El Magazín Cultural
Publicidad

Lo que me queda por vivir (El cajón de Santaora)

En la crónica de la música latinoamericana y afrocaribeña hay un nombre anclado en un lugar preferencial: Omara Portuondo. Érase una vez una niña tímida que debutó, a regañadientes, en los escenarios del mítico Tropicana.

Julia Díaz Santa
09 de marzo de 2024 - 07:19 p. m.
El cuarteto las D'Aida fue conformado por Omara y Haydee Portuondo, Elena Burke y Moraima.
El cuarteto las D'Aida fue conformado por Omara y Haydee Portuondo, Elena Burke y Moraima.
Foto: Archivo particular

La muchacha no daba pie con bola. Faltaban pocos días para su debut en el espectáculo y ella no podía aprenderse la secuencia ni seguir la coreografía. Se moría por hacer parte de Las Mulatas de Fuego, una puesta en escena que reunía a destacadas cantantes y bailarinas, en un acto único.

Estela “La Rumbera” habló con ella. Si se equivocaba en el próximo ensayo no habría más remedio, tendrían que sacarla del grupo. La muchacha se fue llorando. Había puesto todo el empeño, pero sus oídos parecían no funcionar y su mente era un ruido que no le dejaba escuchar la música con el cuerpo.

Esa tarde, la cabeza le pesaba, se le descolgaba hacia adelante de camino por las calles de Marianao, en el municipio Playa de La Habana. Bailar en el Tropicana era la fantasía de muchas jóvenes que, como ella, soñaban con la majestuosidad del lugar: un bello jardín muy bien cuidado, con cientos de visitantes cada noche, el lugar de las grandes personalidades. Más allá de las miradas moralistas y de los intentos de cierre por parte de los sacerdotes del colegio de Belén, para las jóvenes cubanas ese era un mundo de luces y colores en el que podrían llevar lentejuelas y ser aplaudidas por la multitud.

Le sugerimos leer: El entramado cultural y el gobierno Petro: de la queja al agradecimiento

Al otro día, la muchacha venía tan nerviosa que tropezó en la entrada con una joven que solía ver los ensayos. Era la hermanita de Haydee, una de las bailarinas del espectáculo. Le pareció que la menor le daba ánimos, mientras ella se disculpaba silenciosamente. La chica tenía una mirada tímida, honda y a su vez, algo en ella parecía salirse de órbita.

Una vez en la coreografía, no hubo caso, se confundió de nuevo. Mientras sus amigas movían las caderas a la derecha, ella lo hacía para la izquierda. Los pies se le enredaban y no sabía dónde poner los brazos. Estela “La Rumbera” habló con ella. Esta vez, el dictamen fue definitivo, ya no sería parte de las Mulatas de Fuego.

Volvió a encontrarse con la joven en la puerta, quien la vio salir llorando, con una pena aún más notoria que la del día anterior. Mientras la bailarina se alejaba ruidosamente, a la otra le pareció que esa tristeza también era suya. Hubo un gran silencio y luego se armó el alboroto en el lugar. Estela “La Rumbera” abordó a la muchacha de la mirada inquietante y le dijo que su hermana mayor, Haydee, la había recomendado como bailarina de remplazo.

Podría interesarle leer: Reflexiones sobre el deseo femenino en la obra de Gabriel García Márquez

¿Yo? pero si yo no bailorespondió.

Tu hermana dijo que sí. Y estrenamos mañana insistió Estela.

La muchacha se negó tan férreamente que tuvieron que ir a hablar con sus padres esa misma tarde. La mamá les dijo que claro, que ella bailaba tan bien como su hermana y que podía hacerlo.

Mamá, pero si yo no bailo.

Qué sí bailas, Omara dijo mientras la regañaba con la mirada.

Y sí, ella bailaba y cantaba con mucha gracia. Pero se negaba a aceptarlo porque le daba mucha vergüenza imaginarse parada ahí con esos vestidos tan cortos, delante de tanta gente.

—¿Y si me ven los del Instituto? — le dijo a la mamá cuando se fueron los del Tropicana.

Podría interesarle leer: La música, la jardinería y la vida en el día a día de un congresista

Omarita había sido una niña flaca, la más fea de los tres hermanos. Vivía con su familia en una casa muy pequeña, con un hall, una salita a la entrada y dos cuarticos pequeños, en el barrio de Cayo Hueso.

El padre era un beisbolista que amaba la música y tocaba la guitarra con sus grandes manos negras. Su mamá, Esperanza, blanca como la leche, había renunciado a sus privilegios socioeconómicos, por quedarse con él. “Uno pierde muchas cosas por amor. El amor cuesta”, diría esa hija muchos años después.

En las reuniones, cuando su mamá empezaba a cocinar y su papá a cantar, Omarita lo acompañaba en un bolero de María Teresa Vera. Ella hacía la primera y él, la segunda voz: “Qué te importa que te ame, si tú no me quieres ya, el amor que ya ha pasado, no se debe recordar”.

Bueno, mamá, lo haré por ti dijo la joven sobre la invitación a ser parte del espectáculo.

Luego del estreno, Estela “La rumbera” dijo que fue el mejor remplazo que hubieran podido imaginar. Tanto que no pasó mucho tiempo para que ella se fuera convirtiendo en Omara, la gran Omara Portuondo, cantando en los escenarios de Cuba y del Tropicana. Uno de los primeros pasos en ese camino fue integrar el cuarteto las D’Aida junto a su hermana Haydee, Elena Burke y Moraima.

Le sugerimos leer: Sobre la debatida y resistida novela “En agosto nos vemos” (Opinión)

De la muchacha sin oído no se volvió a saber nada. Lo único que se sabe, es que las cosas pasan por algo y que “lo que es para ti, aunque te quites”. Medio siglo después de ese primer debut, cuando ya Omara había vivido la revolución, el jazz, el feeling, el bolero y el amor, le tocaron a la puerta de la cabina del estudio donde ella se encontraba grabando unas canciones, por casualidad.

Eran sus viejos amigos que le contaban que, ahí mismo, un productor estadounidense llamado Ry Cooder estaba haciendo un disco de música cubana con artistas de los años 50. Le pidieron que pasara a otra sala para que cantara una canción y ella aceptó sin preguntar mucho.

—¿Con qué quieres empezar?le dijeron.

Vamos con Veinte años —respondió ella.

Esta vez Compay Segundo, y no su padre, le haría la segunda voz. La gran Omara Portuondo cerró los ojos y se deslizó por la música como cuando era niña y jugaba con su hermana a resbalarse por el suelo enjabonado en la parte de atrás de su casa. Mientras su mamá les echaba agua de lluvia con un platón.

A sus casi setenta años, se hizo niña una vez más. Nadie lo puso en duda, habían encontrado la diva del nuevo proyecto. Era el nacimiento de la estrella del recién bautizado Buena Vista Social Club.

Por Julia Díaz Santa

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar