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Muro de Berlín
Desde que fue erigido, el Muro de Berlín se convirtió en una mina rica de imágenes, que además fue saqueada con gusto por los dos lados que separaba. En 1962 el Politburó de la República Democrática Alemana (RDA) lo bautizó oficialmente como “Muralla de contención antifascista”; un nombre duro, preciso y amenazante. Separa el lado de “ellos” del de “nosotros” a través de dos imágenes análogas de dos períodos históricos diferentes: por un lado, la de la institución moderna en cuarentena por una política de higiene planificada, y por el otro la del castillo medieval que se protege con sus murallas del azote de la peste o del enemigo. “Muralla de contención antifascista” es un nombre funcionalista, denota un producto de ingeniería cuya eficacia es casi medible. Uno se siente tentado a imaginar cuán disciplinadamente se dedicaron los burócratas del régimen comunista a hacer informes llenos de tablas, gŕaficas, datos empíricos y cálculos en los que explicaban en detalle la cantidad de fascismo que la muralla había contenido durante el último año, el último mes, el último día.
Los ideólogos del otro lado del Muro, por su parte, llegaron mucho más lejos. Willy Brandt, alcalde de Berlín Occidental, fue el primero en llamarlo “Muro de la infamia”, nombre que fue acogido con fervor por el Consejo de la ciudad a finales de los sesenta. Roland Barthes decía que los mitos que inventa la izquierda son, en contraste con los de la derecha, inesenciales, incapaces de penetrar en la vida cotidiana. Frente al eufemismo comunista, el capitalista aparece más lleno, más reluciente y expansivo. Invita a la conversación sentimental, evoca escenas dolorosas, lleva fácilmente a las lágrimas y sobre todo al silencio. Y se vuelve eficaz porque señala una culpa: la del otro. Uno puede tomar distancia frente a la “muralla de contención antifascista”, contrastarla con algún tipo de realidad y señalar la torpeza de la imagen; delante del “muro de la infamia”, en cambio, uno sólo puede condenar a los canallas que fueron capaces de erigirlo y condolerse con las víctimas que tuvieron que sufrir las consecuencias de su existencia.
El Muro fue derribado, como todos sabemos, pero la vergüenza logró sobrevivirlo. Hoy, la imagen de la barrera antifascista produce risa, pero la del muro de la infamia obliga un humilde asentimiento. Tan hondo penetra esta imagen en nuestra conciencia moral, que es imposible criticarla sin ser acusado de insensibilidad o falta de empatía. Por eso es tan eficaz como estrategia retórica. El fantasma del Muro es convocado sin cesar por quienes defienden el statu quo en contra de quienes tratan de criticarlo. “¡Pero si el muro de Berlín ya fue derrumbado!” dicen con vehemencia aquellos, como si fueran Zarathustra después de descender de la montaña, anunciándole a algún incauto que Dios murió hace tiempo. Por supuesto, con este gesto señalan una culpa, y de ese modo crean una barrera imaginaria que no puede cruzarse con el pensamiento. La caída del Muro de Berlín significa lo que Fukuyama anunciaba como el fin de la historia: el triunfo de la democracia liberal capitalista como la forma definitiva de gobierno humano y, por lo tanto, “el final de la evolución ideológica de la humanidad”. Un acontecimiento histórico que debería ser explicado se convierte en explicación: en el símbolo unidimensional, no de un cambio histórico particular, sino del definitivo cambio de paradigma (véase), del que no hay vuelta atrás. Así, el “final de la evolución ideológica de la humanidad” encarnado en la caída del Muro expresa, precisamente, que hay cuestiones de las que ya no se puede hablar, sólo asentir. En suma, el más puro antintelectualismo militante.
Ideología
En De la universidad a la university —una breve historia de los “callejones sin salida” y los “rodeos” en la política de la educación superior alemana después de la Segunda Guerra Mundial—, el académico y exsecretario de Ciencia e Investigación de Berlín, George Turner, le dedica muy pocas líneas a la política universitaria en la República Democrática Alemana (RDA). Como ocurrió con muchas otras cosas, la reunificación de 1990 implicó la aniquilación de la política educativa del régimen socialista y su absorción por el régimen capitalista de la República Federal. Pero, advierte Turner con un dejo de prevención, “aunque la reunificación de Alemania liquidó el concepto de sociedad socialista —y con él su concepto de educación—, las huellas profundas de los últimos 40 años permanecieron”. En la oración siguiente describe estas huellas en los siguientes términos: “En comparación con la antigua República Federal, el sistema de educación superior en la RDA era muy poco productivo en términos científicos, a pesar del gran esfuerzo individual; también estaba condicionado por un corsé ideológico estrecho y por posibilidades restringidas de intercambio internacional”. Turner no necesita decir mucho más: todos entendemos a qué se refiere cuando habla del “corsé ideológico estrecho” de la educación superior en la RDA. La palabra ideología y todo lo que a ella remita en un contexto como el de los países comunistas del siglo pasado nos hace imaginar un cuerpo homogéneo de profesores ciegamente adoctrinados, estrechos de miras y provincianos, incapaces de entender qué es la productividad científica y convertidos en difusores acríticos de un dogma autoritario.
Ideología es falsa conciencia, mentira, ilusión vana, todo lo contrario a una mirada técnica y científica, desapasionada, de la realidad. “Ideología” es una expresión rebosante de contenido moral; por eso es tan eficaz para descalificar críticamente ciertos fenómenos puntuales. En Colombia, como en toda Latinoamérica y muchos otros países, cuando la derecha conservadora quiere atacar las reivindicaciones de movimientos feministas, de gays o lesbianas, habla de ideología de género. Y estos movimientos sociales se defienden: afirman que no están ideologizados, que lo suyo es un “enfoque”, no una ideología. La ideología es la tentación del demonio: en sus peores representaciones, oculta intereses políticos oscuros, manipulaciones secretas, foros de São Paulo, tramas rusas y anarquismos internacionales. Pero incluso entre personas bienpensantes y equilibradas, la ideología no deja de ser vista como un diablillo molesto que hay que evitar, porque es fácil de reconocer. Así, no nos extraña que Turner describa el ambiente político de 1969 como “politizado” e “ideologizado”, sobre todo por su idea de que la sociedad podría tener un “(supuesto) nuevo comienzo” —lo que, según él, servía “para exacerbar las expectativas políticas”—.
Sin embargo, hoy parece que la ideología sólo es aplicable en una dirección política. Sin que nadie vea la necesidad de preguntarse por qué, tampoco nos parece raro que la palabra “ideología” esté ausente cuando Turner suelta esta frase sobre el ambiente político de la década de 1970 en la capitalista Alemania Federal: “El crecimiento económico fue entendido como la condición y el resultado de la política cultural”. Tampoco echamos de menos la expresión “estrecho corsé ideológico” cuando leemos lo que dice Turner acerca del debate sobre el cobro de las matrículas universitarias que ha tenido lugar desde la década de 1990: “Ya que ‘nada tiene valor si no cuesta dinero’, uno suele creer en la fuerza del mercado en el ámbito educativo”. La ideología sólo existe como complemento de la idea de “politización”, que es el lastre natural del pensamiento de izquierda. En cambio, aunque sean permanentemente contradichas por los hechos, la ciega confianza en la sabiduría del mercado, la comprensión del crecimiento económico como el principio y el fin de la vida política y otras ideas parecidas no tienen nada ideológico.
Para Marx, la ideología era un velo con el que el capitalismo cubría la realidad, para ocultar las contradicciones sociales que éste había propiciado. Desde hace un siglo, cuando surgieron las primeras naciones socialistas, el término “ideología” era el arma intelectual que la izquierda usaba en contra de la derecha: ideológica era la apelación que los burgueses hacían a principios pretendidamente universales para mantener y reforzar su dominio, y sólo el comunismo o la izquierda, con su cara vuelta a la verdad (¡que os hará libres!) ofrecían un mundo liberado de estos espejismos. Hace unas tres décadas el espectáculo rutilante del pueblo alemán reunificado, rompiendo con sus picas el infame Muro de Berlín, le mostró a la teleaudiencia occidental lo que ya había sido evidente para los habitantes de esos países comunistas: que el socialismo realmente existente tampoco cumplía la promesa de un mundo justo para todos, y que durante décadas había cubierto la realidad con un velo de falsedades. Desde entonces, la palabra ideología se convirtió en el arma intelectual que la derecha usa en contra de la izquierda, una y otra vez, sin tregua, cada vez que ésta esgrime alguna reivindicación. Muy a menudo, esta derecha se disfraza de centro (véase), lo que resulta muy conveniente. Porque el centro, precisamente por su ausencia de contenido, no es otra cosa que la justificación de la realidad en cuanto tal, como ella es, sin máscaras ni velos ni encubrimientos: pura economía (véase), puro mercado, puro crecimiento económico, pura lucha por el interés individual. Hace un siglo, lo que la izquierda le oponía a la ideología era cierta noción del bien común que algún sistema político podría realizar (o prometía que podía hacerlo); hoy, cuando nuestra conciencia moral se ha visto obligada a desmontar tantas ilusiones, lo que se opone a la ideología es una realidad pretendidamente fría, desapasionada y técnica. Pero no nos engañemos; es una realidad que, al revés del rey del famoso cuento popular, se viste de desnudez para cubrir sus ropas ideológicas.
* Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co).