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El día que conocí a Guillermo Cabrera Infante

Crónica del encuentro de Eduardo Márceles Daconte con el fallecido escritor cubano, autor de novelas como “Tres tristes tigres”.

Eduardo Márceles Daconte
28 de agosto de 2022 - 02:00 a. m.
 Eduardo Márceles Daconte (a la izquierda) conversando con el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante (1929-2005).
Eduardo Márceles Daconte (a la izquierda) conversando con el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante (1929-2005).

Acude a nuestra cita en el elegante Hotel Intercontinental de Miami, donde está alojado, fumando un grueso cigarro cuyo humo interrumpe mi respiración. Por la ventana del salón de prensa que ha organizado el Festival de Cine de Miami observamos por un momento la desembocadura del río Miami sobre la Bahía de Vizcaya, y compruebo que el día sigue gris y un tanto frío para esta región tropical. Llega en compañía de Myriam Gómez, su renombrada esposa y confidente, ex actriz de teatro, quien saluda de una manera cordial y desaparece de la escena.

A los 67 años (1996), Guillermo Cabrera Infante está canoso y barrigón, pero siguen vigentes su exquisito sentido del humor, su asombrosa capacidad de conversar sobre numerosos temas y su mirada de gato al acecho detrás de unos espejuelos redondos y diminutos de intelectual trotskista. La revista Bohemia de Cuba publicó su primer cuento cuando sólo contaba con 17 años. Proclama que ha sido anticomunista desde su niñez cuando sus padres, militantes enfebrecidos del Partido Comunista Cubano, organizaban reuniones clandestinas en su hogar. En una oportunidad conoció al Che Guevara en la fortaleza de La Cabaña y estuvo a punto de desmayarse de terror cuando el comandante argentino, viendo que Cabrera Infante tomaba fotografías, le preguntó (nunca supo si en broma o en serio): “¿y cómo son las camaritas que usan los espías…?”.

Salió de Cuba para no volver en 1963, cuando aún era diplomático cubano en Bélgica, y desde entonces asegura que desconoce la nostalgia, aunque quizá sea el desarraigo del exilio la causa de la profunda depresión que le condujo a la locura durante cinco años de su vida. En ese período sufrió los rigores alucinantes de la paranoia y la esquizofrenia. “Era una especie de dolor metafísico en el que se ve la vida tan tenebrosa que no hay nada que hacer”. Estaba convencido de que un hombre enigmático de vestido negro y gafas oscuras le perseguía para matarlo.

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Por largo tiempo estuvo bajo estricto tratamiento médico. Solo cuando se repuso, en 1978, pudo terminar la escritura de La Habana para un infante difunto, novela que se publicó en 1979. Ya antes, en 1967, el premio Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral de España lo lanzó a la fama internacional con Tres tristes tigres, novela que había comenzado como un guión cinematográfico que se proponía celebrar la vida nocturna de La Habana en 1960. Andando el tiempo, uno de sus capítulos evolucionó hasta transformarse en novela con el título original de aquel fallido cortometraje: Ella cantaba boleros (1996). Su bibliografía incluye, entre otros, el libro de cuentos Así en la paz como en la guerra (1960) y la novela Vista del amanecer en el trópico (1974). Ha reunido sus ensayos y críticas de cine en los libros Un oficio del siglo XX (1963) y Arcadia todas las noches (1977), además de dos volúmenes de juegos literarios, de los que es un consumado virtuoso, y Exorcismos de esti(l)o (1976).

Cabrera Infante nació en Gibara, provincia de Holguín (Cuba), en 1929, y cuando me estrecha la mano comenta sobre la neblina que se levanta esa mañana sobre las olas del Océano Atlántico: “Parece que estoy todavía en Londres”. Acerca de su vida en la capital inglesa, donde reside desde que decidió exiliarse, dice que se siente un tanto aislado. No existe una comunidad literaria ni de otra índole entre los hispanoamericanos que viven allí, a diferencia de París, pero recuerda que Carlos Fuentes vivió en Londres durante un año, que Mario Vargas Llosa visita de vez en cuando su casa cerca de la famosa tienda Harrods y también que el escritor chileno José Donoso disfrutó de una beca del British Council y se visitaron en algunas ocasiones.

Dejó de escribir crítica de cine en 1960, como explica en el prólogo de su libro Un oficio del siglo XX. Sin embargo, no deja de comentar las películas que le gustan. Por ejemplo, para uno de los festivales de cine de Miami le recomendó a Nat Chediak, su director, que mostrara la película The last fly, un clásico del cine de Estados Unidos que fue difícil encontrar hasta que la localizaron en un archivo refundido de la Biblioteca del Congreso en Washington. Es una película, según me explica, sobre la “generación perdida” que conjura Ernest Hemingway en su novela Siempre sale el sol, y enfoca a los estadounidenses que se refugiaron en París en los años 20: escritores, artistas, músicos y millonarios que se escapaban de su país para vivir la bohemia de la Ciudad Luz. A Londres no llegan las películas latinoamericanas con la regularidad que se merecen, pero recomienda la producción de Los últimos días de la víctima (1982), del director argentino Adolfo Aristarain, puesto que con escasos recursos realizó una cinta sobre la violencia a la altura de las mejores de Hollywood.

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Además de sus novelas, ensayos y artículos, Cabrera Infante también ha escrito guiones para cine. Recordamos su trabajo de adaptación de la novela Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, para el director inglés Joseph Losey, que se quedó sin hacer por diferencias irreconciliables con sus productores. “Fue un enorme fracaso”, me dice con desilusión. Tiempo después se filmó la historia con un guión diferente. A propósito de directores, me informa que su favorito es Ridley Scott, quien dirigió la película clásica de suspenso extraterrestre titulada Alien, así como Los duelistas y Blade runner, entre otras. “En Scott es extraordinario el manejo de la técnica cinematográfica, como también la compresión y el sentido de la estética. No olvidemos que se entrenó con el comercial de televisión que suele hacerse con mucho dinero. A mi juicio, Blade runner y 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, son las mejores películas de ciencia ficción que se han hecho hasta la fecha”.

Encamino nuestra conversación hacia su vida privada y comento un artículo que leí sobre su locura. Me interrumpe de pronto: “Y diciendo esto, sacó un enorme cuchillo de carnicero de su abrigo, con el que propinó fatales puñaladas al periodista inquisidor... ja ja ja”, exclama con una carcajada mientras levanta su puño derecho en actitud de atacarme, pero se serena y me agarra por un brazo para contarme su versión de los hechos. “Yo estuve recluido en un manicomio en donde me aplicaron electrochoques y estuve bajo tratamiento psiquiátrico. Aquello comenzó en 1972 cuando acababa de terminar el guión de Bajo el volcán que comentábamos antes. Yo había trabajado bajo una enorme presión y mi mujer sostiene que fue esa presión la que causó mi locura, que se prolongó hasta 1977”. Durante aquel tiempo no pudo escribir. Recuerda con tristeza que su concentración era muy pobre, y cuando escribía algo Myriam, su esposa, encontraba que en una página había tres contradicciones y cuatro repeticiones, pero para él no estaban allí. “Entonces, los médicos se empeñaron en recetarme una sal o solución química llamada litio, que es muy efectiva para los estados esquizofrénicos y maníaco depresivos”, concluye.

Sus males no terminaron allí. Después de salir del manicomio, se encerró con una depresión clínica que, según él, es muy diferente de la corriente. “De hecho, no debería llamarse depresión porque es un profundo abismo de desilusión y tristeza que no se quitan con nada. No se puede dormir, comer, salir a la calle, ni tampoco hablar. Es una enfermedad espantosa e insidiosa porque se conocen casos de suicidio entre los deprimidos al extremo que el escritor venezolano Carlos Rangel se suicidó cuando estaba bajo tratamiento médico por depresión clínica. También sufría de alucinaciones. Yo le decía a Myriam ‘vámonos a hablar al parque porque el apartamento está lleno de micrófonos’, y cuando estábamos en el parque pasaban dos perros ordinarios ingleses y yo le decía ‘mira, ahí van dos agentes secretos disfrazados de perros’, y si pasaba una paloma, me asustaba, esa paloma lleva un micrófono encima, le susurraba”. En su caso, desconoce las causas que motivaron su enfermedad y esta incógnita le intrigó hasta el día de su fallecimiento en Londres el 22 de febrero de 2005, víctima de una repentina septicemia.

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En cuanto a su obra literaria, recuerda su empeño en traducir al español su libro Holy smoke, que escribió en inglés desde el principio. Fue un proyecto difícil porque, en su conocido estilo, está lleno de juegos de palabras, alusiones metafóricas y elementos típicos de la literatura inglesa. Se trata de un libro sobre el tabaco, más aún, del cigarro o puro y su relación con el cine. Según el escritor cubano, hay un conjunto de películas que nunca se hubieran hecho si no existiera el cigarro. La producción cinematográfica de Orson Welles depende en buena medida de su hábito de fumar habano. “El libro es una historia de la planta, el lugar donde se descubrió el tabaco que es, ¡vaya cuasualidad!, el mismo donde yo nací en Cuba. Allí se relata una anécdota de cuando Cristóbal Colón comisionó a un español llamado Rodrigo de Jerez para investigar las condiciones que había para extraer oro de la zona”.

“El explorador español se encontró de pronto en un asentamiento indígena donde vio a una cantidad de indios que iban y venían fumando, pero en su informe escribió que ‘tenían unas enormes estacas en la boca y echaban humo por todas partes: por los ojos, las orejas y la boca’. Cuando Colón se enteró. dijo: ‘Yo quiero ver eso también’. En el lugar, el cacique le ofreció un tabaco y el almirante se negó a fumar. Este episodio es el principio y el final del libro, usando una frase muy cómica de Groucho Marx cuando entra a un ascensor y dice a una mujer: ‘Le importa si no fumo’, que es la misma frase que le dijo Colón al cacique. Termina con una antología de novelistas y poetas desde sir Walter Raleigh que han escrito sobre el tabaco”. Revisando el libro, sin embargo, se dio cuenta de que tenía 145 páginas y parecía más una monografía histórica, así que empezó a corregir y reescribir hasta que llegó a las 350 páginas que tiene ahora.

Escribir Holy smoke en inglés de manera directa ha sido una experiencia enriquecedora. “El inglés –me dice en tono confidencial– es un idioma con enormes posibilidades para el juego. Tiene un vocabulario extensísimo, diría que tres veces el vocabulario del español y, como sabemos, hay un límite de los sonidos que se pueden proferir en cada idioma. El inglés tiene 32 consonantes y vocales y ahí radica su infinita cantidad de sonidos. Tiene también una enorme riqueza monosilábica y como escuchamos en el chino los monosílabos tienden a parecerse mucho”.

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Esto explica que el inglés sea generoso en juegos de palabras, calambures, retruécanos, paronomasias (semejanza fonética entre dos vocablos muy parecidos pero diferentes), cosa que poco sucede en español. “Así que me aproveché de esta capacidad –prosigue–, pero el inglés tiene un peligro muy grande y es que es un idioma sobreescrito. Hay una inmensa cantidad de literatura escrita en inglés de Inglaterra, Estados Unidos, Australia, Sudáfrica, Canadá y las excolonias donde se impuso el idioma. Es un riesgo, porque un escritor puede creer que está siendo original y son cosas que ya se han dicho...”.

Por Eduardo Márceles Daconte

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