La esquina delirante XII (Microrrelatos)

Este espacio es una dentellada a la monotonía mediante el ejercicio impulsivo y descarado de la palabra escrita. En tiempos fugaces, como los nuestros, en los que la inmediatez cobra más validez que nunca, el microrrelato se yergue como eficaz píldora psicoterapéutica. Guerra de guerrillas narrativa si se quiere.

Autores varios
03 de septiembre de 2019 - 09:27 p. m.
Ilustración: Laura González
Ilustración: Laura González
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El borracho de Pedro Navaja iba cruzando la carretera nocturna sin comprender el acero brillante del calibre 38. Los pantalones rotos, un zapato sí, un zapato no, y una camisa remendada por su mujer. Por oposición a Kierkegaard, a quien no había leído ni leería jamás, no sabía que su vida era la puesta en escena del estadio estético. Cuando vio la pluma verde bosque tendida en el pavimento recordó a la garota que había visto danzar en el televisor del bar, y dijo unas palabras que envolvieron de vodka el aire que las recibió: —Si nacite pa martillo... del cielo te caen los clavos. Y en el acercamiento solemne (tambaleaba) con el revólver relumbrando color ámbar por la luz de la lámpara del poste, lo que colmaba la escena de un ritmo tribal, no alcanzó a reaccionar (seguramente admiraba el gran trasero de la bailarina) ante los faroles del campero solitario que surcaba la calle sin perdón de Dios y que no lo dejó cantar por segunda vez “la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida”.

Juan Carlos Ortega

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Final

Temblamos y esperamos lo peor. Lo único que atiné fue cerrar los ojos y apretar la mano de Jazmín. Pasaron los segundos y nada ocurrió. Ninguno de los dos nos animábamos a ver por qué. Tampoco podíamos quedar inmóviles más tiempo. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, en silencio, ambos abrimos los ojos. La lentitud con la que el fuego del meteorito consumía lo que tocaba nos asombró. Toda aquella destrucción nos pareció extrañamente hermosa a esa velocidad. No había a dónde huir. Así que esperamos, con paciencia, que las llamas nos consumieran y formáramos parte de esa magnífica destrucción.

Eliana Soza Martínez, (Bolivia)

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Croupier

Aficionados a los juegos de palabras eligieron cuidadosamente que ‘Julio’ sería su hijo mayor, y ‘César’, el menor. La enfermera, novata y no acostumbrada a las parejas de gemelos idénticos creyó trastocar las manillas de identificación, pero al no estar segura los entregó a su madre con los nombres que les cayeron en suerte. Durante el primer año, los jóvenes padres que no terminaban de decidir cuál marca distintiva pertenecía a quién, siguieron barajándolos sin orden ni concierto. Los gemelos, conocedores de esta confusión insubsanable siguieron revolviéndose a su acomodo hasta el punto tal que olvidaron de veras quién era cuál. El día que Julio sacó en suerte los números de la lotería, César estuvo seguro de haber sido quien la había comprado, y cuando César amaneció en la cama de una hermosa rubia, Julio juró por todos sus Santos que había sido él quien la había enamorado. Años después, un anciano Julio César sigue diciendo a quién lo quiera escuchar, tras las rejas, que disparó a la cara de su hermano creyendo de veras que se estaba suicidando.

Laura Luna

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Víctima o verdugo

Sudan los dos. Su mujer lo interroga con tanta habilidad y saña como si se hubiera graduado con honores de la escuela de torturadores de la Gestapo. Él sabe. Las gotas de sudor se estrellan contra las baldosas. Ella sabe. El rocío salino llena las cejas de ambos. Él sabe que ella sabe. Rojos, chorreantes. Ella sabe que él sabe, pero precisa una confesión, algo más real y tangible que sus sospechas. Él aprieta su boca hasta que le duele entera la mandíbula, hasta que el dolor se riega por su cerebro, hasta que sus orejas parecen crecerle a los lados de la cabeza. Como pez curtido que es, el hombre concentra toda su fuerza en no separar sus labios. Le va la vida en ello. Ambos saben desde siempre que los tipos de su especie solo mueren si abren la boca.

Paula Barros

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Margot en el espejo

En un sueño me bebí el café de Margot, mientras ella se miraba al espejo con su blanca espada desnuda frente a mí y su cabello mal recogido en la nuca. Me lo bebí a sorbos cortos. Ella seguía mirándose la cara en el espejo como muda. De pronto alguien abre la puerta en silencio, entra y nos mira. Me da temor su desnudez, me semeja una figura de yeso y trato de cubrirla. El visitante vuelve a salir sin decir nada ni hace ruido. Ya despiertos, ella me mira con disgusto y no disimula su enojo. Cree que de verdad me tomé su café.

Luis Muñoz

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Si desea que su texto sea publicado, envíe su microrrelato a laesquinadelirante@gmail.com. Máximo, 200 palabras.

 

 

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