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“Soy anarquista. O, más bien, quisiera serlo”: Antonio Caballero

Antonio Caballero, uno de los columnistas de mayor trayectoria e influencia en Colombia, acaba de publicar un libro sobre lo que más ha hecho en la vida: el oficio de opinar.

Cecilia Orozco Tascón, Especial para El Espectador
14 de febrero de 2016 - 02:20 a. m.

Me impactaron las columnas con que inició y terminó su libro. En la primera, de enero del 2000, titulada “Vicio de fondo”, usted comentó un hecho que hoy parece insólito: Andrés Pastrana, entonces presidente, vetó una ley que calificaba como delitos el genocidio, la desaparición forzada, el desplazamiento y la tortura. Según él, si firmaba esa ley, se “podría impedir el cumplimiento de las funciones constitucionales y legales de la fuerza pública”. Hoy, esa postura escandalizaría al mundo. ¿Hace 15 años tenía justificación política, jurídica o diplomática?

Esa postura no tiene justificación moral posible. Política sí: la de la conveniencia y la comodidad. Y por eso se le tuerce el pescuezo al derecho –lo cual es también una postura jurídica–. Pero eso, ni hoy ni hace quince años ni nunca ha escandalizado al mundo: es el viejo aforismo de que el fin justifica los medios. Un aforismo que, como decía R.H. Moreno Durán, no tiene principios.

Aprovecho para preguntarle cómo ve la oposición casi terca de Pastrana al proceso de paz, pues uno pensaría que si él intentó llegar a un acuerdo con las Farc, estaría satisfecho de que ese intento se concretara años después…

Me parece que, como todo en Pastrana, su irritación viene de la frivolidad y de la vanidad. A él le daba igual si se llegaba a un acuerdo con las Farc o no: la promesa le había servido para que lo eligieran presidente, y con eso le bastaba. Pero si había acuerdo, necesitaba que fuera suyo, no de otro. Y que el Premio Nobel de la Paz fuera para él y sólo para él. Esto del premio es de una frivolidad increíble: lo vienen buscando todos, desde Belisario Betancur: no por la paz, sino por el premio –aunque debería ser una vergüenza merecer un premio que se ha ganado un genocida como Henry Kissinger–. Y lo mismo pasa con García Márquez: a nadie le importa que sea un inmenso escritor, y lo que nos impresiona es que se haya ganado el Premio Nobel de Literatura. Eso forma parte de la patología del “colombiano triunfa en el exterior”.

Y termina el libro con una columna que publicó en “Soho”. Se titula “De Senectute”, sobre la vejez como su nombre lo indica. Es de 2005, hace más de diez años, y allí usted describe la ancianidad con un tono entre dolido y burlón. ¿Le costó trabajo ser gracioso cuando su estilo es duro, crítico y amargo?

¿Sí? Yo creo que siempre he tenido varios tonos distintos en lo que escribo. A veces soy amargo y a veces soy burlón, y a veces frívolo, y a veces serio. Depende del asunto que trate. Y de mi humor del momento, claro.

Pero el tono en esta columna, en particular, es interesante, porque allí se refiere a un asunto al que casi toda la humanidad le tiene pánico: la vejez. ¿Se burla de esta por el temor que nos da llegar a esa etapa de la vida?

¿Temor? Pero también deseo de que se prolongue todo lo posible, hasta el encarnizamiento terapéutico de los médicos. Jonathan Swift decía que la vida del hombre es horrible y por añadidura demasiado corta. La vejez tiene de malo que es irreversible: una enfermedad terminal, literalmente hablando. Pero esa columna la escribí hace más de diez años: era prematura.

A esa columna le añade una caricatura suya, especie de autorretrato en piyama corto y piernas peludas. En la carátula también hay otra de su cara cuyos trazos, por cierto, lo identifican muy bien. ¿Qué le resulta más fácil y espontáneo: dibujar o escribir, y cuál de estos dos medios tiene mayor impacto de opinión?

Las dos cosas son espontáneas, pero ninguna es fácil. Y ninguna tiene mucho impacto, la verdad: la prueba es que los temas siguen siendo los mismos semana tras semana, siglo tras siglo. El problema de las caricaturas es que los lectores no las toman en serio: creen que son sólo chistes como los que cuentan los cuentachistes. Con las columnas pasa que, por lo general, los lectores tienen ya una opinión formada: un juicio previo, un prejuicio. Creo que las columnas de opinión no le cambian la opinión a nadie. Las de denuncia, sí. A veces. Pocas veces, pero a veces. Pero mi libro se titula El oficio de opinar, no de denunciar, para lo cual tendría que investigar. Y yo sólo opino sobre lo ya investigado.

Su respuesta me hace pensar en que es extraño que, siendo tan rudo como reflejan sus columnas, es decir, siendo usted un periodista de contrapoder, su línea profesional no haya tenido como eje la investigación y la denuncia. ¿Por qué?

Por pereza.

(Risa) ¿Así de sincero y escueto? Podría inventar una buena disculpa para quedar bien con los reporteros jóvenes que lo ven como un papa del periodismo colombiano…

Pero es que la pereza no me parece un vicio, como dicen. Es también la madre de muchas virtudes, empezando por la de la reflexión.

En su recopilación salta un tema recurrente en sus textos: la lucha estéril contra el narcotráfico y el enfoque de Estados Unidos a este fenómeno. ¿En estos quince años ha variado de posición en cuanto a que el prohibicionismo no da resultados sino que genera el efecto contrario?

En estos quince años no, ni en estos últimos cuarenta, que son los que tiene el problema de la droga. Desde que se inventó la prohibición, que se inventó justamente para crear el problema, y el negocio.

También es común en sus columnas el uso de esta especie de retruécano (la de su respuesta anterior) en que invierte los términos para indicar lo mal que anda el mundo y la gente y todo. Algunos dicen, hablando de Caballero, que este escribe así porque es anarquista. ¿Lo describe bien ese término?

Sí, soy anarquista. O, más bien, quisiera serlo. Pero sé que la anarquía es una utopía inalcanzable: los seres humanos somos insolidarios y egoístas. Y además me falta el entusiasmo del rojo. De la bandera rojinegra de la anarquía me quedo sólo con el negro por razones de carácter. De falta de fuerza de voluntad, digamos.

¿El programa Paz Colombia es, a su juicio, equivocado y las celebraciones de Washington exageradas como dijeron algunos?

Por supuesto que las fiestas fueron exageradas y la “ayuda” norteamericana no pasa de chichiguas. Me dicen –aunque yo mismo no he hecho la cuenta: ya le dije que soy perezoso– que el gobierno de Santos se ha gastado más en pagar anuncios publicitarios de la paz que lo que va a recibir de los Estados Unidos para financiarla. Pero es que lo de la lucha contra las drogas del Plan Colombia fue sólo un pretexto que disfrazaba su verdadero propósito, que era la lucha contra las Farc, y en ese aspecto sí tuvo resultados, buenos y malos a la vez. En el nuevo “Paz Colombia” el propósito es el de mantener el control norteamericano sobre las Fuerzas Armadas y sobre su política, con la aquiescencia arrodillada del gobierno. Repito lo que llevo diciendo cuarenta años: la lucha contra las drogas sólo les conviene al gobierno de los Estados Unidos y a los narcotraficantes. Empezando por los narcotraficantes norteamericanos, que son los más grandes del mundo pero, curiosamente, nunca salen en la foto.

Precisamente, en otra columna (“Digo mú”) refiere el caso Hiett: una pareja de norteamericanos compuesta por una drogadicta y un coronel de la embajada en Bogotá. Capturados en flagrancia intentando enviar en valija diplomática un alijo, fueron condenados a solo 19 meses de prisión a cambio de denunciar a dos colombianos. ¿Considera que el sistema de justicia estadounidense da trato indigno y discriminatorio a los narcos extranjeros pero que es laxo y cómplice con los delincuentes de su país?

Los Hiett no fueron capturados “intentando” enviar... Habían enviado por valija diplomática docenas de alijos de droga, y consignado las ganancias en docenas de cuentas de distintos bancos en los Estados Unidos: tal vez a espaldas de la embajada y a espaldas de los bancos, sorprendidos en su buena fe. El sistema estadounidense de justicia es inicuo para todos, porque está basado en el ansia de venganza. Pero es peor para los negros, los latinos, los indios, las razas consideradas inferiores por los WASP (blancos anglosajones protestantes) y para los extranjeros, sospechosos por el hecho de serlo. Los Hiett del cuento eran WASP. Yo recibí en una época, y perdí en un trasteo, docenas de cartas de colombianos justa o injustamente condenados por tráfico de drogas en procesos grotescamente amañados. Un amigo mío, Javier Marulanda, acaba de salir en libertad después de pasar treinta años en cárceles de los Estados Unidos, y tiene mucho que contar. Usted debería hacerle una entrevista para El Espectador.

La haré. Uno de los personajes centrales de sus caricaturas del libro es, justamente, un capo que dice: “Me presento. O no, no me presento. Lo que quiero es que sepan que sigo aquí. Nos vemos”. ¿Colombia todavía tiene pablosescobares o chaposguzmanes que dominan el mercado de las drogas?

Es como lo de los patriarcas de la Biblia: …“Y vivió Adán 130 años, y engendró un hijo a su semejanza, y le puso por nombre Set…”. Y Set engendró a tal que engendró a cual que engendró a... etc., etc. Quien domina el mercado de la droga es la demanda, que sigue estando –en más de un 50 %– en los Estados Unidos. El gran capo de la droga es el gobierno de los Estados Unidos, que creó el negocio al sumarle la prohibición al consumo masivo inventado por la sociedad norteamericana.

No hay presidente colombiano de estos quince años que quede bien en sus columnas. Critica a Santos en varios apartes, pero en la que tituló “Pedirle peras al olmo” lo espolea por rogarle a Uribe avales para el proceso de paz. Y termina con esta frase: “a ver si de una vez Santos recuerda… que el presidente de la República no es Uribe, sino él”. Después de los notorios avances del proceso de La Habana, ¿reconsidera su afirmación?

Es más bien Santos el que ha reconsiderado su posición frente a Uribe. Por fin descubrió en él (Uribe) lo mismo que le dije antes que le pasa a Andrés Pastrana: que su vanidad le impide aceptar que sea otro, y no él, el que haga la paz y se lleve los premios de la paz.

Para terminar, no puedo dejar de relacionar un comentario asombrosamente positivo en su pluma (Un “idiota útil”) en que elogia al exministro Vázquez Carrizosa cuando murió. De él dijo que tenía la “virtud rara” en Colombia de la decencia y que además fue lúcido y valiente. ¿Cuántas veces ha escrito a favor de y no en contra de y por qué?

¿Asombrosamente? No. Cientos de veces he escrito a favor de personas o de cosas que me gustan. A favor de poetas o de artistas. De fiestas, de ciudades, de paisajes. En este mismo libro hay un artículo a favor de los Estados Unidos. Es cierto que no suelo escribir a favor de los políticos profesionales, pero es porque rara vez son decentes, lúcidos y valientes. Pero les he reconocido esas cualidades cuando las han tenido. A Mandela, a Obama, a Tirofijo, al expapa Benedicto XVI, que me parecía un papa serio, no como este peronista y demagogo que hay ahora. Y al mismo Juan Manuel Santos, aunque más por sus intenciones declaradas que por sus hechos cumplidos. Me gusta más escribir sobre lo que me gusta que sobre lo que no me gusta. Lo que pasa es que en este país de lambones y lagartos la prensa suele estar a favor del poder, político y económico, local e imperial, por principio, por rutina y por interés. Y entonces me parece que hay que insistir en la crítica, porque elogios hay de sobra. Es lo que he venido haciendo por lo menos desde los tiempos de la revista Alternativa, hace cuarenta años.

En eso de que la prensa suele estar a favor del poder, tiene razón. Pero admita que hay honrosas excepciones, aparte de usted, por supuesto…

Sí, claro. No hablo de todos los periodistas, sino más bien de la mayoría de los medios periodísticos donde ellos trabajan.

“En Colombia siempre pasa lo mismo”

En su libro El oficio de opinar selecciona algunas de sus columnas de Semana publicadas entre 2000 y 2015. ¿Por qué no incluyó, por ejemplo, de los años 90? ¿Por ser del “siglo pasado”?

Sí: había que poner un límite. Llevo 30 años escribiendo en Semana, y más en otros periódicos y revistas. No cabrían.
La selección no tiene número fijo de columnas por año. ¿Una arbitrariedad?

Arbitrariamente, sí, pero tratando también de que mantuvieran interés diez o quince años después de haber sido publicadas, es decir, que los temas siguieran siendo actuales. Eso es bastante fácil en Colombia, porque aquí siempre pasa lo mismo: el escándalo de la refinería de Cartagena de estos días es igual al del metro de Medellín de hace treinta años, o al de la represa del Guavio de hace veinte, o al de Dragacol de hace quince. Hasta los personajes son los mismos. Escándalos, guerras, esperanzas frustradas: son los temas eternos de Colombia, desde la Conquista.

Además, hay una selección de sus caricaturas y columnas publicadas en “Arcadia” y en “Soho”. ¿Por qué la mezcla?
Las columnas de Arcadia y Soho sirven para dar otro tono y otro punto de vista. Para dar variedad, justamente, y salir de los temas eternos de la politiquería y la violencia colombianas.

“Cada cual pone su honra donde le cabe”

La ironía es una de las armas predilectas del lenguaje de Caballero. Con ella ataca crudamente al sujeto de sus críticas sin que este pueda decir que lo ha insultado. Ofendido tal vez sí, pero no insultado. Un párrafo de una de sus columnas (La soberana gana, del 10 de agosto de 2009, gobierno Uribe) seleccionadas por él para el libro, es perfecta muestra de su estilo: “La tesis del gobierno es que la soberanía consiste en entregar la soberanía. Y sí, bueno: paradójicamente, esa entrega constituye un acto soberano. Para ceder algo, es necesario tenerlo. En la Roma antigua, y también en los Estados Unidos de los tiempos de la colonización del salvaje Oeste, se daba con frecuencia el caso de hombres libres que se vendían a un rico en calidad de esclavos por un período determinado, y a veces de por vida. La esclavitud voluntaria no es un estado particularmente decoroso, pero en fin: cada cual pone su honra donde le cabe”.

Por Cecilia Orozco Tascón, Especial para El Espectador

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