La Tierra Media sin magia

La última entrega de la saga ofrece una amplia dosis de acción sin la profundidad de la obra original de Tolkien.

Santiago La Rotta
27 de diciembre de 2014 - 02:00 a. m.
Bardo (Luke Evans) y Legolas (Orlando Bloom) después de la destrucción de Ciudad del Lago.  / Cortesía: Warner Brothers
Bardo (Luke Evans) y Legolas (Orlando Bloom) después de la destrucción de Ciudad del Lago. / Cortesía: Warner Brothers
Foto: Mark Pokorny

De todos los riesgos que Peter Jackson ha corrido con su adaptación en tres partes de El hobbit, obra publicada por J.R.R. Tolkien en 1937, quizá uno de los más significativos fue empezar su tercera entrega, la final, matando a uno de sus más grandes villanos. Sí, el dragón muere. Y muere rápidamente. Aunque es la película más corta de las tres, llenar el resto de la proyección sin la presencia de Smaug y su toma de la Montaña Solitaria es sin duda una decisión interesante, por decirlo de cierta forma.

El hobbit: La batalla de los cinco ejércitos entrega justamente lo que promete: una batalla que se extiende, de manera casi continua, durante 145 minutos plagados de acción y efectos especiales y muerte en la escala de la Tierra Media: orcos contra hombres, orcos contra elfos, orcos contra enanos, enanos contra elfos y un dragón contra todos, así sea brevemente.

En su tercera entrega, Thorin, el rey de los enanos que busca recuperar la Montaña Solitaria, se instala por fin en su nuevo trono para ser consumido por la enfermedad del dragón, un amor por el oro y la riqueza que no conoce límites, capaz de corroer alianzas y lealtades, de arruinar amistades y sumir todo en las tinieblas de la guerra.

Una historia muy a lo Tolkien, católico que escribió buena parte de su trabajo después de haber visto de frente los horrores de la Primera Guerra Mundial, aunque sin la hondura y la riqueza emocional de la obra del escritor. Para el final de su trilogía, Jackson se entrega a los placeres fáciles de la financiación sin límites: poblar la pantalla con una larga batalla generada por computador que, incluso siendo extensa y compleja, no tiene la magia de sus anteriores enfrentamientos, esos sí en una escala llena de grandeza, quizá: la defensa de Gondor en El retorno del rey o el sitio al abismo de Helm en Las dos torres vienen de inmediato a la mente.

Tal vez resulte injusto comparar el trabajo anterior de Jackson con El hobbit, pues para todos los méritos de Tolkien, la trilogía de El Señor de los Anillos es muy diferente de esta novela, catalogada por algunos como un cuento para niños. El director neozelandés se enfrentó hace 13 años a un universo rico en texturas, personajes y paisajes y logró algo que parecía imposible: convertir la Tierra Media en una experiencia audiovisual que conserva buena parte de la épica y la profundidad moral de una guerra entre el bien y el mal como pocas.

Con El hobbit, Jackson parece haber cedido a la tentación de alargar un éxito justamente ganado, pero con un material que quizá no ameritaba tres películas, tres largas películas. Curiosamente, el tiempo de proyección de cada cinta fue decreciendo desde su estreno en 2012: 171 minutos para la primera entrega (Un viaje inesperado), 161 para la segunda (La desolación de Smaug) y 145 para la tercera y final (La batalla de los cinco ejércitos).

En cierto momento de la trilogía, Galadriel (reina elfa en manos de Cate Blanchett) le pregunta a Gandalf (Ian McKellen) por qué escogió a un hobbit para acompañar la aventura de Thorin hacia la Montaña Solitaria. El mago responde, palabras más, palabras menos, que para todos los poderes que hay en la Tierra Media ha descubierto que son las pequeñas acciones del día las que mantienen el mal a raya, las que permiten que todo continúe su curso. Es un bello momento, lleno de una simpleza muy profunda e incluso sensata.

La batalla de los cinco ejércitos carece de estos momentos, no sólo por cuestiones de guión y ejecución, sino de concepción, de fondo. Para privilegiar una guerra que se resuelve en una sola película, el director abandonó casi por completo las pequeñas cosas, los detalles de buena actuación y parlamentos sencillos que abundan en las páginas de Tolkien, y en ese cambio perdió quizá la fuerza vital que alimenta la historia, el corazón que late debajo de los extras y las horas de posproducción frente a un computador.

A pesar de todos sus artilugios y proezas técnicas, la trilogía de Jackson finalizó con mucha acción, pero poca magia, con velocidad, pero quizá sin ritmo. Para todo lo demás siempre están las primeras tres películas y, claro, los libros inmortales de Tolkien.

 

* slarotta@elespectador.com / @troskiller

Por Santiago La Rotta

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