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Diego Lizarazo: “La fotografía es una técnica que enlaza el tiempo con la mirada”

Presentamos una entrevista con el profesor y escritor colombo-mexicano, autor del libro “La fotografía y el otro”, que ganó el Premio Nacional de Ensayo sobre Fotografía en México.

Andrés Osorio Guillott
15 de abril de 2024 - 04:58 p. m.
Diego Lizarazo, colombo-mexicano, es doctor en filosofía de la UNAM.
Diego Lizarazo, colombo-mexicano, es doctor en filosofía de la UNAM.
Foto: Cortesía

En tiempos donde las fotos se volvieron tan cotidianas que parecen haber perdido su significado, un libro como el que escribió Diego Lizarazo Arias puede ser relevante para muchos por el análisis que realiza de este arte y su importancia para, como dice el título, comprender la presencia del otro o de lo otro, que en este caso refiere a hechos y personas víctimas de la violencia en el contexto latinoamericano.

Desde Walter Benjamin, Virginia Woolf, Susan Sontag, Roland Barthes, entre otros pensadores, La fotografía y el otro aborda una mirada crítica que se construye desde múltiples perspectivas y que busca explicar los significados y símbolos de las imágenes desde sus sentidos políticos, culturales, sociales y estéticos.

¿Por qué o en qué momento se dio ese interés o esa inquietud por analizar y estudiar el papel de la fotografía en contextos de violencia?

Llevo más de 20 años investigando en torno al papel de la imagen en la cultura contemporánea, en particular me ha interesado comprender el doble movimiento que lleva de las imágenes a la sociedad y de la sociedad a las imágenes. La fuerza con que cierto tipo de imágenes puede contribuir al cambio de percepciones e incluso a aglutinar intereses colectivos para la movilización, y también la forma en que diversos grupos sociales son capaces de apropiar y resignificar imágenes para dar sentido a sus luchas. Las imágenes, claro, no son entidades extra sociales, son producciones históricas que responden a intereses y propósitos. Las estructuras icónicas y los sistemas de discurso visual tienen un papel crucial en las formas en que la sociedad se imagina a sí misma, concibe sus relaciones internas y explica su relación con el ambiente. Las imágenes, en este sentido, son fuerzas performáticas entrañadas en las luchas sociales, pero también en los sistemas de sujeción y conservación de las fuerzas dominantes de la realidad social. No es reciente, en ese sentido, mi interés sobre las relaciones entre imagen y violencia, en diversos trabajos he podido investigar y escribir acerca de las relaciones entre arte y violencia y también respecto a la forma en que los massmedia han hecho de la imagen un recurso para enjuiciar y estigmatizar posiciones que les son contrarias. En mi libro me intereso por el dispositivo contrario de la imagen, por un contra dispositivo, una contra mirada o quizás por un dispositivo de liberación. Justo, aquello que confronta el dispositivo fascista de lo visual y abre camino a una posibilidad de enlace fraterno con quienes figuran en su figuración. De lo que doy cuenta es de la manera en que un grupo de fotógrafas y fotógrafos latinoamericanos producen una imagen que se descentra y confronta los poderes victimarios y establece una relación de fraternidad con las víctimas y sus deudos capaz de generar otra mirada. Me parece que se trata de una cuestión de gran significación, y creo que hay que procurar comprenderla y hablar de ella.

¿Cabe preguntarse, no sé si resulte impreciso, pero la fotografía no puede caer en un riesgo de revictimización en contextos de guerra? ¿Cuáles son esas críticas que desde la ética se le puede hacer a la fotografía?

La fotografía y otro tipo de imágenes como el video o el cine, ha sido, en ciertas circunstancias, instrumentos de lesión y daño para las personas, especialmente aquellas que, en contextos de guerra y de violencia han experimentado la agresión de fuerzas autoritarias. Lo que hoy se suele llamar “revictimización” se apuntaba en el pasado como estrategias de socavación y afrenta a la dignidad, al ánimo, a la integridad de las personas en dichos contextos. Las imágenes pueden producirse en la lógica de la intimidación, cuando un grupo o una fuerza institucional las usa para amedrentar y minar el ánimo de grupos sociales en sus luchas. En México, por ejemplo, fue el caso de la manera en que la prensa trató los movimientos estudiantiles en el 68 e incluso la forma en que aún, en 1986 y 1987, se mostró como vándalos a los estudiantes del CEU que rechazaban el proyecto de privatización de la UNAM. Su forma más siniestra se reveló cuando, en el 2014, circuló por las redes sociales el cuerpo mutilado de Julio César Mondragón, un estudiante de la Normal Rural Superior Isidro Burgos de Ayotzinapa, a quien le cercenaron el rostro. La imagen mostró no solo la brutal acción terrorífica que la colusión de narcotráfico, política y militarismo eran capaces de producir cuando se penetraba en sus territorios de dominio, sino también una forma de amedrentamiento y amenaza a las organizaciones sociales y a los movimientos en reclamo de justicia. Esa imagen fue reproducida en la prensa y las redes hasta que el movimiento social que se organizó a raíz de la desaparición de los normalistas rechazó de forma contundente dicha circulación y logró detenerla. El llamado a la contención de esta clase de violencia simbólica es lo que, me parece, motivó las principales críticas que Susan Sontag hiciera no solo a la producción de imágenes del dolor, sino también a su expectación. Sontag se preguntó muchas veces si era permitido, éticamente, ver imágenes como éstas.

David Hume decía que “La diferencia, se dice, entre el juicio y el sentimiento es muy grande. Todo sentimiento es correcto, porque el sentimiento no tiene referencia a nada fuera de sí, y es siempre real en tanto un hombre es consciente de él. Sin embargo, no todas las determinaciones del entendimiento son correctas, porque tienen referencia a algo fuera de sí, a saber, una cuestión de hecho, y no siempre se ajustan a ese modelo”. Con base en esto, quiero preguntar por el logro que pueden tener varias fotografías de generar un juicio “universal” sobre su significado. ¿Puede alguien considerar que una fotografía de Jesús Abad Colorado no retrata el terror de la guerra?

No concuerdo con este planteamiento de Hume, aunque usualmente su pensamiento me resulta lúcido. En dos sentidos difiero de este argumento: los sentimientos tanto como los juicios, son elaboraciones internas que se alimentan de referencias externas. En otros términos: no creo que el sentimiento sea una experiencia pura, totalmente interna, y que se produce espontáneamente. Los sentimientos divergen en el tiempo y en la cultura. Lo que para unas tradiciones sociales es digno de llanto, para otras resulta indiferente, incluso las personas suelen tener emociones confusas y con frecuencia cambiantes. Los sentimientos tienen motivaciones, buena parte de ellas están en relación con objetos o hechos. Incluso para una misma persona lo que en la adolescencia le produce vergüenza y temor, en la madurez o la vejez le puede resultar ordinario o hilarante. No ceo entonces que podamos hablar de sentimientos universales, ni tampoco me resulta clara la idea de que los sentimientos siempre son correctos, como tampoco tendría sentido para mí pensar que son incorrectos. De allí la segunda cuestión: los juicios y los sentimientos tienden a mezclarse más de lo que suponemos. Solomon y Calhoun mostraron que las emociones son inexplicables sin las creencias. En la base de las emociones hay un sistema de creencias con las que se tejen de manera compleja. No puedo sentir temor del oleaje marino sino creo que puede ahogarme o hacerme daño. El temor requiere creencias que lo apuntalen. Pero, por otro lado, la creencia se alimenta, también, de la agitación emocional que produce uno u otro tipo de experiencia, por ejemplo, la diversión de jugar con las olas, o el trauma de verse arrastrado mar adentro. Dicho esto, no creo que las fotografías generen juicios universales, y los sentimientos que producen están en relación con las posiciones ideológicas que las personas ocupan o asumen ante los conflictos que cristalizan. Dejo una rendija aquí, sobre la cual regresaré, y es la que tiene que ver con la posibilidad de la foto, en ciertas circunstancias, de contribuir a producir procesos de reconocimiento y alteridad. Volviendo al argumento principal, Susan Sontag, cuestionando a Virginia Woolf, señalaba que las fotografías de guerra de las que Woolf habla en su famoso ensayo “Tres Guineas” no producen un sentimiento universal de rechazo a la guerra, como la escritora pensaba. Las fotografías del frente significaban cosas distintas para los bandos en conflicto. Incluso para algunas personas las fotografías de los horrores de la guerra no llevarían a la idea de que la guerra debía concluir, sino que tendría que continuarse, porque se trataba de una guerra justa. En general esa fue la impresión (y el sentimiento) que se asoció con las imágenes de los informativos cinematográficos que se presentaron en los países occidentales durante la segunda guerra mundial. Las fotografías de Jesús Abad Colorado sobre los procesos de desplazamiento forzado y los conflictos en Colombia están sujetas a diversas interpretaciones. En última instancia nada en el trabajo fotográfico puede garantizar la producción de un determinado tipo de sentimiento en sus observadores; no ignoro, por otro lado, que las imágenes son una de las formas más potentes de persuasión y de manipulación de los ánimos y los sentimientos. La propaganda política y la publicidad saben mucho de ello.

¿Cuál es el significado y la importancia de “la fuerza de alteridad de la fotografía”?

Entiendo por fuerza de alteridad de la fotografía o de la imagen la relación de reconocimiento, comprensión y sintonía emocional entre la persona o personas que fotografían y quienes son fotografiados, como base de la producción de la imagen, y como principio de enlace, convocatoria y expectativa ante la mirada de quienes la ven. La fuerza de alteridad es así una fuerza de conexión triple: existencial, estética y política. Esto último significa una disposición a vincularse con la situación de los otros (especialmente quienes se hallan en situaciones de dolor) tomando sentido y posición frente a ello. Con esto la fotografía dispone una puerta abierta ante quien la ve: presentifica el mundo concreto en el que el otro real nos interpela. Barthes decía que es la fotografía la que permite la constatación existencial de lo sucedido. Yo pienso que eso es posible porque nuestra mirada, en el mundo que abre la foto, encuentra la mirada de los otros. Por eso es incluso posible jugar con la idea de una cierta gradación de la fuerza de alteridad, dada por su mayor o menor capacidad de sintonizarnos con esa otra mirada. La mirada en la fotografía no es más que un texto, una mancha de color o un pixelado que interpretamos como mirada. En su sentido estético y semiótico podemos decir que la fuerza de alteridad radica en la capacidad de vivificar la mirada fotografiada, en hacerla pasar de puro texto a mirada encarnada y viva. En su sentido existencial y político, aprovechando el concepto de “encuadramiento” propuesto por Butler, podemos decir que ciertas fotografías son terreno de conflicto entre fuerzas de encuadramiento y fuerzas de alteridad. La fuerza de encuadramiento radica en la potencia con que el marco fotográfico impone una significación y califica a los sujetos y su escena; la fuerza de alteridad es así una potencia de reticencia, en la que sus cuerpos brotan, más allá del sistema de visualización que busca categorizarlos.

Hablemos también de cómo se logra un trabajo de memoria a partir de la imagen y la técnica. Hay una constante conversación entre estos tres elementos, y quisiera preguntar por la relevancia que tiene una fotografía en sociedades que trabajan en su memoria histórico y/o colectiva.

La fotografía es una técnica que enlaza el tiempo con la mirada, y lo hace, especialmente, disponiendo fragmentos del pasado. La semiótica ha clarificado la condición de la fotografía como una suerte de cristalización de un percepto del tiempo. La fotografía como tiempo coagulado o encapsulado. Ese tiempo está siempre dado a la mirada y la mirada se juega en el campo de la sensibilidad, pero también en el territorio de la política como he procurado mostrar. Eso significa que nunca la fotografía es un percepto crudo y cerrado. Es decir, que la capacidad de resguardo del instante pasado que tiene la fotografía se concita en ciertas necesidades e intensiones de rememoración que suelen inscribirlas en proyectos interpretativos. Por eso los fragmentos de tiempo se inscriben en tramas narrativas, que les dan sentido, que los ponen en coherencias y en axiologías. La fotografía es, por sí misma, una forma de interpretación, y convoca siempre proyectos interpretativos que le dan su sentido. Para los pueblos y para las comunidades la memoria constituye, como sabemos, un elemento capital en la experiencia de sí mismos. En la narrativa de lo que fueron y en la expectativa de un trayecto futuro.

¿Por qué el cuerpo humano se hace tan importante para hablar de esa noción de la estética del retorno? ¿Cómo podríamos explicar el símbolo y el significado del retrato del cuerpo en ese trabajo de potenciar “la fuerza débil del pasado” y “lo negado”?

Cuando apelas a “la fuerza débil del pasado” entroncas claramente con lo que venía diciendo. El murmullo del que recién hablaba refiere, de cierta forma, a lo que Walter Benjamin consideraba “las fuerzas débiles”. Ambas se definen en términos de lo que pasa del pasado al presente. En Benjamin las “fuerzas fuertes” son aquellos proyectos, aquellas formas subjetivas, aquellas jerarquías estructuradas y concepciones del mundo que, fraguándose en el pasado, han impuesto el presente. Son, por decirlo de una forma general, las que hacen la coincidencia entre ser y tiempo. El tiempo se adecúa al ser que despliegan. Las fuerzas débiles, en cambio, son posibilidades, tentativas, de lo que no está pero que espera ser escuchado. Lo que ha sido invisibilizado, y que busca hacerse visible. La esencia del asunto está en que para el tiempo dominante el presente es consecuencia clara del pasado, como si todo fuese lógico y esperable. Pero en Benjamin el presente victorioso proviene de la doble violencia de la expulsión del pasado de aquello que no concita con su dominio, y del olvido del acto de dicha expulsión. La fotografía como fuerza de retorno radica en el cuerpo porque son, precisamente, los cuerpos eliminados o negados los que se hacen patentes. Los que persisten diciendo aquí estamos, no obstante, la violencia en ellos impresa. Los rostros de las mujeres que aparecen en los “Sudarios” de Erika Diettes no solo hablan del cuerpo que son, sino también de los cuerpos de las personas amadas que les arrebataron. En los cuerpos de las y los deudos, están las huellas de los cuerpos amados (hijos, hijas, esposos) que la acción atroz eliminó. Todo es asunto de cuerpos, y la fotografía habla el lenguaje de los cuerpos.

También quisiera preguntar por una afirmación que hace al final del capítulo dos: “La fotografía da cuenta de que el pasado no es solo pasado, como no lo son el presente ni el futuro…” ¿Eso que usted llamó “reinterpretación narrativa” nos ayudaría a comprender esta frase?

Solemos pensar que los cortes entre pasado, presente y futuro son muy definidos. Pero la cuestión del tiempo es mucho más amplia que las formas de categorización dominantes. Sin detenerme en ello, es importante reparar en que la estructura lineal del tiempo es un sistema generado conceptualmente en la ilustración e impuesto por la revolución industrial. La configuración y establecimiento de un tiempo planetario, por otra parte, tuvo su origen, básicamente, en las necesidades de las compañías de ferrocarriles británicas y norteamericanas de tener una estructura controlable de husos horarios. Otras tradiciones culturales y filosóficas encaran y comprenden el tiempo de otras maneras. El pasado está siempre alimentado por el presente, y como sabemos, nunca tenemos de él una referencia totalmente constatativa: no sería posible el sentido del pasado sin la imaginación. El pasado es más una interpretación que una indexación fehaciente, por eso hay una irreductible tensión política en la representación del pasado. Esto es clave. El pasado es para nosotros, no un factum, sino una representación, y por ello es que puede comprenderse que la fuerza de retorno de la fotografía es una manera de confrontar las formas instituidas del pasado y abrir posibilidades a imaginarlo y experimentarlo de nuevas formas. En el trabajo fotográfico de Lucila Quieto, esa refiguración del pasado es una forma de justicia poética.

A lo largo del libro hay varias definiciones de lo que es la fotografía. Finalmente, ¿con qué definición se queda usted y qué cambió de su relación con esta, tras escribir este ensayo?

Efectivamente se trata de un libro que habla profusamente de lo que podemos entender por fotografía, pero en el peculiar recorte de las dimensiones existenciales, estéticas, políticas, éticas… de la fotografía del dolor. De esa complejidad de sentido quisiera retener, en este momento, el asunto que me parece más crucial: la fotografía es la articulación de una técnica de la visibilidad y un lenguaje que buscan dar cuenta de un tiempo para la mirada. Tres notas quiero destacar de esta definición tan general: toda fotografía es un encuentro de miradas: un fotógrafo o fotógrafa hace de su mirada cárnica un texto visual, a través del acto técnico y semiótico de tomar una fotografía. Esa imagen, que es entonces un texto, soportado en el papel o en estructura de pixeles en una pantalla, se reactiva, se vuelve otra vez cárnica, en la mirada de quien ve la imagen. En esto que he señalado no son objeciones ni la fotografía de multitudes, ni la autofotografía o selfie. En la foto, en ciertas condiciones, la multitud porta una mirada. En la selfie, la mirada de sí cruza el trayecto de lo que Paul Ricoeur llamaba mismidad e ipseidad: el yo que permanece y el yo que cambia. La segunda y tercera notas las puedo explicar como siguen: la fotografía es un lenguaje que permite comunicar sentidos, consta de ciertas reglas de encuadramiento, angulación, iluminación, color, entre otras cosas, gracias a las cuales hay una fuerte legibilidad que propicia la comprensión común. Pero la técnica fotográfica consiste en la capacidad de captar la apariencia visible de los hechos y los objetos. Así la fotografía está en una compleja relación en la que un lenguaje busca reticular la captación técnica visible de las cosas, y a la vez, las cosas pueden rebasar dicho lenguaje.

Quisiera cerrar “pidiendo” una especie de reflexión sobre algo que me pareció interesante, y es que en este libro se comprende que la fotografía no solo es un medio de archivo y memoria al documentar instantes específicos de la violencia y las problemáticas de países como Colombia o México, sino que también, así como lo hace la literatura, ofrece un relato alterno que desde lo más humano, desde expresiones y sentimientos, complementa la historia al visibilizar lo que hay detrás del terror y lo atroz…

El sentido fotográfico que refiero en el libro, y que se realiza en el trabajo de las y los fotógrafos latinoamericanos que allí procuro dilucidar, muestra una experiencia, un sentido y una multiplicidad de narraciones que no suelen figurar ni en los tratamientos biopolíticos que los Estados y las instituciones hacen de los grandes conflictos sociales, ni tampoco en los abordajes que ordinariamente hacen los medios. Se trata de lo que hace un momento procuraba referir como la narración del murmullo. A veces la fotografía se detiene y escucha el murmullo. Entonces sus imágenes hacen visibles voces singulares, pletóricas de experiencias y sentidos que, comenzamos a comprender, no son secundarias, sino cruciales.

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