El Magazín Cultural

¿Cómo prepararnos y cómo educar a un niño de esta época?

Yuval Noah Harari, el historiador que se hizo famoso por los libros “De animales a dioses” y “Homo Deus”, publica en Colombia “21 lecciones para el siglo XXI”.

ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
16 de septiembre de 2018 - 02:00 a. m.
Yuval Noah Harari ha vendido más de 12 millones de sus libros en todo el mundo. / Cortesía Grupo Penguin
Yuval Noah Harari ha vendido más de 12 millones de sus libros en todo el mundo. / Cortesía Grupo Penguin

La humanidad se enfrenta a revoluciones sin precedentes, todos nuestros relatos antiguos se desmoronan y hasta el momento no ha surgido algún relato nuevo para sustituirlos. ¿Cómo prepararnos y preparar a nuestros hijos para un mundo de transformaciones sin precedentes y de incertidumbres radicales? Un recién nacido ahora tendrá treinta y tantos años en 2050. Si todo va bien, ese bebé todavía estará vivo hacia 2100, e incluso podría ser un ciudadano activo en el siglo XXII. ¿Qué hemos de enseñarle a ese niño o esa niña que le ayude a sobrevivir y a prosperar en el mundo de 2050 o del siglo XXII? ¿Qué tipo de habilidades necesitará para conseguir trabajo, comprender lo que ocurre a su alrededor y orientarse en el laberinto de la vida?

Por desgracia, puesto que nadie sabe cómo será el mundo en 2050 (por no mencionar el de 2100), no tenemos respuesta a estas preguntas. Desde luego, los humanos nunca pudieron predecir el futuro con exactitud. Pero hoy es más difícil de lo que ha sido jamás, porque una vez que la tecnología nos permita modificar cuerpos, cerebros y mentes, ya no podremos estar seguros de nada, ni siquiera de aquello que parecía fijo y eterno.

Hace mil años, en 1018, la gente no sabía muchas cosas acerca del futuro, pero no obstante estaba convencida de que las características básicas de la sociedad humana no cambiarían. Si hubiéramos vivido en China en 1018, sabríamos que hacia 1050 el Imperio Song podría desmoronarse, que los kitanos podrían invadir desde el norte y que la peste podría matar a millones de personas. Sin embargo, tendríamos claro que incluso en 1050 la mayoría de la gente seguiría trabajando como agricultores y tejedores, que los gobernantes todavía confiarían en que los humanos dotaran de personal a sus ejércitos y burocracias, que los hombres todavía dominarían a las mujeres, que la esperanza de vida seguiría siendo de unos cuarenta años y que el cuerpo humano sería exactamente el mismo.

De modo que en 1018, los padres chinos pobres enseñaban a sus hijos a plantar arroz o a tejer seda, y los padres más ricos enseñaban a sus hijos a leer los clásicos confucianos, a escribir caligrafía o a luchar a caballo, y a sus hijas a ser amas de casa modestas y obedientes. Era evidente que tales habilidades todavía se necesitarían en 1050.

Por el contrario, hoy en día no tenemos ni idea de cómo será China o el resto del mundo en 2050. No sabemos qué hará la gente para ganarse la vida, no sabemos cómo funcionarán los ejércitos ni las burocracias y no sabemos cómo serán las relaciones de género. Probablemente, algunas personas vivirán mucho más que en la actualidad, y el cuerpo humano podría experimentar una revolución sin precedentes gracias a la bioingeniería y a interfaces directas cerebro-ordenador. De ahí que muchas de las cosas que los chicos aprenden hoy en día serán irrelevantes en 2050.

En la actualidad, demasiadas escuelas se centran en que se aprenda de memoria la información. En el pasado esto tenía sentido, porque esta escaseaba, e incluso el lento goteo de la información existente era repetidamente bloqueado por la censura. Si uno vivía, pongamos por caso, en un pequeño pueblo de México en 1800, difícilmente sabría muchas cosas sobre el resto del mundo. No había radio, televisión, periódicos diarios ni bibliotecas públicas. Y aun en el caso de que uno fuera culto y tuviera acceso a una biblioteca privada, no había mucho que leer, aparte de novelas y tratados religiosos.

El Imperio español censuraba con dureza todos los textos impresos localmente y solo permitía importar desde el extranjero un goteo de publicaciones revisadas. La cosa era muy parecida si se vivía en alguna ciudad de provincias de Rusia, la India, Turquía o China. Cuando aparecieron las escuelas modernas, que enseñaron a todos los niños a leer y escribir y les impartieron los datos básicos de geografía, historia y biología, supusieron una mejora inmensa.

En cambio, en el siglo XXI estamos inundados de una cantidad enorme de información y ni siquiera los censores intentan impedirla. En cambio, están atareados difundiendo desinformación o distrayéndonos con cosas sin importancia. Si vivimos en algún pueblo mexicano de provincias y disponemos de un teléfono inteligente, podemos pasar muchas vidas enteras solo leyendo la Wikipedia, mirando charlas TED y haciendo cursos gratuitos en línea. Ningún gobierno puede pensar en ocultar toda la información que no le gusta.

Por otro lado, es alarmante lo fácil que resulta inundar a la gente con informes conflictivos y pistas falsas. Personas de todo el mundo están a solo un clic de distancia de los últimos informes sobre el bombardeo de Alepo o de la fusión de los casquetes polares, pero hay tantos informes contradictorios que no sabemos qué creer. Además, hay muchísimas más cosas que también están a solo un clic de distancia, lo que hace difícil centrarse, y cuando la política o la ciencia parecen demasiado complicadas, es tentador pasar a ver algunos divertidos videos de gatitos, cotilleos de famosos o pornografía.

En un mundo de este tipo, lo último que un profesor tiene que proporcionar a sus alumnos es más información. Ya tienen demasiada. En cambio, la gente necesita la capacidad de dar sentido a la información, señalar la diferencia entre lo que es o no importante y, por encima de todo, combinar muchos bits de información en una imagen general del mundo.

A decir verdad, ese ha sido el ideal de la educación liberal occidental durante siglos, pero hasta ahora muchas escuelas occidentales han sido bastante indolentes a la hora de darle cumplimiento. Los profesores se permitían centrarse en acumular datos al tiempo que animaban a los alumnos a “pensar por sí mismos”. Debido a su temor al autoritarismo, las escuelas liberales sentían un horror particular hacia las grandes narraciones. Suponían que mientras diéramos a los estudiantes muchísimos datos y un poco de libertad, los alumnos crearían su propia imagen del mundo, e incluso si esta generación no conseguía sintetizar todos los datos en un relato del mundo significativo y coherente, habría mucho tiempo para construir una buena síntesis en el futuro.

Ahora nos hemos quedado sin tiempo. Las decisiones que tomemos en las próximas décadas moldearán el futuro de la propia vida y podemos tomar estas decisiones solo a partir de nuestra visión actual del mundo. Si esta generación carece de una concepción cabal al respecto, el futuro de la vida se decidirá al azar.

*Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.

Por ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

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