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Botero torero

El 27 de enero de 2002, El Espectador publicó en su portada este reportaje con Fernando Botero, a quien esta semana Colombia le dio su último adiós. Dice el autor hoy que al final de la charla, Botero le compartió su complacencia por haber podido hablar de toros en lugar de sus otras artes. En homenaje a esta pasión del maestro Botero, reproducimos ese texto.

Víctor Diusabá Rojas
30 de septiembre de 2023 - 01:52 p. m.
El estilo de Botero, plenamente figurativo, se caracteriza en lo plástico por cierto aire naïf con ingenuidad y espontaneidad, y en lo temático por la representación de personas y animales siempre como figuras corpulentas, incluso claramente obesas.
El estilo de Botero, plenamente figurativo, se caracteriza en lo plástico por cierto aire naïf con ingenuidad y espontaneidad, y en lo temático por la representación de personas y animales siempre como figuras corpulentas, incluso claramente obesas.
Foto: Homenaje a Fernando Botero por sus 90 años de vida - Cortesía/ Instagram

Primer tercio

Se abre la puerta de los recuerdos. Sale el tío Joaquín, “el hombre chico al que yo veía enorme, el hombre bueno que se hizo mi padre cuando papá murió”. El tío y su sobrino Fernando Botero corren a saltos por las gradas de La Macarena, la plaza de toros de Medellín. Llevan apretadas en las manos dos contraseñas que dan derecho para ver torear a Manolete desde las filas altas del tendido de sol. Toman lugar y esperan horas que son siglos. Es la tarde del 21 de abril de 1946. “Aún veo a Manolete, camina lento, derecho, casi dramático, aplastante”, dice hoy, en un apartamento del norte de Bogotá, sumido en los recuerdos y en un sofá que le hace juego con las medias claras.

“Quiero ser torero”. Antes de que el futuro pintor termine la frase, el cómplice tío Joaquín golpea en la puerta de ‘Aranguito’, que es la misma puerta de la plaza de toros, y lo matricula en la única escuela taurina de la ciudad. Hay otros veinte niños. Todos huelen el miedo del que llega, mientras ocultan el propio. Un día de corrida en Medellín, una torera, Morenita del Quindío, deja un toro a medio liquidar. El profesor decide aprovechar y decreta examen de valor. Los niños se trepan en las tablas y miran con horror los 350 kilos, no tanto por lo moribundos, más bien por lo amenazantes. Sin pena, más de la mitad del curso se declara en franca cobardía. Fernando huye con ellos y renuncia para siempre a ser torero. Cambio de tercio, dice, que venga la pintura.

Segundo tercio

A finales de los 40, el viejo Rafael Pérez limpia la vitrina de su tienda que da a la calle Junín de Medellín y en la que se venden las boletas para las corridas. A medida que el polvo y las huellas de los mirones desaparecen bajo el barniz de agua y jabón, los colores de una pequeña acuarela con motivos taurinos parecen despertar. Un hombre se detiene y ofrece unas pocas monedas por el cuadro y el viejo dice que con eso es suficiente. Al rato, Fernando pasa por la tienda. “¿Sabes qué, Botero? —dice— vendí tu pintura, esa, la de los toros: Toma, son dos pesos”. Con el corazón en la boca, el sobrino de Joaquín galopa por las calles, como en el día aquel de Manolete, para contar en casa que no es torero, pero que sí es pintor y que, vea, ya me compran cuadros. No le creen. Los dos pesos han caído en el camino de la felicidad por la rendija de un bolsillo roto de su pantalón de niño.

Fernando crece y con él su obra de las corridas de toros. Así mismo, la historia lo seduce. Claro, también la de Francisco de Goya y Lucientes y la de Pablo Picasso. Tres vidas unidas por la pintura y la tauromaquia. (“Santo Dios, no diga eso, Goya y Picasso, esas son palabras mayores”, reclama incómodo).

Goya vistió de torero y es posible incluso que en algunas de sus pinturas esté presente. Eso sí, comenzó a pintar ya abuelo, a los 70 años, luego de que Fernando VII le negó la publicación de Los Desastres. Pese a todo su prestigio, sus primeras colecciones se vendieron a 300 reales en un negocio de cuadros de arte, frente a la casa del conde Oñate, en Madrid. Hoy no tienen precio.

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Picasso fue a los toros desde niño en compañía de su padre, un vasco, Francisco Ruiz. Y cuando Franco y los nazis masacraron Guernica, con permiso de todo el mundo, el pintor malagueño encontró en el sur de Francia dónde saciar su pasión por la fiesta brava y dónde alimentar su ingenio. Cuánto creció su tauromaquia lo dice esta anécdota: en una tarde de toros en una población francesa, un picador, luego de ser ovacionado, ofrece su sombrero a Picasso. De prisa, el artista dibuja en él una figura y se lo retorna. El hombrecito lo recoge y lo vende al instante en el patio de caballos. Un barbero, eterno amigo de Picasso, lo reconviene y le pide que lo recupere. Años después, el picador encuentra al barbero y le agradece: “Lo vendí hace poco y con lo que me dieron compré una casa para mi familia”.

Hay otro elemento común: el caballo. Los caballos destripados de Goya; el caballo y su quijote que aguardan la embestida del toro de Picasso, en un ruedo sin fin; y los caballos y los picadores (“borbónicos”, los llamó Simón Alberto Consalvi) de Botero

Cuando va a la plaza, como irá hoy a la Santamaría, se detiene en el caos. El caos en las corridas es ese instante en que el caballo está en el ruedo. Sus huesos crujen mientras el toro se traga su dolor y el peto le venda los ojos. Botero se deleita con eso, con la arena que sube al cielo vestida de polvo, con los gritos de los toreros y los chillidos de las señoras, con los quites de arte, esos de chicuelinas de manos bajas y hombres hechos esculturas. No se deleita con el dolor del toro, porque no cree que el toro sienta dolor, “como no siente dolor el torero, por las cornadas, me lo han dicho ellos mismos, porque la adrenalina lo oculta o lo espanta. Nadie se lo ha preguntado al toro, pero no creo que el toro sienta dolor”. El tercio de varas que llaman, que algunos no prefieren llamar tercio, es el tercio de Botero. Señores, ahora que venga el arte.

Tercer tercio

Un verano cualquiera de los últimos. Sesenta casetes de video esperan turno en la casa del pintor en Italia. Su amigo Salomón Lerner se los manda sin falta. En ellos están las mejores faenas de Valencia, Sevilla, Madrid, San Sebastián, Bilbao. Botero ve una corrida por día. ¿Hay algo más que rutina? Sí, hay mucha afición y una militancia que se apresura a confesar: “Soy tomasista”. Perdón maestro, tomista dirá usted: “No, hombre, de Santo Tomás no; de José Tomás”. Sí, Botero es tomasista, de José Tomás. “Lo vi torear dos veces en el sur de Francia y es una cosa extraordinaria. José Tomás es en su línea casi un Manolete, por esa quietud, por ese toreo muy vertical, muy quieto, muy continuo y muy clásico. Es categoría aparte. Es un torero sensacional”.

Tomasista, sin duda tomasista.

Y rinconista. Porque se puede ser, a la vez, manoletista, rinconista y tomasista. En los toros se puede, en la política no. En la política un día se es manoletista por la mañana y rinconista por la tarde y tomasista entrada la noche. Mañana, ya veremos. Depende de si hace sol o sombra, o sol y sombra. Y Botero se lamenta de que Rincón, “ese monstruo, ese torerazo extraordinario, el mejor de la década de los noventa, según ellos mismos, los españoles”, ande en receso. Sí, lástima, pero, maestro, no todas las cornadas las pega el toro.

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Bueno, y los toros. Porque se puede poner en el cartel: Manolete, Rincón y José Tomás, pero además hay que echarles unos toros. De cuáles. Ah, de los que le gustan a Botero: bravos y que no sean tan grandes como para que no se puedan mover. Para que la gente que vaya a la plaza disfrute. Porque la gente en los toros, dice con los ojos bien abiertos, debe ser alegre, como en Bogotá o en Medellín. “La frialdad de Madrid me desconcierta”.

Hay que disfrutar mientras se pueda. De pronto las corridas dejan de existir y tengamos que ir a disfrutarlas en los museos. ¿Y es que el arte también muere? ¿Acaso los toros son arte? Claro que son arte. Tienen todos sus elementos, esos mismos que ahora deja caer en cascada y que están en obra: creación, emoción, equilibrio, composición. Está seguro: torear es una obra plástica efímera, como la del ballet, y tampoco el paso de los bailarines se perpetúa, pero queda ese recuerdo inolvidable de un momento de perfección.

Suprimir las corridas de toros es como suprimir la pintura, la escultura o la arquitectura. Y dejar mucha gente en la calle, sin empleo. Carlos Mora, un humilde mozo de espadas a quien Botero mira casi con envidia mientras desdobla una muleta, asiente. Además, si el tema es la crueldad, no hay nada más cruel que la naturaleza misma. Esos pobres animales devorados vivos por otros más grandes. La naturaleza es el espectáculo más sanguinario que existe.

La fascinación por los trastos puede más. Fernando Botero se levanta para ponerse, a la usanza antigua, descolgado del hombro, el capote de paseo de un matador de toros colombiano: César Camacho. La montera le queda chica . “Soy muy cabezón”, dice reprendiéndose. Acaricia la chaquetilla malva y plata antes de pegar tres verónicas y un par de derechazos, mejor las primeras que los segundos. Quiere seguir ahí, en el sueño dulce de la tauromaquia, pero lo despierta otra corrida.

Es esa con que lidia el país en estas horas de tinieblas. “Es la más sanguinaria y feroz que ha existido jamás. Me da la impresión, cuando uno viene año tras año, que el nivel de violencia y salvajismo va creciendo”. Lo dice con la tristeza de la que una vez, según André Malraux, dijo Picasso había en la cotidianidad de las gentes de sangre española “que en la mañana van a misa, en las tardes a los toros y en las noches a los burdeles”.

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Por Víctor Diusabá Rojas

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