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Cuando la vida de Gabo era de película

El Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias le rinde homenaje póstumo a García Márquez con la retrospectiva “Gabo. Las películas de mi vida”.

Nelson Fredy Padilla, editor de El Espectador
12 de marzo de 2015 - 02:35 p. m.
Acapulco, México, 1965: Gabriel García Márquez (con gafas, sentado) con sus amigos de cine. Luis Buñuel está a su derecha. / Archivo El Espectador
Acapulco, México, 1965: Gabriel García Márquez (con gafas, sentado) con sus amigos de cine. Luis Buñuel está a su derecha. / Archivo El Espectador

En 1960, cuando se creó el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, Gabriel García Márquez ya había visto tantas películas, había escrito tantas reseñas y había estudiado en el Centro Experimental de Cinematografía en Roma que era un experto en el séptimo arte. Esta semana, 55 años después, el FICCI le rinde homenaje al nobel de Literatura con la retrospectiva “Gabo. Las películas de mi vida”.

Para entender cuánto influyó el cine en su obra literaria hay que releer los artículos semanales publicados entre 1950 y 1955 como periodista de El Espectador. Sabemos que lo descubrió de la mano de su abuelo Nicolás Márquez y prueba de ello está en la casa museo de Aracataca: dos destartalados proyectores con los que el “emigrado italiano” Antonio Daconte (Pietro Crespi en ‘Cien años de soledad’) les enseñó el milagro del cine mudo. Que no faltaba al cine matiné de los domingos en Barranquilla. Que por 25 centavos veía dos películas. Que así descubrió a Chaplin, a Welles, a Fellini, a De Sica, a Bergman, especialmente a Bergman. Que empezó a soñar con personajes tipo Humphrey Bogard y Cary Grant; con Alvie Singer en ‘Annie Hall’ “cuando decía que los humanos nos dividimos entre los miserables y los horribles”. Que ese gusto lo imprimió primero en las “jirafas” que publicaba en el periódico El Heraldo.

Pero no muchos recuerdan que esa semilla de cinéfilo la cultivó en El Espectador como redactor de la columna “El cine en Bogotá. Los estrenos de la semana”. Él recordaba esa etapa así: “Otra realidad bien distinta me forzó a ser crítico de cine. Nunca se me había ocurrido que pudiera serlo, pero en el teatro Olympia de don Antonio Daconte en Aracataca y luego en la escuela ambulante de Álvaro Cepeda había vislumbrado los elementos de base para escribir notas de orientación cinematográfica con un criterio más útil que el usual hasta entonces en Colombia. Ernesto Volkening, un gran escritor y crítico literario alemán radicado en Bogotá desde la guerra mundial, transmitía por la Radio Nacional un comentario sobre películas de estreno, pero estaba limitado a un auditorio de especialistas. Había otros comentaristas excelentes pero ocasionales en torno del librero catalán Luis Vicens, radicado en Bogotá desde la guerra española. Fue él quien fundó el primer cineclub en complicidad con el pintor Enrique Grau y el crítico Hernando Salcedo, y con la diligencia de la periodista Gloria Valencia de Castaño Castillo, que tuvo la credencial número uno. Había en el país un público inmenso de las grandes películas de acción y los dramas de lágrimas, pero el cine de calidad estaba circunscrito a los aficionados cultos y los exhibidores se arriesgaban cada vez menos con películas que duraban tres días en cartel. Rescatar un público nuevo de esa muchedumbre sin rostro requería una pedagogía difícil pero posible para promover una clientela accesible a las películas de calidad y ayudar a los exhibidores que querían pero no lograban financiarlas. El inconveniente mayor era que éstos mantenían sobre la prensa la amenaza de suspender los anuncios de cine que eran un ingreso sustancial para los periódicos como represalia por la crítica adversa. El Espectador fue el primero que asumió el riesgo, y me encomendó la tarea de comentar los estrenos de la semana más como una cartilla elemental para aficionados que como un alarde pontificial… Álvaro Cepeda me despertó a las seis de la mañana desde Barranquilla cuando se enteró de mi audacia. ¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo!, me gritó muerto de risa en el teléfono -¡Con lo bruto que es usted para el cine!”.

No era fácil estar al tanto del cine de vanguardia y para ello contaba con amigos bien informados: “Otro refugio frecuente después de las funciones del cineclub eran las veladas de medianoche en el apartamento de Luis Vicens y su esposa Nancy, a pocas cuadras de El Espectador. Él, colaborador de Marcel Colin Reval, jefe de redacción de la revista ‘Cinématographie française’ en París, había cambiado sus sueños de cine por el buen oficio de librero en Colombia, a causa de las guerras de Europa… sus veladas se improvisaban después de los grandes estrenos de cine en un departamento atiborrado con una mezcla de todas las artes, donde no cabía un cuadro más de los pintores primerizos de Colombia, algunos de los cuales serían famosos en el mundo”.

Quien mejor estudió al primer Gabo cinéfilo fue el investigador francés Jacques Gilard, quien en el prólogo de ‘Obra periodística 2. Entre cachacos (1954-1955)’, de Editorial Diana, dijo: “cuando se escriba una historia del cine En Colombia, la labor de García Márquez merecerá un capítulo aparte, no por unas realizaciones que nunca tuvo tiempo de llevas a cabo, sino por su labor de crítico de cine”. Fue la época del rodaje de “La langosta azul” de Álvaro Cepeda Samudio. El naciente escritor escribía en Bogotá casi siempre a favor del cine europeo y en contra del creciente mercantilismo de Hollywood al que consideraba alienante y sobreactuado por armar “tempestades a bordo de una bañadera”. Entre cinta y cinta, le dedicaba más espacio a producciones que lo apasionaron como “Ladrones de bicicletas”, por su autenticidad humana y su método parecido a la vida.

A ojos del humanista francés, esto resulta fundamental en la formación de la mirada estética de García Márquez, las imágenes se fundieron con la literatura para configurar su concepción del mundo. Por ejemplo, veía “Intruso en el polvo” y la propuesta narrativa basada en una novela de William Faulkner. Todo esto por consejo de su compinche Cepeda. Las inquietudes que le surgían las absolvía con libros prestados por el catalán Vicens, sobre todo la francesa “Historia general del cine”, así como revistas europeas. Esas lecturas las filtraba en sus comentarios semanales cuando necesitaba hablar de “nuevas tendencias”, “idioma y sintáxis cinematográficos” o de movimientos concretos tan lejanos como el de los expresionistas soviéticos. De ahí se agarraba para decir que el cine italiano era “el más malo”, que el alemán tenía futuro, que el brasileño estaba por encima del argentino, que la depuración del japonés la simbolizaba “Rashomon” de Akira Kurosawa.

Bien dice Gilard que por cuenta de esa disciplina empezó a construir el punto de vista, la sicología y “las maneras de contar el cuento” (como lo repetía en su escuela cubana de cine en San Antonio de los Baños) que luego plasmaría en ‘La hojarasca’ y ‘El coronel no tiene quien le escriba’, el embrión de la llamada mitología macondiana. Los textos tienen las fallas de un aprendiz de periodista y de crítico, pero evidencian una obsesión por la creación en Colombia de “un cine nacional” y de un público culto. Esas crónicas, según Gilard, tal vez no aporten mucho al conjunto de la prosa garciamarquiana pero sí son documentos valiosísimos para entender su proceso creativo.

Entre los lectores de los sábados. G. G. M., como firmaba, fue creando una audiencia que influyó tanto en la asistencia a los teatros que tuvo que enfrentar las quejas de los empresarios que consideraban perjudiciales sus comentarios. Lo defendía en las páginas editoriales Eduardo Zalamea Borda, “Ulises”, diciendo: “la crítica cinematográfica no se hace con la intención de amedrentar al público, ni para perjudicar a nadie, sino para educar al público”. Lograron demostrar que faltaban en Colombia expertos exigentes en cine, literatura y todas las artes.

“El cine en Bogotá” no sólo era para hablar de “la apabullante astucia narrativa de Hitchcock” en ‘La llamada fatal’, también era una tribuna para hablar de “la penetración cultural e ideológica norteamericana”, “los estragos morales de la guerra de Corea” o de “los impuestos nacionales”. Dedicaba tiempo a debates que vislumbraban el cine de hoy en el caso del uso de “la incómoda y necia condición de los anteojos polaroid”, necesarios para ver “el cine en relieve”. Gilard no duda al afirmar que entre 1950 y 1954 el cine hace de Gabo un mejor narrador, deja listo a un escritor con mejor perspectiva universal. Así, ‘El coronel no tiene quien le escriba’ le debe mucho al filme italiano ‘Umberto D’ e ‘Hiroshima’ le hizo entender tanto sobre el infierno como Dante con ‘La divina comedia’. Véanse ‘Lo funerales de la Mamá Grande’ o ‘La Mala Hora’. El factor sobrenatural en ‘Ladrones de bicicletas’ germinó de alguna forma en el realismo mágico de ‘Cien años de soledad’, calificada por el poeta y director de cine italiano Pier Paolo Pasolini en la revista ‘Tiempo’ como “la novela de un guionista”.

En los 60 vendría su valiosa etapa en el cine mexicano, la influencia de directores y amigos europeos como Luis Buñuel hasta conocer a Coppola en Leningrado luego del Festival de Moscú, en una cena con su hijo Rodrigo –quien entonces sólo era chef y ahora cerrará el FICCI 55 con su filme ‘Últimos Días en el desierto’ -. Y muchos personajes más, casi siempre en Cuba con la complicidad de Fidel Castro, al que Gabo llamaba “el cineasta menos conocido del mundo”, hasta redondear su “filmografía personal” conociendo a Woody Allen en Nueva York en una particular noche de julio de 1991. Con Buñuel, director de ‘Los olvidados’, compartieron el miedo a la desmemoria. Qué mejor motivo para recordar la primerísima etapa de la película de la vida de Gabo.

Las nueve películas de la vida de Gabo, según el FICCI 55
El ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica (Italia, 1948)
Rashomon, de Akira Kurosawa (Japón, 1950)
2001, Odisea del espacio, de Stanley Kubrick (EE.UU., Reino Unido, 1968)
El General de La Rovere, de Roberto Rossellini (Italia, Francia, 1959) Manos peligrosas, de Samuel Fuller (EE.UU., 1953)
Una historia inmortal, de Orson Welles (Francia, 1968)
El hombre en la Torre Eiffel, de Burgess Meredith (EE.UU., Francia, 1949)
Jules y Jim, de Francois Truffaut (Francia, 1962)
El retrato de Jennie, de William Dieterle (EE.UU., 1948)
 

Por Nelson Fredy Padilla, editor de El Espectador

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