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La ventana (Cuentos de sábado en la tarde)

Después de la sentencia, un juez concedió a Tulio el beneficio de casa por cárcel. En la habitación donde ahora permanece hay una ventana amplia. Da al costado rural del pueblo y Tulio puede ver la sinuosidad de los potreros, el verde frondoso en todas direcciones y la caligrafía lenta de los guaduales.

Jose Hoyos
15 de abril de 2023 - 09:04 p. m.
Imagen de referencia.
Imagen de referencia.
Foto: Pixabay

Cuando empieza a amanecer, una luz tímida ocupa un pedazo de la cortina y entre los hilos más separados se enhebra el sol de la mañana. El avance del rayo le sirve a Tulio para medir el paso del tiempo; acostumbra usarlo como despertador: si el centro de la cortina es atravesado por una franja recta, es que son las siete. Entiende la claridad tempranera como el sonido producido por el movimiento de la naturaleza. Al árbol frondoso de enfrente suele llegarle por la tarde una delegación de pájaros cansadísimos. Todos los días alguno llega con retraso. Ocupan las ramas altas y no cantan igual que por la mañana. Tulio asume su reclusión como lo mejor que pudo pasarle en la vida: todo el tiempo del mundo pasó a pertenecerle.

La finca tras el árbol tiene buenos pastos para las vacas residentes, que son pocas y muy graves. Una vaca suele detenerse a comer guayabas caídas y le gustan y las olvida. Son terrenos empinados, suben vientos serios y uno que otro sin carácter. Hay árboles con hojas granate, casi rojo, realzadas por el blanco liso de los troncos. El lugar se le hace a Tulio tan suelto y colorido como el cuaderno de dibujos de un niño. Los caminantes paran a la sombra del árbol a estar en silencio y dejan la mirada quieta un rato y después se van.

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La habitación también dispone de otra ventana, algo más pequeña. Da al barrio y se ve la espalda de las casas de la cuadra, también con ventanas traseras. Abarca un panorama extensísimo, más allá del río. En el día, la enorme ciudad que se ve a lo lejos parece una sombra blanca y difusa, y de noche es un compendio fulgurante de luces hormigueando. Esas luces lejanas hacen que Tulio quiera estar en la ciudad. Encuentra que un fruto muy cosechado en el campo es el deseo intenso de ver la ciudad. Considera que para un campesino verdadero el campo es una realidad: es la ciudad lo que le parece fantástico; la vida agraria se le antoja por momentos vulgar y monótona, en cambio, la metrópoli rebosa de vértigo, perverso, pero vértigo al fin: la promesa que separa al provinciano del citadino. Ese campesino hipotético, piensa Tulio, viene a detectar las grietas de esa convicción a medida que se acerca a la ciudad, cuando la excitación de lo exótico es desplazada por la amenaza de lo peligroso. Entonces vuelve al campo, y contribuye a mantener un orden: que el entorno natural y pedestre conserve su esencia aun con él adentro, a diferencia de la ciudad, cuya condición fundamental es que sea solo anhelada, admirada exclusivamente a lo lejos. La ciudad deja así de tener el rango de un obstáculo y pasa a tener la dignidad de una ficción: la misma forma en que Tulio asume su reclusión.

Lo malo de esa ventana es que Tulio puede toparse con la mirada de algún vecino ventanero, y detesta verse obligado a jugar el poker social de las apariencias. De niño veía, ahora se ve viendo, lo que tal vez sea el secreto de la infelicidad. La actividad barrial no es mucha. Abundan las quietudes: los muros que no merecen pintura, grietas en los tejados de las casas bajas, una puerta de patio aporreada, un poquito con un martillo, la espera de un gato curioseando desde un andén, las farolas cansadas de alumbrar pálido. Es de noche cuando más tiempo pasa Tulio ahí parado. No sabría decir haciendo qué. Solo mira y fantasea y le gusta y ya. Lo hace con la misma pasión con que lee cuentos que no llegan a ninguna parte, pero están llenos de belleza. Las seis de la mañana es lo más atractivo de la ventana, cuando por la cuenca montañosa sube la neblina con que el río se acobija de noche. A veces empieza a llegar desde las cinco, y Tulio observa absorto ese flujo blanco y mullido cargado de aire sin estrenar cuyo andar cadencioso tendría que acompañarse con música de violines. Es como si una provisión gigantesca de algodón se interpusiera entre él y la realidad. La neblina es la forma que toma el silencio cuando quiere mostrar su cuerpo. O cuando quiere borrarnos, en noches en que su espesor hace que hasta la identidad propia se pierda de vista.

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Una escalera estrecha trepa hasta la azotea donde está la habitación. Tulio pasa largas horas mirando con su telescopio hacia una vereda incrustada en la montaña, compuesta por cinco casas dotadas de un aburrimiento capaz de desanimar a un franciscano, muy separadas entre sí, con cultivos ordenados, senderos, flores vigorosas y jamás un ser humano. Hay días en que las claridades del paisaje se estrellan unas con otras hasta formar un arco iris. Es por esa montaña que asoma el sol que llena su cortina. Sale tan pequeño que cuesta creer que sea suficiente para hacer el día.

Una buena mañana lo visitó su amigo Juano y conversaron todo lo que pueda conversarse. Juano es un conversador de esos que cuentan con dos orquestas: una que toca música ligera para el baile, y otra que interpreta a Mozart a lo lejos. Hablaron, entre otras cosas, del bostezo entendido como un aullido silencioso. Y de la fragilidad de esas felicidades que se basan demasiado en la verdad. Juano elogió el panorama y dijo que a pesar de que los potreros parezcan la versión platónica de un potrero, él siempre ha estado en contra de la naturaleza y nunca se ha subido a una montaña. Tulio evitó mostrarle el telescopio porque los lentes para ver a lo lejos seguramente le habrían parecido un engaño de espejos. Después, al estar de nuevo solo, emplazó el telescopio hacia la montaña y volvió a ver la vida de trastienda de esas cinco casas anónimas. De tan pocas cosas que les pasan, esas personas ni siquiera se ven. Los sembrados y jardines se mantienen rozagantes como por sí solos, nunca se ve la mano que los trabaja. Es el silencio lo que convierte la tierra en girasoles. Cuando rastrea esos parajes comprende que el jardinero auténtico no cultiva plantas ni flores, sino la tierra que hay debajo de ellas.

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La ventana barrial se le hace más eficiente por discreta. Poca gente advierte que está siendo observada y continúa con sus ritos domésticos. Suceden ficciones que no saben, ni ellas, ni sus protagonistas, si son leídas por alguien. Rumbo al potrero, pasa dos veces al día un muchacho con su perro. El muchacho es apurado y ansioso. Camina como quien siempre vive en el minuto que está por llegar, y cuando llega ese minuto ya está viviendo en el siguiente. Entran al potrero y el perro se despliega y salta y corre mientras el muchacho se sienta bajo el árbol frondoso a pensar en Dios sabe qué. Mira con mucha generosidad. Mira como si las cosas tuvieran un sentido. El reposo que ahí encuentra es el mismo que Tulio encuentra al mirarlo. A veces el perro se cansa y quiere irse, pero el muchacho no. Es el perro el que saca a pasear al muchacho. Tulio sabe que si el muchacho se supiera observado, dejaría de ser y empezaría a representar. Algo parecido sucede con la realidad: en cuanto se pone en palabras pasa a ser ficción.

Tulio se pregunta qué será eso que perturba la vida del muchacho y lo hace vivir como a la espera de un suceso inminente. Excepto cuando llega a la pausa del potrero. Los detenimientos son el drenaje de las miserias existenciales. Soltar el lastre de las inminencias y las reclusiones siempre es más fácil cuando se cuenta al menos con una ventana.

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Por Jose Hoyos

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