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El lenguaje subversivo de los gestos

La Alemania Democrática de los tiempos del Muro de Berlín está reflejada en la más reciente película de Christian Petzold.

Adriana Marín Urrego / Fernando Araújo Vélez
12 de abril de 2013 - 09:26 p. m.
Nina Hoss, la actriz que interpreta a la protagonista de ‘Bárbara’, película estrenada ayer. / Cortesía Babilla Cine
Nina Hoss, la actriz que interpreta a la protagonista de ‘Bárbara’, película estrenada ayer. / Cortesía Babilla Cine

Había un muro que dividía a dos naciones, un muro que separaba a las familias, un muro de infamia, de muerte, de terror; un muro que generaba odios, que acuchillaba ilusiones, que impedía, que rompía; un muro que hablaba, que gritaba, que reflejaba al hombre, muy en minúsculas, a la inhumanidad de la humanidad. Un muro que sintetizaba la crueldad en sus 120 kilómetros de hormigón, en las decenas de soldados que lo custodiaban, en las armas, en la amenaza, en la represión sobre decenas de miles de alemanes que quisieron atravesarlo y en los doscientos y tantos que murieron por intentarlo. Como escribía José Saramago: “Quizá nuestros ojos vean, pero nuestra razón está ciega. No somos capaces de reconocer que ha sido el ser humano el que ha inventado algo tan ajeno a la naturaleza como es la crueldad”.

La crueldad fue muro, el muro fue división y justificación. Sus constructores, los alemanes democráticos, separados de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial (el país fue dividido entre los aliados y los soviéticos), adujeron que habían construido el muro para proteger del fascismo a la población, para salvarla de un capitalismo arrogante y nocivo, de unas libertades disfrazadas. El muro fue también un símbolo. Por eso, cuando se derrumbó, en noviembre de 1989, la gente de Berlín Oriental y de Berlín Occidental, y del resto del país, y de algunos otros lugares, se armó de azadones y picas y palas para derribarlo, para constatar que estaba dejando de existir, para celebrar y para recordar, para tratar de sanar heridas con el recuerdo. Luego ellos, y otros a quienes el muro sacudió, hicieron libros y películas y cuadros y obras de teatro.

Christian Petzold fue uno de ellos. Primero rodó Cuba libre. Luego The State I Am In y Wolfsburg, y un año atrás, Bárbara. “Mis padres eran refugiados de la Alemania Democrática y se escaparon a finales de los 50, dos años antes de que yo naciera. Nunca hablaron sobre su juventud. Tenían 18, 19 o 20 años cuando escaparon, y nunca volvieron a hablar de eso. Sé que mi papá quería ser Jimmy Dean y que mi mamá quería hacer pinturas, como Cézanne. Eran unas personas muy solitarias después de que escaparon. Vivían con su familia, pero nunca nos contaron su historia porque después de irse ya no había posibilidad de regresar a Alemania Oriental, era prohibido, y sacaron todas las memorias de su cabeza. Después del 89, todas las memorias de su juventud regresaron, hablaron sobre sus amigos, sobre su primer beso, las calles. Entonces empecé a pensar que nadie habla sobre esos 40 años, como mis padres, y creo que el cine se tiene que encargar de hacerlo”.

La historia de Bárbara fue, de alguna manera, la historia de sus padres, de algunos de sus vecinos, y la historia que él vivió durante unos cuantos días cuando decidió ir a visitar a su abuela en la Alemania Democrática. “Yo visité a mi abuela por dos o tres semanas en verano y me pareció muy aburrido, muy típico alemán, mucho más alemán que occidente. Era como en los 20. Todo extremadamente burocrático, y había un ambiente de desconfianza y todo el mundo en el barrio hablaba de los demás y a mí no me gustaba, por el sistema, pero me gustaba que la gente, allá, tenía —casi— como un diálogo subversivo, un tipo de seducción subversiva. Estas personas eran muy inteligentes y mientras hablaban de algo absolutamente ordinario, había algo entre líneas, muchos signos. A mí eso me gustaba”.

Su gusto fue luego su obra. Bárbara se volvió un diálogo sin fin, un diálogo de miradas, de silencios, de mentiras y anhelos. Un diálogo subversivo, como aquellos que él amó mientras anduvo con su abuela. “El reto en la película y con los actores era que queríamos ver sus cuerpos, queríamos verlos moverse, cómo mienten, cómo se ríen, cómo esconden su risa detrás de sus sonrisas. Eso era fantástico. Teníamos ensayos muy largos, cada mañana antes de grabar. Ese fue uno de los mejores momentos de mi vida porque todo era nuevo. No era un tipo de actuación que conociera de antes”.

Las actuaciones de Nina Hoss y Ronald Zehrfeld fueron la Alemania Democrática de los 80. Y los carros cuadrados, Zastavas, y las luces direccionales que sonaban clic, clic, clic, y la bicicleta de Bárbara, constante, silenciosa. Y el silencio, y la sospecha, la eterna sospecha y la eterna sensación de que alguien en algún lugar vigilaba y jamás dejaría de vigilar.

Por Adriana Marín Urrego / Fernando Araújo Vélez

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