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La tristeza de The Black Keys

Tras ser una banda de garaje, se han convertido en un referente del indie y el rock.

Juan David Torres Duarte
02 de julio de 2014 - 09:00 p. m.
Patrick Carney y Dan Auerbach crearon The Black Keys en 2001. / Cortesía – Warner Music
Patrick Carney y Dan Auerbach crearon The Black Keys en 2001. / Cortesía – Warner Music


The Black Keys ha grabado muy buena parte de su discografía en un sótano, en la casa de su baterista Patrick Carney en Akron, Ohio, pero su música tiene pretensiones mayores. No es sólo una banda de garaje con un bonito demo que mostrar a las discográficas y una alineación poco común —sólo dos músicos, Carney y Dan Auerbach—: es una banda que ha demostrado que, desde el garaje, desde un espacio mínimo, es posible hacer música que quiebre los límites del blues, el soul y el rock n' roll. Quizá Turn Blue, su más reciente álbum, sea el tope de esa experiencia —o uno de los topes— que toma la melancolía y la tristeza y las convierten en un arte consagrado, condensado, fuerte y contundente.

No está mal para un grupo que, hace diez años, tocaba en bares cuya asistencia no superaba los cinco espectadores. No está mal para una banda que solía salir de gira en una van Chrysler bautizada El Fantasma Gris, y que para pagar los costes de producción y gira se dedicó a podar pastos en Akron, Ohio. La banda, desde su primer disco, The Big Come Up, fue aquello que llaman una banda de culto: con pocas ventas, éxito tímido en crítica y, sobre todo, un público fiel y cercano. En alguna ocasión, una marca de mayonesa quiso utilizar una de sus canciones para un comercial en televisión; ellos meditaron y decidieron que sería mejor eludir la oferta porque sus seguidores, aquellos fieles y cercanos seguidores, tomarían esa jugada como uno de los modos en que la música, su música, se vendía a la industria.

Pero tiempo después tuvieron que aceptar. Los discos no se vendían, las giras eran amplias pero ellos preferían cancelar la mitad de las fechas —en Europa, en América— porque de repente se veían tan exhaustos, tan lejos de su garaje. Entonces vendieron numerosos temas a comerciales televisivos, series, filmes y videojuegos. ¿Se vendieron? ¿Se convirtieron en parte de la aterradora industria del entretenimiento en Estados Unidos, que todo lo vuelve farándula y objeto de lucro? Aceptaron las ofertas, ganaron dinero: aun así, The Black Keys seguía siendo una banda de casa, el sonido refutaba sus decisiones comerciales. Si a algo se mantuvieron fieles —porque la fidelidad es, también, un valor del capitalismo— fue a sí mismos, a ese sonido terrenal del rock, a los crujidos de una guitarra sin más ayudas que la distorsión.

La carencia de éxito musical tenía a Auerbach tal vez desesperado: seguir o simplemente parar, dejarlo todo atrás. Habían grabado tres discos en un garaje y en un estudio aprovisionado por ellos mismos que hacía antes las labores de taller de mecánica. Y el éxito aún les era esquivo. Les faltaba un golpe, un giro azaroso. El álbum que grabaron en ese estudio propio, Rubber Factory, entró en la lista de los Billboard. Lejos, en el puesto 143. Pero entró. Giraron, compartieron estudio con cantantes de hip hop, se abrieron camino en una industria que ellos creían conocer y que los desconocía por completo a ellos.

Por entonces las revistas —las pocas revistas— que recordaban su historia decían que Auerbach y Carney se habían conocido en la escuela de su pueblo, que el primero era capitán del equipo de fútbol y el segundo, un desadaptado social, y recordaron también que se juntaron a tocar por sugerencia de un amigo en común que sabía que Auerbach, el atlético Auerbach, estaba tocando la guitarra, y que Carney tenía un pequeño set de grabación en casa y una batería. Y fue entonces que grabaron, en comunión desordenada, temas de The Beatles, Muddy Waters y R. L. Burnside. Y fue entonces que se hicieron llamar The Black Keys: el mismo nombre con que un artista, amigo de ambos, solía llamar a sus padres, a quienes detestaba en ocasiones.

Por ese tiempo, desde 2004 hasta 2007, The Black Keys fue formándose en un ambiente mucho más amplio que el de los bares de su pueblo y Nashville, donde Carney y Auerbach se habían trasladado juntos. El sonido seguía siendo su sonido: mezcla de melodías distorsionadas, alegres y saltonas unas, melancólicas otras, creando una base firme para melodías vocales que registran cierta poesía, cierta genial variación de la voz. Auerbach tiene ese valor especial: la intensión de voz y su registro le permiten crear mil variaciones sobre una misma línea. Puede ser oscura y triste, puede ser activa y alegre. La música de The Black Keys no desdeña ningún registro: pasa de una extensa declaración al amor (Weight of Love, el tema que abre Turn Blue) al rock de corte más independiente (Lonely Boy, ganadora de varios Grammy). Y entre un punto y otro, el amor y la tristeza y el dolor y cierta desazón. Los medios nunca limitan los temas.

Auerbach decía en una revista francesa que se sentía más cómodo trabajando en el estudio que en vivo, porque era éste el lugar donde más podía experimentar. Semanas antes, la revista Les Inrockuptibles, también francesa, titulaba así una entrevista con el dúo: "El rock no ha muerto". Ni ha muerto ni deja de experimentar: Turn Blue es prueba de que el rock bien puede volver a sus raíces sin ser lo mismo, ni una copia ni una mera idea romántica. Puede volver a sus raíces para apoderarse de su razón esencial: dar cuenta de un estado espiritual, que es agresivo y tranquilo, que puede subir a los picos más altos del ruido y el desorden y mostrarse místico en sus momentos más silenciosos. De esa premisa ha partido The Black Keys desde 2007: Attack & Release, Brothers y El Camino son producciones que se someten a atmósferas muy distintas, pero llenas de todas de una fuerza concentrada y casi siempre gozosa.

Turn Blue, en ese sentido, abre las puertas de la percepción. El Camino fue un disco que muchos bailaron de principio a fin (salvo por la muy melancólica Nova Baby, casi cerrando la producción); Turn Blue es un disco para quien prefiere sentarse y explorar los caminos cruzados de la decepción. En tabloides y periódicos estadounidenses, fue conocida la historia del divorcio de Auerbach de su esposa, que sucedió en momentos en que la banda giraba y preparaba su siguiente disco. De modo que la nota general, por fuerza de razón y sensibilidad, habría de cambiar.

Turn Blue es el resultado de esa presencia del término, del final. Desde Weight of Love hasta In Our Prime —con una base de piano, extraña en la discografía de la banda—, las notas felices son pocas y breves: el ambiente general es de pérdida y decepción, de caída y abismo. El único tema con un sentido contrario a ese, Gotta Get Away, cierra el álbum a propósito: Auerbach dijo que era uno de los modos de no darlo todo por perdido, de saber que existe aún una puerta adicional que conducirá a otro lugar, cualquiera que sea. No hay decepción interminable.

Ese contenido se abre camino con una instrumentación más amplia, arriesgada: guitarras acústicas de principio a fin, teclados y sintetizadores, un bajo fuerte que define las líneas más melancólicas del disco. The Black Keys acierta en concepto y forma porque son sinceros consigo mismos y recorren una dinámica muy diversa, la reconciliación del rock con la exacerbación del amor —y su término, que suelen ser lo mismo— y con la sensibilidad más cotidiana. Esa sensibilidad que muchos tomaron como propia cuando, por ejemplo, se vendieron todas las boletas de su show en el Madison Square Garden en 15 minutos. O como cuando El Camino y alguno de sus temas fueron nominados en múltiples ocasiones a los Grammy y a otra decena de premios musicales. Esa misma sensibilidad que les permite sentir que, aunque haya miles mirándolos sobre el escenario, aún están en el garaje de una casa en Akron sin más equipo que un amplificador, una guitarra y un set de batería. Y una casetera rupestre para grabar la eternidad.

Por Juan David Torres Duarte

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