograr graduarme de la normal en Sahagún decidí huir de esa máquina de suciedad y frenéticos instintos en que se fue convirtiendo sin clemencia mi pueblo agrandado por tugurios e invasiones de interminables refugiados.

Celebraba con euforia la maravilla de haberme ido a vivir a una reserva indígena. Habitaba plácidamente en un bohío de caña brava con hojas de palma en las entrañas de una reserva Kuna. Mis primeros pinos en la ilegalidad se iniciaron por esas aguas cercanas a las selvas del Darién, en el costado panameño de la frontera demarcada por Cabo Tiburón. En la selva el tiempo parecía ahogarse bajo una lluvia inagotable y tenía dimensiones distintas al ciclo de vida lineal. El de la selva es un tiempo inasible e incompatible con la ilusión marcada por las agujas del reloj. La palpitación de la existencia está impulsada por el azaroso ritmo de los cambios climáticos que irrigan esa exuberante vegetación. El diluvio cae durante varios días y los insoportables vahos de humedad liquidan hasta la más ruda voluntad. Mientras ensayaba el guión, la memoria continuó por sus vericuetos hasta un día de mi juventud cuando vivaqueé con algún amigo en una playa blanca bajo las palmeras de la cabaña del mítico Bernardo Calle, aquel ilustre prófugo de la encopetada élite cosmopolita. El paganismo de su estilo de vida y el chalé idílico que don Bernardo se construyó en ese bello rincón caribeño del Cabo le hacían creer a muchos incrédulos que tal vez no eran tan blasfemos quienes como don Bernardo pensaban que era innecesario trabajar para vivir. La música se silencia caprichosamente en esa esquina selvática del Darién. Solo se escucha el estruendo de las olas al reventar contra el boquete de unas rocas faraónicas. No hay límites de tiempo para el hampa y la geografía imbricada de mares, ríos y cordilleras terminan por confabularse para camuflar sus fechorías.

Desde la alejada Shenzhen evoco estos territorios donde mi identidad y profesión habrían de forjarse. El tráfico de armas y de drogas y de personas a lo ancho del Darién era una circunstancia que había determinado mi destino de manera inevitable. Haber conocido al epicúreo Calle me alentó a sacrificar temporalmente algo de mi libertinaje para dedicarme con agallas y temeridad a navegar por los ríos de esa espesa selva en cuya profundidad se encubre una compleja cadena de ensamblaje y exportación de alcaloides.

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Un evento que me llamó particularmente la atención del personaje de la grabación en Quingdao, es que en una de sus inspiraciones delirantes había logrado desarrollar un procedimiento para construir un sorprendente artefacto artesanal que combinaba las funciones del sextante y la brújula. Esa herramienta cuasi medieval le permitía a las naves nocturnas de su célula terrorista, cargadas con peligrosos pertrechos químicos y nucleares, orientarse por rutas completamente desconocidas y por fuera del radar de las tecnificadas flotas navales que vigilan las fronteras nacionales. Para moverse con seguridad por estos océanos militarizados, Al Azhan, el terrorista, no confiaba en el uso de los sofisticados equipos digitales o satelitales. Era claro que con esas tecnologías la vulnerabilidad a una interceptación o jaqueo del sistema era mucho más alta. Nuestras mafias tropicales comprarían a ojo vendado tan fabuloso ingenio. Por esta razón los conocimientos de astronomía han sido usualmente valorados en el mercado del bajo mundo; es una ventaja muy favorable al momento de evadir patrullajes y persecuciones. Una lectura virtuosa del firmamento que comprenda la posición de la luna o del sol y de los astros respecto de otras constelaciones, permite calcular con precisión astral la latitud y longitud para precisar el rumbo y la distancia de rutas inexploradas.

Alguna conexión cósmica conectaba desde opuestos éticos el sentido de orientación de Al Azhan con algunos de los ritos legendarios que distinguen a la cultura Tayrona a miles de kilómetros. En la Sierra Nevada el sol y la luna son las divinidades que ordenan la órbita elíptica del planeta. Para Al Azhan, la acertada o errática lectura cartográfica de estas dos divinidades bien significaba la diferencia entre el triunfo de una operación millonaria o el fracaso de un enfrentamiento fatal en alta mar.

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Al hacerme consciente de esta conexión metafísica entre personajes y culturas tan distintas y distantes, siento como que hubiese descifrado una revelación existencial. Pienso en la certeza de que nada me separa de una identidad universal como miembro de la especie humana. Me contaron alguna vez teorías épicas que asociaban al Asia septentrional con el poblamiento de América. Una conquista que se iniciaba hace más de 20,000 años cuando los nómadas cazadores provenientes del Asia Central bordearon la ribera del río Nadyr hasta desembocar en la tundra de Beringia. En algún lapso de glaciación se formó en lo que hoy es el estrecho de Bering un puente natural de dimensiones colosales. Lo poblaron miles de especies entre albatroces y alces y jaguares, abrigados por rocas tupidas y bosques de secuoyas y abedules que impregnaron de una belleza mágica aquel paso levadizo entre continentes de la que sería la más fascinante travesía de cazadores y recolectores hambrientos de inmortalidad.

Esta constatación me llevó a lucubrar sobre el fino hilo conductor entre la atemporalidad del cosmos y la cotidianidad del individuo. Entendí que ese hilo debía sublimarlo si quería despertar de la rutina frenética que me absorbía toda vitalidad espiritual. Alguna vez visitando los templos de Buda en Guangzhou sentí de pronto que quería transformar mi vitalidad diaria en energía espiritual. Cuando nadaba en el mar amarillo de Shantou medité sobre el equilibrio de la energía trascendente y ese puente requerido para ‘despertar’ de la existencia mundana. No podemos ser solamente la ilusión de levantarnos a diario cual entes para comer, trabajar y dormir. Debe haber una forma distinta de la existencia consciente y ese camino se recorre con el ‘método del despertar’.

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El ser o la nada. Es como tener la sensación de escuchar la música en un ‘más allá’. Un edén que está en las entrañas de la Sierra Nevada pero que se siente también cuando soplan los vientos primaverales en los bosques de Baiyun. Los sonidos de la flauta Zen himalaya provocan los mismos ecos de la flauta chamánica en la América profunda. El canto sinfónico del agua fluye por la cinta de Moebius cubriendo la universalidad del globo laberíntico, mojando tigres fluorescentes y nutriendo glaciares sin fondo. La odisea del hombre que trasciende su inmediatez fue lo que debieron sentir los caminantes de la vanguardia cuando cruzaron esa tundra ártica para entrar en la dimensión desconocida de un nuevo continente. El hombre universo. El hombre frente a la dimensión mágica de un nuevo bio-universo. Cuando el humano centra su supervivencia en la caza y la recolección, va expandiendo el horizonte y alivianando la carga, se hace más ágil su anatomía y esencialmente libre de ataduras físicas y mentales. Su destino es andar, mutar, la impermanencia.

En la levedad de la meditación del receso escénico, escucho el extraño repicar de unas campanas ocultas que me sumergen aún más en la cavilación. Imagino a esos atletas prehistóricos más parecidos a una jubilosa avanzada de monjes budistas alucinados por la aventura de cruzar desde Kamchatka hasta Ushuaia en la breve jornada de un milenio. La consciencia del ser metafísico me permite sentir que ningún lugar me ata y repentinamente despierto a la verdad de reconocer la no permanencia. En todas partes y en ningún lugar. Shantou-Darién-Tayrona-Bering. Todo es mutable, hoy es un tren hacia Shenzhen, mañana un andar del ermitaño descalzo. Hoy soy viajero, mañana seré sepultado.

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Estaba ensimismado en mis pensamientos cuando de pronto siento un empellón de hombro que me sacude las entrañas y despierto al instante. Nada es permanente. Lorenzo, mi colega de peripecias comerciales, está ahí afanándome para abordar cuanto antes ese vuelo de Hong Kong a Barranquilla, si es que he de cumplir mi cita con el submundo para pagar el solar de nuestras ilusiones. Me envolvía una plácida sensación de libertad al lograr soltarme de deudas materiales y de repente dejo de sentir ese apego por algo que no sea el breve espacio del amor y la naturaleza. Quería regresar al santuario de mi barraca silvestre para conectarme con la tierra nativa, para explorar las vetas de la inspiración en el compás del viento bailando al ritmo de las hojas del macondo.

Desde entonces la fortuna que me abriga es la de no tenerle miedo a la adversidad, de saber que en la escasez de mi chagra está recogida la infinita abundancia de la Sierra. Cuando ingresas a la dimensión del despertar, los demonios del desamor no tienen forma, se despedazan. Descansaba plácido del largo viaje por las cordilleras mandarinas mientras observaba en estado hipnótico la hoguera de la playa que Nicolasa avivaba con unas ramas de palmera. Suspiro. Entendí por fin que la tristeza y todas las demás emociones que llegare a sentir, serían tan solo fragmentos de mi entendimiento lúcido del sentido complejo de la felicidad efímera.

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Por Luis Felipe Arango

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