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El hombre que ‘dio a luz’ a una gigante

Roberto Aguilar, más conocido como Mamani Mamani, es el boliviano que pinta las calles de Bogotá.

Gabriel Cuestas Cuéllar, especial para El Espectador
25 de noviembre de 2015 - 12:30 p. m.

Debe tener entre 15 y 20 metros de alto. El azul, el amarillo, el rojo, el naranja y el fucsia son los colores que predominan en su ser y en el entorno que le rodea, lleno de vida y de naturaleza. Su majestuosidad es tal que todo el que pasa por el frente no puede evitar mirarla y maravillarse por su particular belleza. Es única. Ninguna otra se le parece. Sólo su padre es capaz de engendrar algo “tan mágico y maravilloso”, como él mismo la define. El nombre que él personalmente escogió, en lengua Aymara, es igualmente exótico y misterioso. Casi que religioso: 'Jallalla Pachamana',  que en nuestro idioma  traduce ‘La Armonía de la Madre Tierra’.
 
Así se llama el mural pintado por el artista boliviano, conocido en el mundo de las artes plásticas como el maestro ‘Mamani Mamani’, que se levanta en el corazón de Bogotá, en la Avenida Jiménez, con carrera décima. Es una alegoría a la Tierra, a la naturaleza, a la vida, al alimento, a la sabiduría, que el artista y la ‘Bogotá Humana’ le regalan a quienes transitan por este tumultuoso sector del centro de la capital del país. (Vea en imágenes: Estas son algunas de las mujeres que le han hecho frente a la violencia de género en Colombia)
 
Su naturaleza ‘aérea’ y pacífica contrasta con la del suelo: gente que corre presurosamente para tomar el también gigante lineal de color rojo que serpentea por las calles atestado de pasajeros, y donde el infernal ruido se confunde con el olor a grasa y demás viandas que los vendedores ambulantes ofrecen desde tempranas horas y hasta bien entrada la noche. 
 
Ella en lo alto, es como una vigilante silenciosa que no musita palabra pero que, adolorida hasta el alma, ve como el ser humano contamina y destruye sus propias entrañas. El humo producido por la reacción de los combustibles vehiculares y el que genera la fritura de chicharrones, patacones, arepas, chorizos, hamburguesas, carne de todo tipo, y cuanto alimento se pueda cocinar en pequeñas carretas metálicas - dotadas con estufas a gas o  alcohol- se mezcla con el infernal ruido del sector, saturado de peatones, de vendedores de medias, de ropa femenina y masculina, de artículos de aseo, de pociones mágicas para la belleza, para la abundancia, para el amor, en fin, cachivaches por doquier, muchos de los cuales inservibles, pero ‘maravillosos y necesarios’ para aquellas personas compulsivas, que quieren comprarlo todo.
 
No podía escogerse un mejor lugar para embellecerlo y hacer conciencia ambiental que la carrera décima. Es el epicentro de lo antiestético, de lo antiambiental, de lo que nunca debe hacerse para no ser considerado responsable de la muerte lenta de nuestro planeta, de lo que nuestros ascendientes veneraban y aún veneran: la sagrada Pachamama.
 
El padre de la ‘criatura’, subido en una enorme estructura metálica y provisto de brochas, rodillos, pinceles e ingentes cantidades de pintura de diversos colores, está inmerso en su proceso de creación. El cronista ve cómo esta persona menuda, de tez morena, pequeños ojos negros, hace grandes trazos sobre el blanco del muro, los cuales, ni el periodista, ni lo transeúntes, logran comprender. Sólo él, que tiene en su cabeza toda la creación, sabe que con cada pincelada le está dando vida a su obra de arte. Cada instante que pasa es un milagro: el blanco muro va tomando forma, se va llenando de vida de mil colores.
 
Con temor a interrumpir su ‘estaxis creador’ el entrevistador le pregunta si sus apellidos reales son ‘Mamani Mamani’ y si sus padres son primos entre sí, a lo que le responde que su nombre de pila es Roberto Aguilar, y le aclara, sin preguntárselo: “Los Aymaras venimos del rayo y somos más antiguos que los Incas, que son hijos del sol. Cuando cayó el rayo, la penumbra que rodeaba el universo desapareció y dio nacimiento a nuestra tribu” dice el artista reiterando que el nombre con el que se le conoce, significa águila, en la lengua Aymara. Entonces, el periodista comprende cómo esa cosmovisión que al artista lleva impresa en su  sangre, en su ADN, es la que le transmite a sus pinturas.
 
El cronista se sorprende por el particular estilo artístico del pintor, pues no se parece a nada que haya visto hasta ahora. “Mi estilo artístico es como la literatura de García Márquez: único, mágico,  andino, donde manejo códigos, símbolos, colores. Como soy empírico y nunca he estudiado en una escuela de arte, mis obras no tienen ningún parecido al trabajo de otros pintores”, dice, mientras sus pequeñas manos se mueven con asombrosa precisión, dejando en el blanco muro los primeros trazos de lo que será su gigantesca obra. 
 
El periodista le pregunta que si no estudió en academia, entonces  ¿dónde aprendió el oficio y la técnica? Inmediatamente le responde: “yo creo que los dioses dijeron: Mamani Mamani va a ser el mensajero de los colores y de la cosmovisión andina, por eso, las series que yo pinto están dedicadas a las montañas, al agua, a los cultivos, a la naturaleza, a los niños, a los caballos, a las llamas. Son unas 36 series las que he pintado, hasta el momento.
 
Como la mayoría de latinoamericanos que logran surgir en un oficio, deporte o profesión, ‘Mamani Mamani’ tuvo una infancia rodeada de limitaciones económicas -, por no decir que de pobreza-.  “Desde mis ocho años empecé a dibujar con el carbón de leña del fogón donde mi madre cocinaba. Fueron mis primeros lápices, con los que hacia dibujos en cualquier sitio, pues no teníamos para adquirir materiales  de dibujo” 
 
En sus primeros dibujos, cuando tenía ocho años, utilizaba como pinceles, los carbones de leña, y como lienzos, cualquier periódico o cartón que encontrara, donde plasmaba a sus padres en las duras faenas del campo, así como los paisajes campesinos de su natal Cochabamba.  Pero como siempre le sucede a quien insiste, persiste y no desiste, la vida puso en su camino una oportunidad de oro: “llegó a mis manos un maravilloso regalo: una caja de 12 colores, que me obsequia uno de mis profesores de la escuela de primaria, quien veía cómo el inquieto niño Roberto hacía trazos en cuanto lugar pudiera. Mi preferido era el pizarrón de clase”, dice con picardía. 
 
El primer uso que le dio a su ‘mágico regalo’ fue para pintar Llamas, las que dibujaba de colores intensos. Pero, ¿por qué las pintaba de colores, si estos mamíferos son blancos con café?, le inquiere el entrevistador, a lo que le da una respuesta contundente: “El arte es libertad, y si para mí las llamas pueden ser del color como yo me las imagino: rojas, azules, o del color que quiera, eso es válido, porque en el arte no hay conceptos, no hay reglas que digan esto está bien o está mal”.
 
Durante 35 años se ha dedicado exclusivamente a la pintura, y ni un solo día ha dejado de agradecerle a su abuela paterna la decisiva influencia que jugó en su vocación y en su estilo. “Ella era tejedora, que leía la hoja de coca y que no sabía una sola palabra en español. Sólo hablaba en nuestro dialecto Aymara.  Para mí era un ser espiritualmente grande. Siendo muy joven me dijo: Roberto, tú tienes que pintar con colores fuertes, porque los colores vivos y fuertes ahuyentan a los malos espíritus y los empuja a quedarse en la oscuridad. A partir de ahí decidí que iba a ser un artista del color.
 
Sobre su nacimiento, lo define como “producto de un amor prohibido. Mis padres eran de La Paz -la capital-, pero mi papá no fue aceptado por la familia de mi madre, por lo que tuvieron que emigrar a  Cochabamba, donde nacimos mi hermana y yo; luego de consolidada la familia, entonces regresamos a La Paz y ya no había forma de separarnos”, afirma con la sonrisa propia de quien ha alcanzado sus metas, sin renunciar a sus orígenes.
 
Y al parecer, las estrellas se confabularon para hacer de él el artista más representativo de Bolivia. Nació el 6 de diciembre de 1962. Según el horóscopo occidental, es de signo Sagitario, pero, en Aymara le corresponde a  La Trueca. “La Trueca es un instrumento ancestral, utilizado para tejer la lana de las Llamas, y eso tiene un gran significado dentro de nuestra cosmovisión. Nuestros abuelos eran grandes leedores de las estrellas, que no siempre miraban al cielo para ver las estrellas, sino que, también, tenían piedras ahuecadas llenas de agua y podían leerlas”, manifiesta orgullosamente, sabiéndose un perfecto representante de la cultura Aymara. 
 
Fiel a su cultura, es un permanente agradecido con la vida, por los dones, las alegrías y las oportunidades recibidas, y por sus cuatro hijos a quienes les puso nombres en Aymara, asociados a la naturaleza, al cosmos, y a las cualidades de los dioses. Esa gratitud y la de su pueblo, la resume de manera simple, pero profunda: ”Que nadie se quede atrás, y si alguien se queda, entonces, todos nos devolvemos y lo tomamos de la mano para continuar”. 
 
Otro de los pensamientos que lo caracterizan a él y a la comunidad Aymara es la austeridad y la sencillez: “Para qué necesito diez casas, si sólo necesito una”, dice con la sabiduría ancestral que recorre sus venas. La gratitud, que él la llama reciprocidad, también hace parte de su estilo de vida: “Tenemos que devolverle a la vida parte de lo que la vida nos da, ayudando a que otros aprendan”, no sólo lo afirma, sino que lo ratifica con hechos: tiene en su natal Bolivia una fundación donde instruye a niños de escasos recursos en las técnicas de la pintura, al igual que formación en danza, música y artes escénicas.  
 
Cuando termine su gigantesca obra, no sólo habrá dejado su legado ancestral, sino, además, una guardiana que, vigilante, nos recuerde el respecto por la naturaleza y por la vida. 
 
 

Por Gabriel Cuestas Cuéllar, especial para El Espectador

 

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