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Los sonidos de Brasil

Nacido en Río de Janeiro y con una amplia diversidad de temas en sus obras, Villa-Lobos ha sido calificado como el músico más importante de la historia de ese país.

Fernando Araújo Vélez
05 de enero de 2014 - 09:00 p. m.
Los sonidos de Brasil

Que Dios lo perdonara si se llegaba a equivocar en un Sol o un Do, en identificar el sonido de la rueda de un tren que pasaba por su casa, el del canto de un pájaro, el del golpe de un martillo. Que Dios lo acogiera en su reino si no silbaba con exactitud lo que escuchaba, porque su padre, don Raúl Villa-Lobos, lo condenaría a largas horas de encierro y estudio en su casa de Río de Janeiro. “Mi padre, aparte de ser un hombre culto e inteligente, fue un músico perfecto, con una gran técnica. Con él atendí muchas veces ensayos, conciertos y óperas. También aprendí cómo tocar el clarinete y fui forzado a discernir el género, estilo, carácter y origen de las obras, aparte de declarar con precisión la afinación de los sonidos o ruidos accidentales que aparecían en el momento”, diría muchos años después, ya convertido en Héitor Villa-Lobos, el músico por excelencia de Brasil, el hombre a quien el poeta Manuel Bandeiras definía como “un genio, el más auténtico que hayamos tenido, si es que alguna vez tuvimos uno”.

Aquellas tardes, cuando el niño y su padre caminaban tomados de la mano por las calles del barrio de Ipiranga, repetidas, multiplicadas y acentuadas con clases de cello y lecciones con partituras, determinaron a Villa-Lobos. Primero, porque eligió la música como su más importante fin, el motivo de su vida. Luego, porque comprendió que dentro de su música podrían caber todos los sonidos, todas las influencias. A fin de cuentas, cada nota era una sensación, y las sensaciones no tenían discusión. La calle, el viento, las palabras, las voces, los carruajes tirados por caballos de aquellos últimos años del siglo XIX, todo tenía música, todo era música. “Mi música es natural, como una cascada”, aclararía luego, un hombre ya, nutrido de viajes por el norte de su país, de observaciones anotadas, signadas en sus libretas, de misterios y embrujos. Una noche, a comienzos del siglo XX, la vida que había construido se le rompió en mil pedazos: su padre había muerto.

Dolor, miedo, ausencia y abandono. La muerte lo llevó a un estado de penumbras del que empezó a salir, como de niño, en la calle, con los sonidos de la calle, con las voces de la calle y la gente que se encontraba por ahí. De a pocos, sumido en la depresión, se fue enamorando de la música que oía en las plazas, y de aquella bohemia de callejuelas y bares que había surgido alrededor de los ‘Choros’ en las últimas décadas del XIX. “Los Choros de esa época eran la improvisación inteligente”, comentó tiempo después. Villa-Lobos quiso, entonces, convertirse en un choróe, muy a pesar de que su madre se opusiera, pues, como tantos otros, decía que los choróes eran simples delincuentes. Aprendió a tocar guitarra, tomó conciencia del ritmo y las inflexiones de aquella música popular, se impregnó del vaho que emanaba de los barrios y concluyó que si la música era vida, aquella era la más pura de sus representaciones. Entonces decidió estudiar en el Instituto Nacional de Música de Río de Janeiro para darle perfección a lo que lo desbordaba.

Luego dijo: “Un pie en la academia y usted cambia para peor”, pero eso fue después, mucho después de haber dejado la casa de su madre, de sus encuentros con los choróes y de haber viajado por el norte y el oeste de Brasil. Allí, dijeron, dirían, elaboró su primer borrador sobre una pintura musical, Cánticos Sertanejos para una orquesta pequeña. Y allí, según la leyenda, vivió con ciertos aborígenes, contrajo la malaria, naufragó en el Amazonas y fue contratado por una compañía de operetas. El norte fue parte de su acervo y, por lo tanto, de su música. Años más tarde, con algunas obras en su haber (Uirapuru y Amazonas), e inmerso en el mundo de la música de Río de Janeiro, conoció a Arthur Rubinstein, quien incluyó en su repertorio A prole do bebe N° 1, de 1918, y Polinchinelo. Fueron compañeros, colegas, amigos. Rubinstein interpretó a Villa-Lobos, y Villa-Lobos le compuso Rudepoema, un intento de “retrato pianístico”, como decía.

En 1923 Villa-Lobos viajó por vez primera a Europa. Se estableció en París, donde alternó con la élite intelectual de la época y se estrenó en la Sala de los Agricultores, con Louis Fleury como flautista. Aprendió y aprehendió los movimientos de las vanguardias de aquellos tiempos. Volvió a Brasil y retornó a París en el 27. Ya era un compositor aclamado. “Hay pocos compositores que pueden ocupar un programa entero sin incurrir en grandes riesgos. Una vez más Villa-Lobos recibió el honor de la Orquesta Nacional y enfrentó el desafío con ventaja”, escribió en Le Monde el crítico René Dumesnil. “Un concierto de Villa-Lobos es siempre algo de buen gusto, explosivo y poderoso, con esa constante característica que deja al oyente sin aliento”, afirmó en Nouvelles Litteraires Marc Pincherle. Con Europa a sus pies, Villa-Lobos regresó a Brasil para seguir innovando, para ofrecerle a su brasileñidad lo que había adoptado de Europa.

De ahí en adelante viajó en infinidad de ocasiones, tanto a Europa como a Estados Unidos y su Brasil. Compuso entre 700 y dos mil obras de todos los tenores. Unas sobrevivieron. Otras se extraviaron entre mudanzas y descuidos, igual que sus libretas. Su legado fue una intensa mezcla de sonidos y de frases. “Comprendo que un compositor alemán sea cerebral. Lo que no admito es la creación cerebral en un latino”. “Cuando el creador es original por naturaleza, poco importan los medios de que se vale para fijar su pensamiento”. “En mi música cantan los ríos y los mares del gran Brasil”. “Demasiados compositores de nuestra época pretenden ser ‘modernos’, sin poseer el don de la originalidad. Y no comprenden que todo artista original es moderno por fuerza”. Villa-Lobos dirigió su último concierto el 12 de julio del 59 en Nueva York. Cuatro meses después falleció en su departamento de la calle Araújo Porto Alegre de Río de Janeiro. Ya era inmortal.

* Perfil del reconocido compositor contemporáneo a propósito de la interpretación del tema ‘A lenda do Caboclo, alma brasileña’, a cargo del Dúo Assad en el Cartagena VIII Festival Internacional de Música.

Por Fernando Araújo Vélez

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