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“La literatura es juego, repetición y variación”: Ricardo Cano

El autor de textos como “El pasajero Walter Benjamin” y “Una lección de abismo” asegura que en todas sus propuestas literarias ha logrado plantear una postura firme y clara.

Ángel Castaño Guzmán
12 de septiembre de 2015 - 03:06 a. m.
Ricardo Cano Gaviria ejerce labores literarias en Ediciones Igitur. / Rosa Lentini
Ricardo Cano Gaviria ejerce labores literarias en Ediciones Igitur. / Rosa Lentini

Ricardo Cano Gaviria (Medellín, 1946), autor de novelas celebradas por la crítica, entre las que cabe subrayar El pasajero Walter Benjamin y Una lección de abismo, y de la biografía José Asunción Silva, una vida en clave de sombra, vuelve al escenario editorial colombiano con el libro de cuentos Cuando pase el ciego. De su obra, de ese libro en particular y de su proyecto cinematográfico hablé con él con ocasión de la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín.

En alguna parte dijo usted que la modernidad literaria estableció que un buen escritor lo es por ser un buen crítico. Mencionó en esa ocasión los casos de Flaubert, Baudelaire y Poe. ¿Cómo ha logrado mantener el equilibrio entre el narrador, que emplea ante todo la imaginación, y el crítico, que usa la razón, principalmente?

En todo lo que he escrito, mejor dicho emborronado, se puede detectar, para bien o para mal, una postura, una manera de escribir. La de quien no teme, en primer lugar, la intertextualidad ni la autorreferencialidad. Es como si un escritor le dijera al lector, en el momento de mostrarle sus cartas: “La literatura es juego, repetición y variación, y vamos a jugar con estas cartas”. Se puede decir que eso corresponde al tipo de escritor literario: que juega con la literatura. Hay otro tipo de escritor, refractario a ese juego, que el crítico tiene que abordar desde cero... o desde la poética menos literaria que hay: la del sentido común. Una poética que en la mayoría de los casos es la misma del periodismo, porque sin intertextualidad se corre el peligro de caer en el mimetismo puro, el testimonio, eso que tanto emociona a la gente porque se considera que tiene la autenticidad de lo real. Lo primero que le pasa a un escritor sin instinto crítico es que no ve ninguna diferencia... Yo creo que en el comienzo he sabido verla, y eso me ha ayudado a ser coherente, aunque no a ganar lectores.

Hablemos un poco de las cartas —como usted las llama— que le han servido para configurar su universo literario. ¿Qué obras y autores le han servido para escribir sus libros? A la hora de rastrear sus mentores, ¿a cuáles les debe más, con cuáles está en deuda?

A través de las cosas que he escrito, en narrativa y ensayo, circulan muchos nombres con los que me siento en deuda... Así, Flaubert y Baudelaire, a los que dediqué un libro sobre los procesos de 1857; Silva, al que dediqué una biografía y un relato; a Jorge Luis Borges, a cuya Emma Zunz doy una réplica en un relato de Cuando pase el ciego. También he escrito sobre Proust y Mallarmé, así como sobre Benjamin, al que dediqué una novela en 1989, el primer libro aparecido en español sobre ese autor, cuando en Colombia aun se escribía en la estela del boom y se empezaba a consolidar la literatura del narcotráfico. Luego han transitado rutas similares Orlando Mejía Rivera, que recreó a Rimbaud y a Wittgenstein; Juan Gabriel Vázquez, que dio la réplica a Conrad en una de sus novelas, y ahora Pablo Montoya, que se interna en la pintura protestante del siglo XVI, o William Ospina, que se inspira en ese peculiar episodio de la literatura inglesa romántica que es Frankenstein. No creo que tenga mucho mérito haberlos precedido, pero el ver transitar a esos escritores por rutas europeas llenas de cultura e intertextualidad me hace sentir menos solo, pero sobre todo más joven. ¡Por lo menos veinte años más joven!

¿Qué proyectos literarios ocupan sus días? ¿Cómo han enriquecido su escritura y visión de la literatura las labores en la editorial Igitur?

Ser editor es engorroso porque hay mucho trabajo, pero es estimulante porque, si editas en dimensión amorosa, como hacemos mi mujer y yo en Ediciones Igitur, sabes que luchas por algo que lleva tu sangre. Así, el último libro que sacamos, hace cuatro meses, la poesía completa del poeta italiano más importante del siglo XX, Giuseppe Ungaretti. Pero ahora no sólo tenemos la editorial, sino también el cine. Estamos en la preproducción de una película argumentada sobre la comarca catalana en que vivimos, que dirigiré yo mismo y estará protagonizada por actores no profesionales... ¿Se trata de una repentina pasión por el cine? En absoluto... Si miras el suplemento literario de El Espectador en 1966, descubrirás que allí comenté El prestamista, de Sidney Lumet, El extranjero, de Visconti, y alguna más. Guillermo Cano, a quien recuerdo con infinita nostalgia, y no sólo por instinto de sangre, si es que algo así existe, publicaba todo lo que le mandaba desde la librería Buchholz, en la que trabajaba yo entonces. La vena cinematográfica ha resurgido ahora en mi tercera o cuarta juventud, con una fuerza inusitada, pues tengo al menos tres proyectos.

¿Cuáles le parece que son las afinidades entre el cine y la literatura?

El cine no es un simple medio audiovisual para manejar contenidos con el propósito de entretener, como pretenden algunos. El cine es el séptimo arte y, como tal, al resumir o ser el resultado de todas las artes anteriores, especialmente de la pintura y la literatura, es un compendio de humanidades. Pero pocos defienden esta postura en la actualidad, porque las películas se hacen con una fecha de caducidad muy corta. En eso el cine ha perdido una batalla, tras la desaparición de los grandes maestros del cine, los europeos principalmente, pero aún no ha perdido la guerra, gracias a directores más recientes como Von Trier, Egoyan, Haneke, González Iñarritu y otros.

Por Ángel Castaño Guzmán

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