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“Extraño la felicidad del anonimato”: Alberto Salcedo Ramos

Junto a Martín Caparrós, Leila Guerriero y Juan Villoro, el cronista colombiano comanda lo que muchos llaman el “boom” de la literatura latinoamericana de no ficción.

Ángel Castaño
07 de noviembre de 2015 - 03:20 a. m.

“Botellas de náufrago” es su primer libro de columnas periodísticas. ¿Qué diferencias y similitudes, en el plano de la escritura, encuentra entre la columna y la crónica? ¿La mirada, en su caso, sobre los temas cambia o se conserva dependiendo si escribe una columna o una crónica?

No miro Botellas de náufrago como una recopilación de columnas sino como un libro de textos cortos escritos para un lector que esté interesado en leer con los oídos, porque creo que suenan. Parecen escritos con la voz desde una hamaca colgada en cualquier patio del Caribe. Es un libro personal en el que muestro muchas cosas de mí mismo que hasta ahora no habían salido a flote por andar escribiendo crónicas. La crónica es periodismo de autor, pero está muy ligada a la obligación de informar. En cambio, en los textos de Botellas de náufrago, como no tengo esa atadura, quedo más expuesto ante los ojos del lector. Hay vasos comunicantes entre los dos oficios: cuando hago crónicas doy pinceladas de mi visión acerca de ciertos temas, y cuando hago columnas dejo fluir al cronista que soy.

En el prólogo de la más reciente reedición de “De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho” usted cuenta el detrás de cámaras de la escritura del volumen. Leídos hoy, ¿qué le dicen esos textos del Alberto Salcedo Ramos de la época?

Que ningún portazo en la cara me iba a quitar las ganas de contar historias. En un manual para jóvenes cronistas que figura en el libro Botellas de náufrago digo: “Si dejas de escribir cuando los editores te cierran las puertas, tal vez mereces que te las cierren”. Alonso Salazar me habló de un amigo de él que pedía a gritos un trabajo para blindarse contra el hambre y entonces sí dedicarse a escribir. ¿Y qué pasó? Cuando le consiguieron el trabajo tampoco escribía porque no le quedaba tiempo. El que no quiere escribir siempre encuentra la forma de no hacerlo. Del autor que fui en aquella época extraño un poco la felicidad que me deparaba la falta de atención de los demás. Como en la frase de cajón, uno sólo sabe lo que vale eso cuando lo pierde.

¿Cómo la fama ha cambiado su trabajo de reportería?

Sinceramente, no me veo de ese modo, y te juro que no es falsa modestia. Tengo pruebas contundentes a la mano: cuando voy a ver a los personajes de mis crónicas, suelen no saber quién diablos soy. Hoy en día muchos tenemos una notoriedad engañosa, porque es sólo un efecto virtual. Nos conocen nuestros propios colegas, nuestras propias comunidades de interés, pero vamos a Carulla a comprar una aspirina y nadie se mosquea. No digo que esto sea malo, sólo digo que es la pura verdad. El equívoco de suponer que quien sale retratado en la prensa algunas veces es alguien notable o famoso suele generar malquerientes. Colegas que eran amables de repente se vuelven antipáticos, porque ya no lo ven a uno desprevenidamente sino a través de sus prejuicios. Por eso Manuel Mejía Vallejo tenía una definición de la fama que a mí me gusta: “Fama es cuando a uno empiezan a decirle hijueputa los que no lo conocen”. Yo me meto en la ciclovía a caminar y nadie me mienta la madre, así que todo está bien. Mis encuentros con los personajes no se han afectado por ninguna razón. Yo disfruto verlos, oírlos, permanecer con ellos. Esto no ha cambiado y te garantizo que no cambiará jamás. Es la esencia de mi oficio.

En alguna entrevista usted dijo que en Colombia hay mejores periodistas que medios de comunicación. Desde su punto de vista, ¿cómo los lectores y periodistas podemos ayudar a tener medios a la altura de las necesidades del país?

En los medios pesa mucha la institucionalidad, el equilibrio político. No es gratuito que durante años los periódicos fueran el sitio donde se incubaban los presidentes. Había un maridaje evidentísimo. Los directores tenían más de cancilleres que de editores. No dirigían una redacción: la gobernaban. Por fortuna, la información se independizó de la prédica moral y del adoctrinamiento partidista. Pero todavía hay medios donde se revuelve tramposamente la información con la opinión de los dueños. Francisco Zarco recomienda no decir como periodista lo que no se pueda sostener como hombre. A menudo, muchos directores de prensa tienen que decir en sus editoriales lo que jamás dirían si escribieran a nombre propio. Quizá todo se resume en esta idea: a un periodista le queda menos complicado que a un medio defender su independencia.

Por Ángel Castaño

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