La Medusa de cabeza (Relato)

Cortesía

Un día tomé un taxi en el malecón y perdí la respiración mientras soportaba la angustia que impone el hecho de estar viva y la certeza de que pronto no estaré. Y en el delirio imaginé que después de cuatro años sin ir, viajaba a Bogotá. La misión era contundente: resucitar a Juan Gabriel a punta de aguardiente antioqueño en una cantina gay de Chapinero. Y lo logré. Pero a la mañana siguiente tuve que regresar. 

Volví porque concluí que es difícil perderse. Tan difícil que tuve que preparar velozmente una manera de hallarme. Por eso empecé a sentir de nuevo. Porque me he dado cuenta de que la mejor manera de viajar es sentir. Sentir en superabundancia, en demasía, en colmo, en superávit. Sentir con abuso de sentir. Sentirlo todo exageradamente. 

Así que en Santo Domingo me dejé llevar por lo que fuera ocurriendo y paso a paso corrí el sagrado riesgo del azar. En la playa vi a Derek Walcott persiguiendo culinegros, mientras les gritaba a unos blancuchos que él era una nación. Y las jevas se reían a carcajadas porque les parecía ver a Walcott persiguiéndose a él mismo. Lo que no vieron fue a Rubirosa salir desnudo del mar, y yo quedé atónita porque confirmé lo playboy que era el yerno de Trujillo. Ahora entiendo por qué en Francia a los pimenteros les dicen Rubirosas. Ahora entiendo a dónde va a parar un pensamiento cuando se olvida. Ahora entiendo por qué You will love again the stranger who was your self.

Y pienso que debí haber sido reclusa de mí misma para sentirme ahora tan poderosamente libre. Y siento que vivía cuando me arriesgaba en el peligro y me lanzaba al mar desde la alta colina. Y así, clavada en el aire, mientras más acercaba la cara al mar, sabía que mi brutal designio era seguir sola, sintiendo hasta el final.