El Magazín Cultural

El editor, el escritor y la lectora (Cuentos de sábado en la tarde)

Parte I: El Editor Sus ojos se mecían entre sus apuntes y la cara de un autor nuevo que hablaba sin ser escuchado. Las cejas del editor se acercaban entre sí y una línea negra, gruesa, vertical y profunda crecía por la parte baja de su frente después de cada vistazo sobre la agenda.

Carlos A. Cortés-Martínez
13 de abril de 2019 - 09:39 p. m.
Cortesía
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Su boca cerrada escondía el labio superior. El contacto seco entre sus dientes templaba la piel que cubre la mandíbula, pintándole unas manchas blancas debajo de las orejas. Entonces, levantó la mirada y oyó:

— Escribiré sobre la noche en la que personifiqué a un gigoló, sobre mi experiencia con el yagé y sobre la gira en bus de una banda local a la que acompañé por Latinoamérica.

Después de un silencio y de firmar el contrato, los ojos del editor volvieron a la agenda donde había escrito con su puño y letra, incluso entre comillas, el veredicto del director de la compañía: “Ni sus años de experiencia, ni su MBA, ni sus proyectos de innovación han subido las ventas”. En el reglón siguiente, la punta de la pluma marcó las cuatro páginas posteriores a la hoja en la que el editor escribió que el sexo, las drogas y el rock and roll siguen siendo la forma más conservadora de ser rentable.

Parte II: El escritor

Sudaba, a pesar del aire acondicionado de la oficina, en la que se había visualizado tantas veces describiendo la propuesta de su libro. Empezó contando que los niños dejaron de jugar con él por su fama del más audaz, que sus compañeros de secundaria se persignaban —cejas bien arqueadas y bocas entreabiertas— escuchando las representaciones de sus orgasmos y que los adjetivos que más usaban los críticos para describir su prosa eran “atrevida”, “osada” y “controversial”. 

Los ojos del editor, clavados en la agenda sobre el escritorio, su ceño de molestia y su silencio imperturbable sugerían que la oportunidad del escritor se terminaba. Estiró el cuello, abrió el pecho y subió la voz para decir la oración que él consideraba más importante: 

— Escribiré sobre la noche en la que personifiqué a un gigoló, sobre mi experiencia con el yagé y sobre la gira en bus de una banda local a la que acompañé por Latinoamérica.

Hubo silencio.  Luego, recibió el contrato que disipó sus fantasmas, el que le daba la oportunidad de convertirse en escritor. Desde entonces, se dedicó a vender sus experiencias para poder contarlas.

Parte III: La lectora

La contraportada del libro sobre el escritorio decía que la prosa imprescindible, atrevida, osada y controversial del autor describía los aspectos más tabú del sexo, las drogas y el rock and roll. A diferencia de los de pasta dura que estaban en la biblioteca —Bonnett, Ronderos, León, Nieto, Duzán, Poniatowska, Guerriero, Didion, Guillermoprieto— éste no tenía notas a mano, ni subrayados, ni asteriscos al margen. Las dos arrugas sobre su lomo sugerían que su lectura había sido fácil; rápida.

“Un twitero más”, “Un YouTuber de la prosa”, “La futilidad extrema de la primera persona” eran los títulos que la lectora escribió para su crítica. En la línea siguiente, el pantallazo blanco proyectaba la siguiente oración: “Alguien quien, dispuesto a llamar la atención a cualquier precio, no logra ignorar la opinión de los sosos, beatos y llenos de tradiciones”. Después, el cursor. No paraba de tintinear. La luz del computador dibujaba la silueta del busto de la lectora en el diploma de periodista colgado en la pared de en frente.

La lectora pensó en el sinsentido de dedicar su tiempo y esfuerzo en escribir para ridiculizar. Cerró el archivo, lo puso en la papelera, la vació, apagó el computador y se fue a releer sus otros libros. Quería ignorar que su escritura, poca y mediocre, contrastaba con su capacidad alta y prolífica para criticar.

Por Carlos A. Cortés-Martínez

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