El Magazín Cultural

Bogotá y la crudeza del tintero

Desde los suburbios hasta los cafés que solían visitar los intelectuales, a la capital del país la han narrado desde el oprobio y la vejación de criminales y seres marginales permeados por rencores, venganzas y traumas originados en el devenir de la historia.

Andrés Osorio Guillott
22 de agosto de 2018 - 05:31 p. m.
El Centro de la capital ha sido un referente en las obras literarias bogotanas por su valor cultural. / Gabriel Aponte - El Espectador
El Centro de la capital ha sido un referente en las obras literarias bogotanas por su valor cultural. / Gabriel Aponte - El Espectador

Quienes han vivido y leído a Bogotá desde sus múltiples escenarios lograron hallar cierto valor estético a los desafortunados sucesos que desencadenaron en el ciudadano promedio una actitud rudimentaria y a la defensiva. Desde el género de ficción, la violencia y su enquiste en la sociedad que veía morir a símbolos de esperanza, la presencia y conquista de drogas que exasperaban los círculos de delirio y desvarío en individuos aislados y enajenados proliferaron una serie de narrativas alrededor de una crisis en lo moral y en lo social que se congregaba en lo marginal.

Relatos que sustentan y revalidan la presencia del mal se apropian de todos los orígenes y contextos en Bogotá. Niños, excombatientes, habitantes de calle, gerentes, curas, abogados, docentes y otros personajes más, simbolizan una comunidad permeada por la corrupción y la ignominia. El escape constante de la realidad a través de sustancias psicoactivas y tiempos de fiebre, ansiedad y desajustes emocionales ante la muerte componen los perfiles psicológicos de varios personajes que caen en la esquizofrenia y en la absoluta soledad.

Tomás, personaje principal de Matías (1958), texto de Fernando Ponce de León y considerada una de las mejores novelas del siglo XX según la Biblioteca Luis Ángel Arango, está encerrado bajo la tesis del mal como un elemento legitimado por Dios. Su ceguera desde pequeño lo lleva a descubrir la condición de la naturaleza humana bajo una constante sed de venganza disfrazada de curiosidad e inocencia. A partir de allí, la novela cuestiona las costumbres y advierte los riesgos de absolutizar las normas y la moral en una sociedad influenciada por las pasiones y la maldad.

Campo Elías, excombatiente de la Guerra de Vietnam, es el personaje principal de Satanás (2002), novela con el que el autor bogotano Mario Mendoza relataría la masacre del restaurante Pozzeto, en el cual 30 personas serían el fatídico desenlace de una mente que no sanó las secuelas de la guerra en una sociedad caótica y negligente como la bogotana. Sumidos por el afán y el ritmo frenético, personajes como Campo Elías terminan por sumergirse en pequeños extramuros o suburbios donde la locura se vuelve cómplice de la soledad y el silencio de los pensamientos más profundos de los personajes.

De Mario Mendoza y sus narrativas del ‘realismo degradado’ que yacen en el Centro de la ciudad, podríamos devolvernos varias décadas atrás, hasta llegar a Sin remedio (1984), novela de Antonio Caballero que también nos transporta a una Bogotá en la que las historias son una especie de oxímoron entre lo que es demasiado humano y lo que a su vez simboliza la manera en que hemos deshumanizado a las personas a través de la exclusión y la apatía que acompañan la cultura de la guerra.

Por medio de la lucidez de un personaje como Ignacio Escobar, poeta mordaz e incómodo con su entorno, Caballero expone a una Bogotá que se debate entre la comodidad de una clase alta que enarbola los discursos de una izquierda en aparente auge y las condiciones infrahumanas que son el reflejo de una sociedad corrupta que normaliza y poco se escandaliza viendo a niños que en lugar de escarbar su alegría entre juguetes lo hace entre la basura esperando encontrar algo de comer. Así mismo, los focos de violencia, prostitución y exclusión se asoman ante la perspectiva de un poeta que choca de frente con el desamparo de una ciudad marginada por un lado y cómoda e indiferente por el otro.

Lejos de esos submundos pero cercanos a los traumas de Bogotá, los libros que se han escrito sobre sucesos como ‘El Bogotazo’ u otras jornadas recordadas nos muestran una ciudad despojada de sí misma, en la que la ira y el rencor se apropian de cada esquina y acechan a todos aquellos que se muestren pasivos y resilientes a los momentos más álgidos de la historia. Asesinatos que ponen en vilo la estabilidad de la ciudad, que crean el escenario ideal para fomentar el misterio y la sospecha en la atmósfera hacen de la literatura un espejo que señala el perfil del ciudadano bogotano que, influenciado por la inseguridad y las traiciones, observa con sigilo y recelo todo aquello que sucede a su alrededor.

La Trilogía de Miguel Torres la componen El crimen del siglo (2006), El incendio de abril (2012) y La invención del pasado (2016) o la autobiografía de García Márquez Vivir para contarla (2002), son textos que no están situados en escenarios marginales, sin embargo, las narraciones de ambos autores fortalecen, no en su totalidad pero si en algunos fragmentos, el imaginario de una ciudad que, por la fuerza e importancia de sus acontecimientos, ha merecido ser reconocida y reescrita por su valentía y su capacidad de asumir el rol de afrontar giros históricos que han determinado nuevas costumbres, nuevas culturas y nuevos retos que transforman constantemente la imagen de Bogotá.

Por Andrés Osorio Guillott

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